Los jóvenes en el Nuevo Testamento
Juan el Bautista
Si
se pudiera resumir todo la historia del Antiguo Testamento en una sola persona,
esa persona sería Juan Bautista. Si se pudiera resumir todo el Antiguo
Testamento en una sola palabra, ésta sería “convertíos” (“¡Vuelvan!”), no como
un mandato sino como el grito desgarrador de un Dios que ‘padece’ de amor por
sus hijos, un grito del que ya hablaba Jeremías cuando decía de parte de Dios:
“Vuelve, Israel apóstata (traidor),
-oráculo del Señor-; no estará airado mi semblante contra vosotros, porque
piadoso soy ni guardo rencor para siempre” (Jr 3,12)
Si
hay una figura donde en algunos casos se escondan riquezas tal vez no del todo
aprovechadas, creo que es la referida a la persona de Juan Bautista. Pienso que
tal vez a Juan se lo ha desfigurado y malinterpretado en poco o mucho de su
personalidad. Recuerdo algunas películas sobre Jesús, donde siempre se muestra
a Juan como el ‘gritón’ del desierto, una especie de gruñón desadaptado, un
desvariado o loco porque viste de piel y come langostas.
Para
acercarnos al bautista, tendríamos que remontarnos al anuncio de su concepción.
La alegría ha rodeado a Juan desde antes que éste naciera. El evangelista Lucas
afirma que el ángel Gabriel al anunciar el nacimiento de su hijo a Zacarías,
padre de Juan, le dijo que este nacimiento sería para él gozo y alegría y que
muchos se alegrarán de su nacimiento (cf. Lc 1, 14). La primera en alegrarse
fue su madre, Isabel, una anciana estéril. Para una mujer judía la esterilidad
era la vergüenza más grande, la peor de las humillaciones, una maldición de
Dios. Isabel forma parte de las mujeres que experimentaron que un hijo es puro
don de Dios, obra y prodigio de sus manos (cf. Sal 138, 13s). Tanto Isabel como
Zacarías eran los dos de avanzada edad (cf. Lc 1,7) pero para Dios nada es
imposible.
Benedicto XVI nos ha hecho
notar de forma muy interesante que antes que profeta, Juan era por sobretodo un
sacerdote. El sacerdocio hebreo se transmitía por la sangre, por la pertenencia
a la tribu de Leví. En efecto, dice el evangelista Lucas que Zacarías era
sacerdote del grupo de Abías, e Isabel, su madre, era descendiente de Aarón
(Cf. Lc 1, 5). Juan era, por tanto, un sacerdote. Puntualiza Benedicto XVI:
“Al
decir que Juan no beberá vino ni licor (cf. Lc 1, 15), se le introduce también
en la tradición sacerdotal. A los sacerdotes consagrados a Dios se aplica la
norma: ‘cuando hayáis de entrar en la Tienda del Encuentro, no beberás vino ni
bebida que pueda embriagar, ni tú ni tus hijos, no sea que muráis. Es ley
perpetua para todas vuestras generaciones’ (Lv 10, 9). Juan, que se llenará de
Espíritu Santo ya en el vientre materno (cf. Lc 1, 15), vive siempre, por
decirlo así, ‘en la Tienda del Encuentro’, es sacerdote no sólo en determinados
momentos, sino con su existencia entera, anunciando así el nuevo sacerdocio que
aparecerá con Jesús”[1]
Juan
es prefigura, entonces, de un sacerdocio nuevo, el de Cristo, sumo y eterno
sacerdote. El sacerdocio de Juan es como una bisagra que une el antiguo y el
nuevo testamento. Un sacerdocio que comenzaba a ser distinto del acostumbrado hasta
entonces, uno que empezaba a reconocer que los sacrificios en el Templo no salvaban definitivamente al
hombre, ya que el hombre no podía salvarse a sí mismo y que por tanto se abría
a la esperanza de que vendría uno que sí pueda salvarnos y ese tendría que ser
Dios mismo. Este sacerdocio, por tanto,
era un nuevo comienzo, el comienzo de un sacerdocio esencialmente humilde.
Juan
es el primero en llenarse del Espíritu Santo antes de nacer, en el vientre de
su madre (cf. Lc 1, 44). Cuando nació, la misma gente reconocía que ‘la mano del Señor estaba con él’ (Lc 1,
66), hecho que, según decíamos líneas arriba, era evidente ya que sus padres lo
concibieron ancianos. Como dice Benedicto XVI:
“Juan
está por tanto en la gran estela de los que han nacido de padres estériles
gracias a una intervención prodigiosa de Dios, para quien nada es imposible.
Puesto que proviene de Dios de un modo particular, pertenece totalmente a Dios
y, por otro lado, precisamente por eso está enteramente a disposición de los
hombres para conducirlos a Dios”[2]
Y
siendo apenas un niño su espíritu se fortalecía y vivió en lugares desérticos
(cf. Lc 1, 80). Juan, en consecuencia, es el primero que vuelve ‘al primer
amor’, a la relación esponsal entre Dios y su pueblo en el desierto. Fue vuelto
a enamorar por Dios en el desierto según lo anunciaban los profetas: “Por eso voy a seducirla; voy a llevarla al
desierto y le hablaré al corazón” (Os 2, 16). En el desierto solamente se
puede vivir de la gratuidad del amor de Dios. Allí no se puede sacrificar nada,
no hay templos, no hay corderos ni becerros que ofrecer, no hay incienso, no
hay cestos para colocar dinero (precisamente porque no hay dinero), etc. Allí
se experimenta que Dios ama al hombre tal y como él es, sin que se le ofrezca
nada para ser querido, sin que se le dé nada para obtener su favor.
Los
evangelistas Marcos y Mateo nos cuentan un detalle que sería provechoso meditar
y es que: “Tenía Juan su vestido hecho de pelos de camello, con un cinturón de
cuero a su cintura, y su comida eran langostas y miel silvestre” (Mt 3,4). El
vestido de pieles y el ceñidor de piel eran generalmente el vestido de los
profetas (cf. Za 13, 4) y sobretodo de Elías (cf. 2R 1, 8), profeta que se
relaciona con Juan directamente puesto que estaba profetizado que antes que
llegase el Mesías, Elías volvería. (Cf. Ml 3, 23; Mt 11, 14).
Pero
Juan también es prefigura del que había de venir, del vástago del tronco de
Jesé que menciona Isaías refiriéndose al Cristo, cuya ‘justicia será el ceñidor de su cintura, verdad el cinturón de sus
lomos’. Si Dios al instituir la pascua pide comer el cordero con la cintura
ceñida (cf. Ex 12), se puede decir que Juan vivía siempre esperando ‘el paso’
del Señor y podemos imaginar el gozo que debió experimentar cuando lo ‘vio’ en
el Jordán acercándose hacia él. Lo que había esperado toda su vida había
llegado. Juan es el precursor del Señor en justicia y verdad. Justicia porque
‘ajustó’ su vida a la voluntad de Dios y verdad porque la anunció sin miedo
hasta el final, lo que le costó incluso la muerte.
Hay
otro detalle más. El trozo de la piel de un animal con sus pelos es lo que se
conoce como un ‘vellón’, por lo que quisiera detenerme ahora en estos dos
aspectos: primero, que Juan viste con un vellón; y segundo, que este vellón es
un vellón de camello. Para tratar de interpretar este detalle tal vez convenga
recordar la figura del juez Gedeón. Como todo juez, Gedeón es escogido para
‘salvar’ al pueblo de Israel de la mano de sus enemigos. Pero ante la llamada
de Dios Gedeón duda y pide a Dios un signo. Dios le concede ‘la prueba del vellón’ (cf. Jc 6, 36-40).
La prueba consistió en que Gedeón dejaría un vellón sobre el suelo y que al
amanecer debía quedar mojado por el rocío sólo el vellón y el suelo tenía que
permanecer totalmente seco. Dios lo hizo así; el vellón quedó empapado de rocío
–tanto que Gedeón, cuando lo exprimió, llenó una jarra- sobre un suelo
completamente seco. Luego, Gedeón pidió una última prueba: que quede seco ahora
el vellón y que todo el suelo quede empapado de rocío. Y Dios así lo hizo.
San
Ireneo de Lyon ha interpretado este pasaje diciendo que el vellón representa al
pueblo de Israel, quien como pueblo de la promesa estaba empapado primero del
rocío del Espíritu Santo pero que al rechazar al Mesías, luego quedaba seco y a
su alrededor quedaba empapado los gentiles, nuevo pueblo de Dios que es la
Iglesia. Otros Padres de la Iglesia han visto en el vellón la prefigura de
María, sobre la que cae el rocío del Espíritu de Dios que es su Palabra que la
fecunda y la hace concebir al Hijo del Altísimo (Cf. Is 55, 10s).
Pero
también habría otro detalle. El vellón también es prefigura de Cristo. Cuenta
el libro del Génesis que cuando Adán y Eva pecaron y se dieron cuenta de que
estaban desnudos se cubrieron con hojas de higuera que simboliza la Ley, la
cual, como dice san Pablo, lo único que realiza es hacer que nos demos cuenta
que somos impotentes para combatir contra el pecado. Pero Dios hizo para ellos
abrigos de ‘piel’, es decir, vellones. Es el primer signo de la gratuidad del
amor de Dios, como figura de lo que haría más adelante. Sí, la ley sólo podría
cubrir superficialmente, protegía de la intemperie pero o curaba de raíz. Sólo
la piel, sólo el vellón del ‘Cordero de Dios’, perdida por completo en su
Pasión (Cf. Sal 37,8), podía revestir al hombre de una nueva condición humana
(Cf. Ef 4,23s; Rm 12, 12; etc.)
Juan
Bautista es el último hombre vestido con un vellón. Es el último vestido con el
vellón con que se vistió a Adán –que, según los rabinos, era blanco- como
prefigura de los vestidos del Nuevo Adán que se volvieron de un blanco
fulgurante en su transfiguración. Pero hay una diferencia entre Adán y el
Bautista. En el Génesis no se especifica de qué animal era el vellón con que se
vistió a Adán. En el caso de Juan, sí. Era el vellón de un camello. Dicen los
santos Padres que el camello es el único animal que ‘se inclina’ naturalmente
para ser montado y desmontado por su dueño. Esto es un signo de humildad. Como
decíamos inicialmente, Juan es un sacerdote humilde. Es el sacerdote que sí
reconoció a Cristo. Todos tenían expectativa en él, de que él fuera el Mesías.
Hasta el mismo Jesús era, por decirlo así, discípulo suyo, porque iba ‘detrás’
de él (cf. Jn 1, 15.30), pero Juan reconoce que Jesús existía antes que él por
lo que convenía que Jesús crezca y que él disminuya (cf. Jn 3, 30).
Jesús
lanza una pregunta sobre el Bautista que es una pregunta muy actual para los
jóvenes de hoy: “¿Qué salisteis a ver en el desierto?” (Lc 7, 24) ¿Qué veía la
gente en Juan para seguirlo en masas?, ¿un hombre ‘elegantemente vestido’? ¡No!.
Los que visten así –dice Jesús- no viven en el desierto sino en los palacios.
Los artistas a los que tanto siguen los jóvenes –que visten con ‘jeans’
agujereados, como harapientos- no es que sean sencillos, viven esclavos y
sedientos de más dinero, por tanto, su forma de vestir es una mentira más. Pero
con Juan se muestra a un joven que en verdad valdría la pena imitar, porque se
vestía con la verdad. La gente vio en Juan coherencia, verdad, humildad,
radicalidad, libertad, verdadera libertad, y alegría. Juan decía la verdad a la
gente, lo cual, en principio, no creo que les haya agradado, pero al fin y al
cabo, la verdad, por más que no nos guste siempre hace que nuestro corazón
descanse. Juan no era esclavo de sus afectos.
Juan
se deleita en la ley del Señor. Come langostas porque no lo prohíbe la Ley (cf.
Lv 11, 21s) pero las come con miel porque eso es para él la Ley (cf. Ez 3, 3).
Por eso se deleita como el salmista (cf. Sal 1, 2; 118, 1) y así es realmente
dichoso, realmente feliz. Reconociendo que la Ley sólo era un medio, vio
colmada su esperanza al ‘conocer’ al Mesías. Su alegría se vio colmada al
asistir y escuchar la voz del novio (cf. Jn 3, 29). Y al aceptar al Mesías como
tal se hizo el más pequeño, incluso ofrendando su propia vida. Juan Bautista
murió decapitado no sólo por decir la verdad, sino porque ‘vivía la verdad’.
Haciéndose pequeño, ‘disminuyendo’ se convirtió en el ‘más grande entre los
nacidos de mujer’ (cf. Lc 7, 28) como dice Jesús de él, pero añadiendo que el
más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que Juan; pero, eso ya es
otra historia.
GRACIAS AMIGO, MUY BONITO BLOG ACERCA DE JUAN EL BAUTISTA. BENDICIONES MI HERMANO.
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