José
de Nazaret
“Tú estarás al frente
de mi casa, y de lo que tú digas dependerá todo mi pueblo” (Gn 41, 40)
Tal
vez muchos se pregunten por qué san José en una catequesis para jóvenes. Y es
que casi siempre el arte ha representado a José de Nazaret notoriamente mucho
mayor a la virgen María, casi un anciano. Si hubiese sido así, pienso que los
evangelios habrían hecho alguna indicación de esta característica poco usual.
Pero no lo hicieron. Según la costumbre judía, el compromiso de José y María, tuvo
que ser, por tanto, un compromiso más, de lo más normal, entre una doncella de
entre catorce y dieciséis años, y un joven de entre dieciocho y veinticinco.
Esto por supuesto tampoco puede concluirse definitivamente.
Hoy
en día, ya no se ve que un joven de veinticinco años se case. Hoy vemos más
bien a hombres de entre treinta y cinco y cuarenta años que siguen siendo ‘niños’
viviendo con sus padres, profesionales y expertos en su campo técnico, pero
incapaces de asumir compromisos y responsabilidades familiares en relación con
una mujer; vemos ‘hombres’ niñatos movidos por sus apetencias infantiles de
pasarla bien y no sufrir, y que incluso así se creen muy hombres.
La
figura de José de Nazaret se vuelve entonces contrastante y reveladora. Nos
interpela hoy en un mundo movido por la sensualidad y atrapado en la esclavitud
del culto a lo sensible. José nos cambiaría a todos ahora mismo todos los
patrones del pensamiento y del comportamiento, sobre todo del modelo egoísta
del consumismo radical occidental aunque ahora casi global. ¿Qué es ser hombre?
¿Dónde radica la esencia de un varón? ¿Cómo se pondera su virilidad? ¿Cuál es
la diferencia específica de lo masculino? ¿Qué es en definitiva un hombre
bueno?
Llama
la atención que la única característica que se dice en los evangelios de José
es que era un hombre ‘justo’. Tendríamos que detenernos entonces en este
término. La palabra ‘justicia’ en la Escritura no sólo se refiere a la
concepción occidental de lo meramente distributivo, es decir, en el concepto de
dar a cada uno ‘lo suyo’. El pensamiento semita va mucho más allá de esta idea.
Lo más cercano a nuestro léxico sería asemejarlo a la ‘bondad’, que no es
cualquier bondad. Esta es una bondad radical, extrema, inmutable, una bondad
que es imagen y participación de la bondad divina: justicia divina y bondad
divina son, podría decirse, sinónimas. Con un ejemplo, mostraremos que la
justicia divina y la justicia humana pueden llegar a ser incluso contrapuestos.
Entre dos hombres sospechosos acusados de violación y asesinato, se tendría que
ser muy exhaustivos para dar con el verdadero ‘culpable’, ya que no es
cualquier delito que se imputaría a un hombre que en realidad sea inocente.
Aquí, justicia humana es descubrir al culpable para que sobre él caiga todo el
peso de la ley: cárcel, cadena perpetua, e incluso dependiendo del país, la
pena de muerte. Sobre la otra persona recaería la reparación civil por su honra
puesta en tela de juicio.
En
el caso anterior, la justicia divina funciona así: el hombre inocente se echa
la culpa para que el otro quede absuelto y viva. El inocente no tiene culpa, no
ha cometido delito alguno pero da su vida por el asesino. Nosotros nos
preguntaríamos qué juez dictaminaría semejante veredicto. Este juez es Dios.
Sí, todos nosotros somos culpables de robos, mentiras, maledicencias,
fornicaciones, adulterios, abandono de niños, maltrato de mujeres, extorsiones,
secuestros, violaciones, drogadicción, narcotráfico, pedofilia, prostitución,
masturbación, pornografía, trata de blancas, comercio sexual infantil, etc.
Todos matamos al hombre, al prójimo, a uno que es como nosotros. Todos, por
tanto, merecemos la muerte. Pero Dios no nos ha condenado a nosotros sino que
ha dejado que la condena recaiga sobre su propio Hijo, Jesucristo, el único
inocente que ha conocido esta tierra en toda la historia humana y pasó por este
mundo ‘haciendo el bien’ (cf. Hch 10, 38). En este caso, podríamos decir que la
‘justicia divina’ fue la mayor de las ‘injusticias humanas’. De aquí que cuando
leemos ‘justicia divina’ en la Escritura, entenderíamos mejor el sentido si lo
asumimos como ‘bondad divina’.
Volviendo
a la historia de José, decíamos que lo primero que se dice de él es que era
‘justo’ (zaddik). El Papa Benedicto
XVI decía que este término nos ofrece un cuadro completo de san José.[1] El
salmo 1 nos dice del justo que “su gozo está en la ley del Señor” (v2); no es
para él una ley impuesta desde fuera sino que goza al comprenderla y vivirla
desde dentro. A este hombre se le considera ‘dichoso’ así como Jeremías
considera ‘bendito’ a quien “confía en el
Señor y pone en el Señor su confianza” (Jr 17, 7). Mateo conoce bien que
estos términos definen a un hombre justo y presenta a José como tal. En este
sentido, José es un hombre que hunde sus raíces en las aguas vivas de la
Palabra de Dios, que está siempre en diálogo con Dios y por eso da fruto
constantemente. Ahora bien, llega el momento –dice nuestro querido Papa
emérito- de la ‘gran desilusión’ y aquí aparece lo esencial. ¿De qué está
desilusionado José?, ¿está desilusionado de María? El repudio en secreto,
¿significaría que no le creyó, dudó de ella y, por consiguiente, quiso
abandonarla? Casi siempre se ha interpretado la reacción de José en este
sentido, pero convendría profundizar ayudados en la Escritura cuál pudo ser el
sentir de José.
Dice
san Pablo acerca de Jesús: ‘Yo sé bien en quién tengo puesta mi confianza’. San
Pablo dice esto porque había visto a Jesús, había tenido experiencia de él. Los
ojos de Jesús son los ojos de María, ellos reflejaban su alma. José había visto
a María a los ojos, había visto su alma
y sabía muy bien quién era ella, sabía en quién había puesto su fe y por
eso la amaba. Su decisión debía corresponder a un perfecto equilibrio entre la
ley y el amor. José siempre le creyó pero, como era lógico, el actuar de Dios
tuvo que ser realmente inaudito para él, radicalmente insospechado,
incomprensible a la sola inteligencia humana, sin precedentes ni referentes en
la historia. Esto superaría a cualquier hombre. La razón humana no llega a esos
niveles. Él necesitaba su propia revelación personal, no por incredulidad, sino
por naturaleza, ya que algo totalmente nuevo necesita ser revelado. Por lo
pronto, sólo de una cosa estaba convencido: que amaba la Ley porque amaba a
Dios; y amaba a María, por lo que quería salvarle la vida. La crisis de José,
en consecuencia, tenía que ser otra. En aquel tiempo, toda mujer soñaba con ser
la madre del Mesías, y todo hombre con ser su padre. Pero a nadie se le hubiera
ocurrido que el Mesías no sería engendrado por medios humanos, sino que sería
el mismo “Hijo del Altísimo” (cf. Lc
1, 32.35). En este sentido, ¿cuál sería su lugar en la historia?, ¿por qué
permitió Dios que se desposara con María?, ¿queda él ahora fuera de este
proyecto?, ¿podía él vivir con la mujer que amaba, o debía renunciar a ella?,
¿puede un hombre vivir lejos de la persona que más ama en este mundo? La
angustia existencial de José debió ser atroz. José debió sentir el mismo terror
de Adán al no encontrar sobre la faz de la tierra un solo ser semejante a él, a
quien entregarse y con quien realizarse como persona, es decir, amando. Esta
angustia debió ser de muerte. Y entonces llegó el momento.
Dios
vio el sufrimiento de Adán y se compadeció de él diciendo: “No es bueno que el hombre esté solo, voy a
hacerle una ayuda adecuada” (Gn 2, 18). Y como ocurrió con Adán pasó con
José también. Llegó el momento del sopor, el momento del sueño, el momento de
la intervención de Dios, el momento de la alianza personal entre Dios y el
hombre. En sueños, Dios constituyó existencialmente a José como el esposo de
María. Y José volvió a la alegría indescriptible que experimentó Adán, la cual
lo hizo exultar y gritar el primer canto de amor de la “historia”: “Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne
de mi carne” (Gn 2, 23). José acababa de descubrir su vida llena de
sentido: María sí le sería dada, sí podría gastar su vida con ella, entregar su
vida por ella y por su hijo…hasta la muerte.
José
tiene una sensibilidad a lo divino impresionante. Al igual que Jacob, el modo
del sueño le basta para tener la convicción de que es Dios quien le ha hablado
y ha hecho una alianza de amor con él.[2]
Dios
le acaba de confiar nada menos que a su Esposa, la Reina del mundo y Señora de
los ángeles, y a su propio Hijo. Como dice san Bernardino de Siena, para esta
misión Dios tuvo que otorgarle a José todos los carismas.[3]
Un
punto crucial es el de la indicación del ángel: “José, hijo de David, no temas tomar contigo a María, tu mujer, porque
lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y le pondrás
por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 21).
Aquí hay varios elementos en los que quisiera detenerme. El primero es el
‘sobrenombre’, que en realidad es mucho más que eso. A José, el ángel le
recuerda su raíz, su estirpe, el hilo conductor en su historia de salvación. Él
tiene sangre real, es descendiente del más grande rey de la historia de su
pueblo, sobre el que recaen todas las promesas de Dios: “reafirmaré a la descendencia que salga de tus entrañas, y consolidaré
el trono de su realeza […] yo seré para él un padre y él será para mí un hijo
[…] no apartaré de él mi amor […] tu casa y tu reino permanecerán para siempre
ante mí; tu trono estará firme eternamente” (2S 7, 12-16). Y también: “He encontrado en David un servidor […] lo
acompañarán mi lealtad y mi amor […], amor eterno le guardaré, mi alianza con
él será firme, le daré una estirpe perpetua, un trono duradero como el cielo
[…]. Mi alianza no violaré, no me retractaré de lo dicho; por mi santidad juré
una vez que no había de mentir a David. Su estirpe durará siempre, su trono
como el sol ante mí, se mantendrá siempre como la luna, testigo fidedigno en el
cielo” (Sal 88, 21-38)
El
evangelista Mateo nos cuenta al inicio de su evangelio (ver cap. 1), que el
padre de José se llamaba Jacob, por tanto, si sólo se tratara de un sobrenombre
el ángel le hubiese llamado Bar Jacob (José
de Jacob, José hijo de Jacob). Pero no, Mateo nos refiere que el ángel llama a
José “hijo de David”. No es un
sobrenombre, es la memoria de una promesa que quiere actualizarse, una promesa
hecha por Dios mismo, la cual recae ahora sobre él. De su estirpe vendrá el
Mesías, sólo que a esta continuidad de la historia le aparece ahora una
discontinuidad, un punto de quiebre: el niño ya está engendrado y no ha sido por
él. El evangelista Mateo ha plasmado en su ‘genealogía
de Jesús’ perfectamente esta discontinuidad: “…y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la que nació Jesús,
llamado Cristo” (Mt 1, 16). No dice Mateo: “José, engendró de María, a
Jesús” como sí se dice en los casos de Judá, Salmón, Booz y David, en los que
se indica que engendraron de Tamar, Rajab, Rut y Betasabé, respectivamente. En
José, Dios se detiene para actuar Él mismo, para engendrar Él mismo, en
Persona, de María, a su propio Hijo.
Se
entiende, entonces, que el ángel le continúe diciendo a José: “No temas tomar contigo a María tu mujer
porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo”. El papa Benedicto XVI
comenta que al llamarlo “hijo de David”
Dios lo constituye destinatario de su promesa, en la que él debe hacerse
garante de la fidelidad de Dios. Esto verdaderamente -dice este Papa- puede
suscitar temor[4].
Por eso dice el ángel ‘no temas’, y
aquí se entiende que no se le dice ‘no
temas’ porque José dude de María, sino por el miedo a semejante misión que
podría aterrorizar a cualquiera. No se le dice a José que María espera un hijo
del Espíritu Santo porque no lo crea, sino para recordarle que en esta misión,
Dios mismo, en Persona, estará con él. Desde ahora la misión del Hijo de Dios
es su misión, y lo es antes para él. José tiene que experimentar antes que su
propio hijo que las palabras del profeta Isaías se cumplan en él: “Pero el Señor me ayuda, por eso no sentía
los insultos […], cerca está el que me justifica. ¿Quién disputará conmigo? […]
Si el Señor me ayuda ¿quién podrá condenarme?” (Is 50, 7-9)
En
el ‘no temas tomar contigo a María tu
mujer’, Dios está haciendo partícipe a José del misterio inefable de la
encarnación del Verbo. María no le será quitada sino que le será dada como ‘ayuda adecuada’ (cf. Gn 2, 18) en la
gran misión de custodiar, alimentar, proteger, educar al ‘Hijo del hombre’; a
su vez, él también será la ‘ayuda adecuada’ de María. En una palabra, José
tendrá que esculpir la personalidad humana de Jesús de Nazaret, el Hijo de
Dios. María será su mujer en una nueva dimensión, imposible en la fuerza
humana, aunque sobre esto trataremos más adelante.
No
deberá temer porque, si lo engendrado en ella es del Espíritu Santo, significa
que Dios por primera vez en la historia humana habitará personalmente en una
casa, lo que antes era inaudito. Lo que se cuestionaba el rey Salomón: “¿Habitará Dios con los hombres en la
tierra?” (1R 8, 27), ahora está ocurriendo. El eterno ha entrado en el
tiempo. Al que ‘ni los cielos’, ni ‘los cielos de los cielos’ podían contener
(cf. 1R 8, 27), ahora se dejará tocar por él, más aún, se dejará formar por él,
estará sumiso a él y le obedecerá. Dios se pone bajo el cuidado y a disposición
de un hombre; la Palabra creadora se hace sumisa a la criatura.
El
punto culminante en la revelación a José es lo que sigue: “[María] dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús, porque él
salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 21). Nuevamente volvemos al tema
del nombre. La implicancia externa o jurídica es que con este acto José adopta
al niño como hijo suyo. Legalmente Jesús será hijo de José. Pero además hay
otra consecuencia más profunda. Ya este nombre también había sido indicado por
el ángel a María para que se lo pusiera al niño: el nombre Jesús (Jeshua)
quiere decir ‘Yahvé es salvación’ o ‘Yahvé salva’. Lo novedoso con José es
que se indica en qué consistirá esta salvación: ‘él salvará a su pueblo de sus pecados’. No habrá una salvación
política, sino una más radical; la salvación consistirá en la destrucción no de
un mal temporal -como la ocupación romana-, sino de un mal eterno como el
pecado.
En
el acto de poner el nombre hay algo más que un mero formalismo. San Juan Pablo
II en sus catequesis sobre la teología del cuerpo nos decía que cuando Dios
llevó a todos los animales para que éste les pusiera nombre no había en este
acto sólo un mero hecho nominalista, sino que Adán conocía la esencia misma de
todas las criaturas, las conocía desde dentro, conocía aquello que las hacía
ser lo que eran y precisamente por eso las nombraba diciendo cuál era la
naturaleza de cada una de ellas. Adán conocía (antes del pecado original) la
intimidad de toda la naturaleza creada, y esto era porque Dios le había
participado de este conocimiento. Adán perdió esta capacidad por el pecado.
Perdió el discernimiento de lo que era el bien y el mal.
Ahora
José deberá formar en el ‘Nuevo Adán’, que es Jesús, la experiencia más íntima
de lo que es el ser de las cosas, la bondad de cada una de ellas, del ser de Dios,
su misericordia, su providencia, su paternidad, su amor. El profeta Jeremías es
el primero en mostrar a Dios como un padre. Jesús llevará esta experiencia al
extremo, hasta el punto de llamar a Dios ‘Abbá’ (papá), un término usado sólo
en el contexto familiar, sólo para dirigirse al padre de sangre. Jesús le puede
llamar así gracias a su experiencia con José. Si Jesús habla con convicción de
que Dios es un Padre Bueno que sabe dar cosas buenas a sus hijos, es porque lo
ha visto en José. Si Jesús está convencido de que no hay por qué preocuparse
del mañana porque Dios es un Padre providente, es porque viendo a José detener
su trabajo para rezar a Dios siete veces
al día[5],
nunca les faltó nada.
Hay
dos pasajes de la vida de Jesús que dicen mucho de la humildad de José. El
primero es el asombro de sus paisanos al escuchar su predicación: “¿No es éste el hijo del carpintero?”
(Mt 13, 55), se preguntaban estupefactos al escuchar las palabras llenas de
sabiduría que salían de su boca (cf. Lc 4, 22). El apelativo ‘hijo de carpintero’ no debe ser tomado
en sentido despectivo sino objetivo. Todo varón respetable en la cultura hebrea
debía tener dos características: tener conocimiento de la Ley, y además, debía
saber un oficio, ser partícipe del ser-creativo
de Dios estando ejercitado en una actividad manual específica. San Pablo, por
ejemplo, además de ser experto en la Toráh (fariseo educado a los pies de
Gamaliel) era ‘fabricante de tiendas (carpas)’. José era teknón, traducido como carpintero,
pero en realidad esta palabra es referida a toda actividad manual en el campo
de la construcción. Entonces, si tenemos en cuenta otro pasaje bíblico (el de
Jesús niño en medio de los doctores del Templo)[6]
podríamos llegar a una idea de fondo. Cuando el niño Jesús es encontrado luego
de tres días en medio de los doctores de la Ley ‘escuchándoles y haciéndoles preguntas’, sus padres vieron que “todos
los que le oían, estaban estupefactos por su inteligencia y sus respuestas”
(Lc 2, 47). Santo Tomás de Aquino decía que la gracia no destruye la naturaleza
ni la sustituye sino que la eleva. Quien enseñó a Jesús a leer la Toráh y a tener familiaridad con ella
tuvieron que ser sus padres. En este sentido, ellos debieron tener el don de
una sabiduría extraordinaria. Sus padres eran los pobres ‘que todo lo poseen’ (cf. 2Co 6, 10). Cuando a José se le llama
carpintero no es por decirle ignorante o iletrado. Él debió ser, en el sentido
estricto del término, un ‘sabio’, uno que ‘saborea’ ‘la altura y la profundidad’ (cf. Ef 3, 18) de Dios, y que su
intimidad de amor con Él le lleva a conocerle profundamente. Por eso decimos
que esto tiene que ver mucho con la humildad de José, porque pasa tan
desapercibido que ni siquiera menciona una palabra en los evangelios, ni se le
conoce por su elocuencia. Él es simple y llanamente ‘el carpintero’.
Sobre
el tema del matrimonio entre José y María, decíamos que lo que se pedía a José
es algo hasta ese entonces nunca antes visto. Hay profetas a los que se les
pide ser célibes como a Jeremías, o a Juan Bautista. Pero el matrimonio, por
naturaleza, está llamado a la procreación de los hijos. Está inscrito en la
naturaleza humana el ‘henchid la tierra’
y el ‘creced y multiplicaos’ (Gn 1,
28). La bendición del justo es que sus hijos estén ‘como renuevos de olivo alrededor de tu mesa’ y que su esposa sea
como una ‘parra fecunda’ (cf. Sal
127, 3) ¿Qué ha pasado entonces con José y María? ¿Por qué esta ruptura o
contradicción al mandato del Señor? La respuesta está en Jesucristo.
En
el pasaje de la controversia entre Jesús y los saduceos sobre el tema de la
resurrección de los muertos, se le plantea a Jesús el hipotético caso de una
mujer que se casa con 7 hermanos, los cuales uno a uno van muriendo sin tener
hijos, por lo que -según la ley- el hermano menor contiguo tenía que casarse
con la mujer para dar descendencia a su hermano. Finalmente, le dicen a Jesús,
muere el menor de todos, y luego, la mujer. Y la pregunta es: “En la resurrección, pues, ¿de cuál de los
siete será mujer?, porque todos estuvieron casados con ella” (cf. Mt 22,
23-33) Jesús responde que “en la
resurrección, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, sino que serán como
ángeles en el cielo” (Mt 22, 30). Pues bien, aquí se revela la verdad sobre
el sentido del matrimonio. Éste tiene el fin de llevar a la plena consumación a
la humanidad, momento que será en la Parusía
(Día de la segunda venida de Cristo), el día de la ‘resurrección’. Yves
Semen nos resume comentando a Juan Pablo II:
“La
resurrección de los muertos es el final de la historia, ‘la realización
definitiva del género humano, la clausura cuantitativa del círculo de seres que
fueron creados a imagen y semejanza de Dios, a fin de que multiplicándose a
través de la conyugal ‘unidad en el cuerpo’ de hombres y mujeres, sometiesen la
tierra’. Con el final de la historia cesa el crecimiento de la humanidad, que
ha llegado a su acabamiento y, al mismo tiempo, el matrimonio, en cuanto obra
por la que vienen nuevos seres humanos a la vida, ya no tiene razón de ser”.[7]
Y
prosigue este autor:
“La
comunicación de Dios con el hombre en ese nuevo estado de la humanidad que es
la resurrección ‘será tan perfecta que calmará por completo y de una manera
sobreabundante nuestra sed de comunión. Aquello para lo que hemos sido hechos,
a saber: ser seres de comunión, una vocación que el matrimonio nos permite
llevar a cabo aquí abajo, lo viviremos en un grado de total perfección en el
‘entregarse de Dios a cada persona. En consecuencia, ya no habrá allí ni marido
ni mujer, porque la entrega de nosotros mismos a una persona estará
infinitamente por debajo de aquello con lo que Dios mismo nos colmará, lo que
recibe el nombre de ‘visión beatífica’”[8]
Allí
(en el día de la resurrección) la historia humana habrá llegado a su fin, es
decir, el matrimonio ya no tendrá sentido porque comenzará una nueva relación
entre Dios y los hombres (que se salven), que será la relación ‘cara a cara’ o
también conocida como relación de la visión beatífica, el gozoso momento de
ver a Dios tal y como Él es. Ésta será la máxima realización de la felicidad
del hombre. (cf. 1 Co 13, 12). En la pequeña ‘casa de Nazaret’, donde habita
Dios en persona, María y José viven una nueva dimensión del matrimonio: la
dimensión de felicidad consumada, porque en Jesús se les adelantó la ‘contemplación
de rostro de Dios’. Debido a ello cada uno llevó al máximo su ser-comunión con Dios teniendo en común
este amor con el que Dios los llenaba plenamente. Toda relacionalidad de acto conyugal entre ellos, en consecuencia, ya no
tenía razón de ser, ya que su sed de comunión estaba plenamente colmada por
Dios en persona, Jesucristo. El ‘Dios con
nosotros’ (Emmanuel) vivía con ellos, y la pequeña casa de Nazaret era ya
un adelanto de cielo.
“Serán como ángeles” (Mt 22, 30) no
significa tampoco que serán seres ‘des-encarnados’, nada de eso. En el cielo
viviremos en la plenitud de nuestro cuerpo, que en la resurrección será
glorioso, un cuerpo que, como dice san Pablo, será ‘misterio’. Esto es lo
admirable de José y María, sobre todo en José, del cual sabemos que no estuvo
exento de la mancha del pecado original. José tuvo que experimentar los embates
del sufrimiento y las tentaciones, y en esto está lo admirable de su
personalidad. Recordemos que cuando Dios lo llama a llevar esta misión debió
ser un joven de veinte años en promedio, por lo que su figura es una palabra de
Dios interpelante para todos los varones, especialmente para los jóvenes.
Hoy
en día, en una sociedad tan marcada por el erotismo y la sensualidad burda,
donde el objetivo de la vida parecería ser el disfrutar al máximo sin ninguna
responsabilidad, José de Nazaret aparece como una imagen que denuncia, o al
menos, cuestiona. En el tiempo actual, en el que el ‘ser hombre’ está tan
venido a menos, con tantos casos de hogares destruidos por peleas, rencores,
asesinatos, violaciones de padres a hijos e hijastros, aparece José de Nazaret
para decirnos que hay otra forma de actuar, otra forma de vivir, que dentro de
cada hombre todavía queda algo inmenso, una semilla de eternidad, una sed de
grandeza, un punto de bondad, de infinito, que Dios puede hacer que germine y
crezca hasta llegar a niveles insospechados, de tal manera que un hombre pueda
incluso criar a un hijo que no engendró y amarlo tanto o más que cuando fuera
suyo, más que a su propia vida.
Actualmente,
en que vemos que cada vez se hace más común la “familia alargada”, en donde un hombre se topa más frecuentemente
con que tiene que educar a un hijo que no es suyo, a éste le quedan dos
opciones: o vivir maltratando a este niño porque en su egoísmo éste le recuerda
que hubo otro hombre en la vida de su mujer –que es el caso más común de
reacción, al menos por lo que vemos en las noticias-, y si opta por esto
obviamente su vida se volverá un infierno; u opta por otra alternativa, puede
elegir amar. Obviamente que amar a un hijo que no es suyo no está en las
fuerzas humanas, se necesita la ayuda de Dios. Aquí se vería el valor de este
hombre, y José de Nazaret sería la esperanza de que este camino no sólo lo
haría feliz en esta vida, sino que sería recordado, es decir, pasaría a la
historia, como un hombre grande, como un hombre ‘justo’, como un hombre bueno. ‘Nunca el hombre es tan hombre como cuando se arrodilla delante de Dios’.
Y esto fue lo que hizo José; se arrodilló, pidió…y fue escuchado. Igualmente
puede ser escuchado cualquiera.
La
figura de José de Nazaret nos dice que la hombría no está en gritar, engañar,
golpear o violar a una mujer, ni tener cincuenta mujeres a la vez. Ser hombre
es otra cosa. José de Nazaret aceptó ser el esposo que no toca, el padre que no
engendra; y verdaderamente fue esposo… y verdaderamente fue padre, un gran
padre. Porque hay que ser bien hombre para aceptar ser durante toda tu vida una
sombra, la sombra de Dios. Su humildad fue tan grande que en todo el Evangelio
es el único del que no se menciona que haya dicho una sola palabra. Su virtud
no está en hablar sino en escuchar y obedecer. Hizo todo lo que se le dijo que
hiciera. José, como dice Ian Dobraczynski, fue no sólo para Jesús de Nazaret,
sino para todos nosotros, la sombra del
Padre.
Gustavo Arriola Guzmán
Los
Olivos, 28 de agosto de 2015, Memoria de san Agustín, Obispo y Doctor de la
Iglesia
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