lunes, 11 de noviembre de 2013

Juan el Bautista (catequesis para jóvenes)

Los jóvenes en el Nuevo Testamento

Juan el Bautista

Si se pudiera resumir todo la historia del Antiguo Testamento en una sola persona, esa persona sería Juan Bautista. Si se pudiera resumir todo el Antiguo Testamento en una sola palabra, ésta sería “convertíos” (“¡Vuelvan!”), no como un mandato sino como el grito desgarrador de un Dios que ‘padece’ de amor por sus hijos, un grito del que ya hablaba Jeremías cuando decía de parte de Dios: “Vuelve, Israel apóstata (traidor), -oráculo del Señor-; no estará airado mi semblante contra vosotros, porque piadoso soy ni guardo rencor para siempre” (Jr 3,12)
Si hay una figura donde en algunos casos se escondan riquezas tal vez no del todo aprovechadas, creo que es la referida a la persona de Juan Bautista. Pienso que tal vez a Juan se lo ha desfigurado y malinterpretado en poco o mucho de su personalidad. Recuerdo algunas películas sobre Jesús, donde siempre se muestra a Juan como el ‘gritón’ del desierto, una especie de gruñón desadaptado, un desvariado o loco porque viste de piel y come langostas.
Para acercarnos al bautista, tendríamos que remontarnos al anuncio de su concepción. La alegría ha rodeado a Juan desde antes que éste naciera. El evangelista Lucas afirma que el ángel Gabriel al anunciar el nacimiento de su hijo a Zacarías, padre de Juan, le dijo que este nacimiento sería para él gozo y alegría y que muchos se alegrarán de su nacimiento (cf. Lc 1, 14). La primera en alegrarse fue su madre, Isabel, una anciana estéril. Para una mujer judía la esterilidad era la vergüenza más grande, la peor de las humillaciones, una maldición de Dios. Isabel forma parte de las mujeres que experimentaron que un hijo es puro don de Dios, obra y prodigio de sus manos (cf. Sal 138, 13s). Tanto Isabel como Zacarías eran los dos de avanzada edad (cf. Lc 1,7) pero para Dios nada es imposible.
Benedicto XVI nos ha hecho notar de forma muy interesante que antes que profeta, Juan era por sobretodo un sacerdote. El sacerdocio hebreo se transmitía por la sangre, por la pertenencia a la tribu de Leví. En efecto, dice el evangelista Lucas que Zacarías era sacerdote del grupo de Abías, e Isabel, su madre, era descendiente de Aarón (Cf. Lc 1, 5). Juan era, por tanto, un sacerdote. Puntualiza Benedicto XVI:
“Al decir que Juan no beberá vino ni licor (cf. Lc 1, 15), se le introduce también en la tradición sacerdotal. A los sacerdotes consagrados a Dios se aplica la norma: ‘cuando hayáis de entrar en la Tienda del Encuentro, no beberás vino ni bebida que pueda embriagar, ni tú ni tus hijos, no sea que muráis. Es ley perpetua para todas vuestras generaciones’ (Lv 10, 9). Juan, que se llenará de Espíritu Santo ya en el vientre materno (cf. Lc 1, 15), vive siempre, por decirlo así, ‘en la Tienda del Encuentro’, es sacerdote no sólo en determinados momentos, sino con su existencia entera, anunciando así el nuevo sacerdocio que aparecerá con Jesús”[1]
Juan es prefigura, entonces, de un sacerdocio nuevo, el de Cristo, sumo y eterno sacerdote. El sacerdocio de Juan es como una bisagra que une el antiguo y el nuevo testamento. Un sacerdocio que comenzaba a ser distinto del acostumbrado hasta entonces, uno que empezaba a reconocer que los sacrificios  en el Templo no salvaban definitivamente al hombre, ya que el hombre no podía salvarse a sí mismo y que por tanto se abría a la esperanza de que vendría uno que sí pueda salvarnos y ese tendría que ser Dios mismo. Este sacerdocio,  por tanto, era un nuevo comienzo, el comienzo de un sacerdocio esencialmente humilde.
Juan es el primero en llenarse del Espíritu Santo antes de nacer, en el vientre de su madre (cf. Lc 1, 44). Cuando nació, la misma gente reconocía que ‘la mano del Señor estaba con él’ (Lc 1, 66), hecho que, según decíamos líneas arriba, era evidente ya que sus padres lo concibieron ancianos. Como dice Benedicto XVI:
“Juan está por tanto en la gran estela de los que han nacido de padres estériles gracias a una intervención prodigiosa de Dios, para quien nada es imposible. Puesto que proviene de Dios de un modo particular, pertenece totalmente a Dios y, por otro lado, precisamente por eso está enteramente a disposición de los hombres para conducirlos a Dios”[2]
Y siendo apenas un niño su espíritu se fortalecía y vivió en lugares desérticos (cf. Lc 1, 80). Juan, en consecuencia, es el primero que vuelve ‘al primer amor’, a la relación esponsal entre Dios y su pueblo en el desierto. Fue vuelto a enamorar por Dios en el desierto según lo anunciaban los profetas: “Por eso voy a seducirla; voy a llevarla al desierto y le hablaré al corazón” (Os 2, 16). En el desierto solamente se puede vivir de la gratuidad del amor de Dios. Allí no se puede sacrificar nada, no hay templos, no hay corderos ni becerros que ofrecer, no hay incienso, no hay cestos para colocar dinero (precisamente porque no hay dinero), etc. Allí se experimenta que Dios ama al hombre tal y como él es, sin que se le ofrezca nada para ser querido, sin que se le dé nada para obtener su favor.

Los evangelistas Marcos y Mateo nos cuentan un detalle que sería provechoso meditar y es que: “Tenía Juan su vestido hecho de pelos de camello, con un cinturón de cuero a su cintura, y su comida eran langostas y miel silvestre” (Mt 3,4). El vestido de pieles y el ceñidor de piel eran generalmente el vestido de los profetas (cf. Za 13, 4) y sobretodo de Elías (cf. 2R 1, 8), profeta que se relaciona con Juan directamente puesto que estaba profetizado que antes que llegase el Mesías, Elías volvería. (Cf. Ml 3, 23; Mt 11, 14).
Pero Juan también es prefigura del que había de venir, del vástago del tronco de Jesé que menciona Isaías refiriéndose al Cristo, cuya ‘justicia será el ceñidor de su cintura, verdad el cinturón de sus lomos’. Si Dios al instituir la pascua pide comer el cordero con la cintura ceñida (cf. Ex 12), se puede decir que Juan vivía siempre esperando ‘el paso’ del Señor y podemos imaginar el gozo que debió experimentar cuando lo ‘vio’ en el Jordán acercándose hacia él. Lo que había esperado toda su vida había llegado. Juan es el precursor del Señor en justicia y verdad. Justicia porque ‘ajustó’ su vida a la voluntad de Dios y verdad porque la anunció sin miedo hasta el final, lo que le costó incluso la muerte.
Hay otro detalle más. El trozo de la piel de un animal con sus pelos es lo que se conoce como un ‘vellón’, por lo que quisiera detenerme ahora en estos dos aspectos: primero, que Juan viste con un vellón; y segundo, que este vellón es un vellón de camello. Para tratar de interpretar este detalle tal vez convenga recordar la figura del juez Gedeón. Como todo juez, Gedeón es escogido para ‘salvar’ al pueblo de Israel de la mano de sus enemigos. Pero ante la llamada de Dios Gedeón duda y pide a Dios un signo. Dios le concede ‘la prueba del vellón’ (cf. Jc 6, 36-40). La prueba consistió en que Gedeón dejaría un vellón sobre el suelo y que al amanecer debía quedar mojado por el rocío sólo el vellón y el suelo tenía que permanecer totalmente seco. Dios lo hizo así; el vellón quedó empapado de rocío –tanto que Gedeón, cuando lo exprimió, llenó una jarra- sobre un suelo completamente seco. Luego, Gedeón pidió una última prueba: que quede seco ahora el vellón y que todo el suelo quede empapado de rocío. Y Dios así lo hizo.
San Ireneo de Lyon ha interpretado este pasaje diciendo que el vellón representa al pueblo de Israel, quien como pueblo de la promesa estaba empapado primero del rocío del Espíritu Santo pero que al rechazar al Mesías, luego quedaba seco y a su alrededor quedaba empapado los gentiles, nuevo pueblo de Dios que es la Iglesia. Otros Padres de la Iglesia han visto en el vellón la prefigura de María, sobre la que cae el rocío del Espíritu de Dios que es su Palabra que la fecunda y la hace concebir al Hijo del Altísimo (Cf. Is 55, 10s).
Pero también habría otro detalle. El vellón también es prefigura de Cristo. Cuenta el libro del Génesis que cuando Adán y Eva pecaron y se dieron cuenta de que estaban desnudos se cubrieron con hojas de higuera que simboliza la Ley, la cual, como dice san Pablo, lo único que realiza es hacer que nos demos cuenta que somos impotentes para combatir contra el pecado. Pero Dios hizo para ellos abrigos de ‘piel’, es decir, vellones. Es el primer signo de la gratuidad del amor de Dios, como figura de lo que haría más adelante. Sí, la ley sólo podría cubrir superficialmente, protegía de la intemperie pero o curaba de raíz. Sólo la piel, sólo el vellón del ‘Cordero de Dios’, perdida por completo en su Pasión (Cf. Sal 37,8), podía revestir al hombre de una nueva condición humana (Cf. Ef 4,23s; Rm 12, 12; etc.)
Juan Bautista es el último hombre vestido con un vellón. Es el último vestido con el vellón con que se vistió a Adán –que, según los rabinos, era blanco- como prefigura de los vestidos del Nuevo Adán que se volvieron de un blanco fulgurante en su transfiguración. Pero hay una diferencia entre Adán y el Bautista. En el Génesis no se especifica de qué animal era el vellón con que se vistió a Adán. En el caso de Juan, sí. Era el vellón de un camello. Dicen los santos Padres que el camello es el único animal que ‘se inclina’ naturalmente para ser montado y desmontado por su dueño. Esto es un signo de humildad. Como decíamos inicialmente, Juan es un sacerdote humilde. Es el sacerdote que sí reconoció a Cristo. Todos tenían expectativa en él, de que él fuera el Mesías. Hasta el mismo Jesús era, por decirlo así, discípulo suyo, porque iba ‘detrás’ de él (cf. Jn 1, 15.30), pero Juan reconoce que Jesús existía antes que él por lo que convenía que Jesús crezca y que él disminuya (cf. Jn 3, 30).
Jesús lanza una pregunta sobre el Bautista que es una pregunta muy actual para los jóvenes de hoy: “¿Qué salisteis a ver en el desierto?” (Lc 7, 24) ¿Qué veía la gente en Juan para seguirlo en masas?, ¿un hombre ‘elegantemente vestido’? ¡No!. Los que visten así –dice Jesús- no viven en el desierto sino en los palacios. Los artistas a los que tanto siguen los jóvenes –que visten con ‘jeans’ agujereados, como harapientos- no es que sean sencillos, viven esclavos y sedientos de más dinero, por tanto, su forma de vestir es una mentira más. Pero con Juan se muestra a un joven que en verdad valdría la pena imitar, porque se vestía con la verdad. La gente vio en Juan coherencia, verdad, humildad, radicalidad, libertad, verdadera libertad, y alegría. Juan decía la verdad a la gente, lo cual, en principio, no creo que les haya agradado, pero al fin y al cabo, la verdad, por más que no nos guste siempre hace que nuestro corazón descanse. Juan no era esclavo de sus afectos.
Juan se deleita en la ley del Señor. Come langostas porque no lo prohíbe la Ley (cf. Lv 11, 21s) pero las come con miel porque eso es para él la Ley (cf. Ez 3, 3). Por eso se deleita como el salmista (cf. Sal 1, 2; 118, 1) y así es realmente dichoso, realmente feliz. Reconociendo que la Ley sólo era un medio, vio colmada su esperanza al ‘conocer’ al Mesías. Su alegría se vio colmada al asistir y escuchar la voz del novio (cf. Jn 3, 29). Y al aceptar al Mesías como tal se hizo el más pequeño, incluso ofrendando su propia vida. Juan Bautista murió decapitado no sólo por decir la verdad, sino porque ‘vivía la verdad’. Haciéndose pequeño, ‘disminuyendo’ se convirtió en el ‘más grande entre los nacidos de mujer’ (cf. Lc 7, 28) como dice Jesús de él, pero añadiendo que el más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que Juan; pero, eso ya es otra historia.



[1] Cf. Joseph RATZINGER, Benedicto XVI, “La infancia de Jesús”, (planeta), p29s
[2] Op. Cit. p29