viernes, 28 de agosto de 2015

Catequesis para jóvenes y adultos: San José de Nazaret


                                                     José de Nazaret

“Tú estarás al frente de mi casa, y de lo que tú digas dependerá todo mi pueblo” (Gn 41, 40)

Tal vez muchos se pregunten por qué san José en una catequesis para jóvenes. Y es que casi siempre el arte ha representado a José de Nazaret notoriamente mucho mayor a la virgen María, casi un anciano. Si hubiese sido así, pienso que los evangelios habrían hecho alguna indicación de esta característica poco usual. Pero no lo hicieron. Según la costumbre judía, el compromiso de José y María, tuvo que ser, por tanto, un compromiso más, de lo más normal, entre una doncella de entre catorce y dieciséis años, y un joven de entre dieciocho y veinticinco. Esto por supuesto tampoco puede concluirse definitivamente.
Hoy en día, ya no se ve que un joven de veinticinco años se case. Hoy vemos más bien a hombres de entre treinta y cinco y cuarenta años que siguen siendo ‘niños’ viviendo con sus padres, profesionales y expertos en su campo técnico, pero incapaces de asumir compromisos y responsabilidades familiares en relación con una mujer; vemos ‘hombres’ niñatos movidos por sus apetencias infantiles de pasarla bien y no sufrir, y que incluso así se creen muy hombres.
La figura de José de Nazaret se vuelve entonces contrastante y reveladora. Nos interpela hoy en un mundo movido por la sensualidad y atrapado en la esclavitud del culto a lo sensible. José nos cambiaría a todos ahora mismo todos los patrones del pensamiento y del comportamiento, sobre todo del modelo egoísta del consumismo radical occidental aunque ahora casi global. ¿Qué es ser hombre? ¿Dónde radica la esencia de un varón? ¿Cómo se pondera su virilidad? ¿Cuál es la diferencia específica de lo masculino? ¿Qué es en definitiva un hombre bueno?
Llama la atención que la única característica que se dice en los evangelios de José es que era un hombre ‘justo’. Tendríamos que detenernos entonces en este término. La palabra ‘justicia’ en la Escritura no sólo se refiere a la concepción occidental de lo meramente distributivo, es decir, en el concepto de dar a cada uno ‘lo suyo’. El pensamiento semita va mucho más allá de esta idea. Lo más cercano a nuestro léxico sería asemejarlo a la ‘bondad’, que no es cualquier bondad. Esta es una bondad radical, extrema, inmutable, una bondad que es imagen y participación de la bondad divina: justicia divina y bondad divina son, podría decirse, sinónimas. Con un ejemplo, mostraremos que la justicia divina y la justicia humana pueden llegar a ser incluso contrapuestos. Entre dos hombres sospechosos acusados de violación y asesinato, se tendría que ser muy exhaustivos para dar con el verdadero ‘culpable’, ya que no es cualquier delito que se imputaría a un hombre que en realidad sea inocente. Aquí, justicia humana es descubrir al culpable para que sobre él caiga todo el peso de la ley: cárcel, cadena perpetua, e incluso dependiendo del país, la pena de muerte. Sobre la otra persona recaería la reparación civil por su honra puesta en tela de juicio.
En el caso anterior, la justicia divina funciona así: el hombre inocente se echa la culpa para que el otro quede absuelto y viva. El inocente no tiene culpa, no ha cometido delito alguno pero da su vida por el asesino. Nosotros nos preguntaríamos qué juez dictaminaría semejante veredicto. Este juez es Dios. Sí, todos nosotros somos culpables de robos, mentiras, maledicencias, fornicaciones, adulterios, abandono de niños, maltrato de mujeres, extorsiones, secuestros, violaciones, drogadicción, narcotráfico, pedofilia, prostitución, masturbación, pornografía, trata de blancas, comercio sexual infantil, etc. Todos matamos al hombre, al prójimo, a uno que es como nosotros. Todos, por tanto, merecemos la muerte. Pero Dios no nos ha condenado a nosotros sino que ha dejado que la condena recaiga sobre su propio Hijo, Jesucristo, el único inocente que ha conocido esta tierra en toda la historia humana y pasó por este mundo ‘haciendo el bien’ (cf. Hch 10, 38). En este caso, podríamos decir que la ‘justicia divina’ fue la mayor de las ‘injusticias humanas’. De aquí que cuando leemos ‘justicia divina’ en la Escritura, entenderíamos mejor el sentido si lo asumimos como ‘bondad divina’.
Volviendo a la historia de José, decíamos que lo primero que se dice de él es que era ‘justo’ (zaddik). El Papa Benedicto XVI decía que este término nos ofrece un cuadro completo de san José.[1] El salmo 1 nos dice del justo que “su gozo está en la ley del Señor” (v2); no es para él una ley impuesta desde fuera sino que goza al comprenderla y vivirla desde dentro. A este hombre se le considera ‘dichoso’ así como Jeremías considera ‘bendito’ a quien “confía en el Señor y pone en el Señor su confianza” (Jr 17, 7). Mateo conoce bien que estos términos definen a un hombre justo y presenta a José como tal. En este sentido, José es un hombre que hunde sus raíces en las aguas vivas de la Palabra de Dios, que está siempre en diálogo con Dios y por eso da fruto constantemente. Ahora bien, llega el momento –dice nuestro querido Papa emérito- de la ‘gran desilusión’ y aquí aparece lo esencial. ¿De qué está desilusionado José?, ¿está desilusionado de María? El repudio en secreto, ¿significaría que no le creyó, dudó de ella y, por consiguiente, quiso abandonarla? Casi siempre se ha interpretado la reacción de José en este sentido, pero convendría profundizar ayudados en la Escritura cuál pudo ser el sentir de José.
Dice san Pablo acerca de Jesús: ‘Yo sé bien en quién tengo puesta mi confianza’. San Pablo dice esto porque había visto a Jesús, había tenido experiencia de él. Los ojos de Jesús son los ojos de María, ellos reflejaban su alma. José había visto a María a los ojos, había visto su alma  y sabía muy bien quién era ella, sabía en quién había puesto su fe y por eso la amaba. Su decisión debía corresponder a un perfecto equilibrio entre la ley y el amor. José siempre le creyó pero, como era lógico, el actuar de Dios tuvo que ser realmente inaudito para él, radicalmente insospechado, incomprensible a la sola inteligencia humana, sin precedentes ni referentes en la historia. Esto superaría a cualquier hombre. La razón humana no llega a esos niveles. Él necesitaba su propia revelación personal, no por incredulidad, sino por naturaleza, ya que algo totalmente nuevo necesita ser revelado. Por lo pronto, sólo de una cosa estaba convencido: que amaba la Ley porque amaba a Dios; y amaba a María, por lo que quería salvarle la vida. La crisis de José, en consecuencia, tenía que ser otra. En aquel tiempo, toda mujer soñaba con ser la madre del Mesías, y todo hombre con ser su padre. Pero a nadie se le hubiera ocurrido que el Mesías no sería engendrado por medios humanos, sino que sería el mismo “Hijo del Altísimo” (cf. Lc 1, 32.35). En este sentido, ¿cuál sería su lugar en la historia?, ¿por qué permitió Dios que se desposara con María?, ¿queda él ahora fuera de este proyecto?, ¿podía él vivir con la mujer que amaba, o debía renunciar a ella?, ¿puede un hombre vivir lejos de la persona que más ama en este mundo? La angustia existencial de José debió ser atroz. José debió sentir el mismo terror de Adán al no encontrar sobre la faz de la tierra un solo ser semejante a él, a quien entregarse y con quien realizarse como persona, es decir, amando. Esta angustia debió ser de muerte. Y entonces llegó el momento.
Dios vio el sufrimiento de Adán y se compadeció de él diciendo: “No es bueno que el hombre esté solo, voy a hacerle una ayuda adecuada” (Gn 2, 18). Y como ocurrió con Adán pasó con José también. Llegó el momento del sopor, el momento del sueño, el momento de la intervención de Dios, el momento de la alianza personal entre Dios y el hombre. En sueños, Dios constituyó existencialmente a José como el esposo de María. Y José volvió a la alegría indescriptible que experimentó Adán, la cual lo hizo exultar y gritar el primer canto de amor de la “historia”: “Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne” (Gn 2, 23). José acababa de descubrir su vida llena de sentido: María sí le sería dada, sí podría gastar su vida con ella, entregar su vida por ella y por su hijo…hasta la muerte.
José tiene una sensibilidad a lo divino impresionante. Al igual que Jacob, el modo del sueño le basta para tener la convicción de que es Dios quien le ha hablado y ha hecho una alianza de amor con él.[2]
Dios le acaba de confiar nada menos que a su Esposa, la Reina del mundo y Señora de los ángeles, y a su propio Hijo. Como dice san Bernardino de Siena, para esta misión Dios tuvo que otorgarle a José todos los carismas.[3]
Un punto crucial es el de la indicación del ángel: “José, hijo de David, no temas tomar contigo a María, tu mujer, porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 21). Aquí hay varios elementos en los que quisiera detenerme. El primero es el ‘sobrenombre’, que en realidad es mucho más que eso. A José, el ángel le recuerda su raíz, su estirpe, el hilo conductor en su historia de salvación. Él tiene sangre real, es descendiente del más grande rey de la historia de su pueblo, sobre el que recaen todas las promesas de Dios: “reafirmaré a la descendencia que salga de tus entrañas, y consolidaré el trono de su realeza […] yo seré para él un padre y él será para mí un hijo […] no apartaré de él mi amor […] tu casa y tu reino permanecerán para siempre ante mí; tu trono estará firme eternamente” (2S 7, 12-16). Y también: “He encontrado en David un servidor […] lo acompañarán mi lealtad y mi amor […], amor eterno le guardaré, mi alianza con él será firme, le daré una estirpe perpetua, un trono duradero como el cielo […]. Mi alianza no violaré, no me retractaré de lo dicho; por mi santidad juré una vez que no había de mentir a David. Su estirpe durará siempre, su trono como el sol ante mí, se mantendrá siempre como la luna, testigo fidedigno en el cielo” (Sal 88, 21-38)
El evangelista Mateo nos cuenta al inicio de su evangelio (ver cap. 1), que el padre de José se llamaba Jacob, por tanto, si sólo se tratara de un sobrenombre el ángel le hubiese llamado Bar Jacob (José de Jacob, José hijo de Jacob). Pero no, Mateo nos refiere que el ángel llama a José “hijo de David”. No es un sobrenombre, es la memoria de una promesa que quiere actualizarse, una promesa hecha por Dios mismo, la cual recae ahora sobre él. De su estirpe vendrá el Mesías, sólo que a esta continuidad de la historia le aparece ahora una discontinuidad, un punto de quiebre: el niño ya está engendrado y no ha sido por él. El evangelista Mateo ha plasmado en su ‘genealogía de Jesús’ perfectamente esta discontinuidad: “…y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la que nació Jesús, llamado Cristo” (Mt 1, 16). No dice Mateo: “José, engendró de María, a Jesús” como sí se dice en los casos de Judá, Salmón, Booz y David, en los que se indica que engendraron de Tamar, Rajab, Rut y Betasabé, respectivamente. En José, Dios se detiene para actuar Él mismo, para engendrar Él mismo, en Persona, de María, a su propio Hijo.
Se entiende, entonces, que el ángel le continúe diciendo a José: “No temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo”. El papa Benedicto XVI comenta que al llamarlo “hijo de David” Dios lo constituye destinatario de su promesa, en la que él debe hacerse garante de la fidelidad de Dios. Esto verdaderamente -dice este Papa- puede suscitar temor[4]. Por eso dice el ángel ‘no temas’, y aquí se entiende  que no se le dice ‘no temas’ porque José dude de María, sino por el miedo a semejante misión que podría aterrorizar a cualquiera. No se le dice a José que María espera un hijo del Espíritu Santo porque no lo crea, sino para recordarle que en esta misión, Dios mismo, en Persona, estará con él. Desde ahora la misión del Hijo de Dios es su misión, y lo es antes para él. José tiene que experimentar antes que su propio hijo que las palabras del profeta Isaías se cumplan en él: “Pero el Señor me ayuda, por eso no sentía los insultos […], cerca está el que me justifica. ¿Quién disputará conmigo? […] Si el Señor me ayuda ¿quién podrá condenarme?” (Is 50, 7-9)
En el ‘no temas tomar contigo a María tu mujer’, Dios está haciendo partícipe a José del misterio inefable de la encarnación del Verbo. María no le será quitada sino que le será dada como ‘ayuda adecuada’ (cf. Gn 2, 18) en la gran misión de custodiar, alimentar, proteger, educar al ‘Hijo del hombre’; a su vez, él también será la ‘ayuda adecuada’ de María. En una palabra, José tendrá que esculpir la personalidad humana de Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios. María será su mujer en una nueva dimensión, imposible en la fuerza humana, aunque sobre esto trataremos más adelante.
No deberá temer porque, si lo engendrado en ella es del Espíritu Santo, significa que Dios por primera vez en la historia humana habitará personalmente en una casa, lo que antes era inaudito. Lo que se cuestionaba el rey Salomón: “¿Habitará Dios con los hombres en la tierra?” (1R 8, 27), ahora está ocurriendo. El eterno ha entrado en el tiempo. Al que ‘ni los cielos’, ni ‘los cielos de los cielos’ podían contener (cf. 1R 8, 27), ahora se dejará tocar por él, más aún, se dejará formar por él, estará sumiso a él y le obedecerá. Dios se pone bajo el cuidado y a disposición de un hombre; la Palabra creadora se hace sumisa a la criatura.
El punto culminante en la revelación a José es lo que sigue: “[María] dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 21). Nuevamente volvemos al tema del nombre. La implicancia externa o jurídica es que con este acto José adopta al niño como hijo suyo. Legalmente Jesús será hijo de José. Pero además hay otra consecuencia más profunda. Ya este nombre también había sido indicado por el ángel a María para que se lo pusiera al niño: el nombre Jesús (Jeshua) quiere decir ‘Yahvé es salvación’ o ‘Yahvé salva’. Lo novedoso con José es que se indica en qué consistirá esta salvación: ‘él salvará a su pueblo de sus pecados’. No habrá una salvación política, sino una más radical; la salvación consistirá en la destrucción no de un mal temporal -como la ocupación romana-, sino de un mal eterno como el pecado.
En el acto de poner el nombre hay algo más que un mero formalismo. San Juan Pablo II en sus catequesis sobre la teología del cuerpo nos decía que cuando Dios llevó a todos los animales para que éste les pusiera nombre no había en este acto sólo un mero hecho nominalista, sino que Adán conocía la esencia misma de todas las criaturas, las conocía desde dentro, conocía aquello que las hacía ser lo que eran y precisamente por eso las nombraba diciendo cuál era la naturaleza de cada una de ellas. Adán conocía (antes del pecado original) la intimidad de toda la naturaleza creada, y esto era porque Dios le había participado de este conocimiento. Adán perdió esta capacidad por el pecado. Perdió el discernimiento de lo que era el bien y el mal.
Ahora José deberá formar en el ‘Nuevo Adán’, que es Jesús, la experiencia más íntima de lo que es el ser de las cosas, la bondad de cada una de ellas, del ser de Dios, su misericordia, su providencia, su paternidad, su amor. El profeta Jeremías es el primero en mostrar a Dios como un padre. Jesús llevará esta experiencia al extremo, hasta el punto de llamar a Dios ‘Abbá’ (papá), un término usado sólo en el contexto familiar, sólo para dirigirse al padre de sangre. Jesús le puede llamar así gracias a su experiencia con José. Si Jesús habla con convicción de que Dios es un Padre Bueno que sabe dar cosas buenas a sus hijos, es porque lo ha visto en José. Si Jesús está convencido de que no hay por qué preocuparse del mañana porque Dios es un Padre providente, es porque viendo a José detener su trabajo para rezar a Dios siete veces al día[5], nunca les faltó nada.
Hay dos pasajes de la vida de Jesús que dicen mucho de la humildad de José. El primero es el asombro de sus paisanos al escuchar su predicación: “¿No es éste el hijo del carpintero?” (Mt 13, 55), se preguntaban estupefactos al escuchar las palabras llenas de sabiduría que salían de su boca (cf. Lc 4, 22). El apelativo ‘hijo de carpintero’ no debe ser tomado en sentido despectivo sino objetivo. Todo varón respetable en la cultura hebrea debía tener dos características: tener conocimiento de la Ley, y además, debía saber un oficio, ser partícipe del ser-creativo de Dios estando ejercitado en una actividad manual específica. San Pablo, por ejemplo, además de ser experto en la Toráh (fariseo educado a los pies de Gamaliel) era ‘fabricante de tiendas (carpas)’. José era teknón, traducido como carpintero, pero en realidad esta palabra es referida a toda actividad manual en el campo de la construcción. Entonces, si tenemos en cuenta otro pasaje bíblico (el de Jesús niño en medio de los doctores del Templo)[6] podríamos llegar a una idea de fondo. Cuando el niño Jesús es encontrado luego de tres días en medio de los doctores de la Ley ‘escuchándoles y haciéndoles preguntas’, sus padres vieron que  “todos los que le oían, estaban estupefactos por su inteligencia y sus respuestas” (Lc 2, 47). Santo Tomás de Aquino decía que la gracia no destruye la naturaleza ni la sustituye sino que la eleva. Quien enseñó a Jesús a leer la Toráh y a tener familiaridad con ella tuvieron que ser sus padres. En este sentido, ellos debieron tener el don de una sabiduría extraordinaria. Sus padres eran los pobres ‘que todo lo poseen’ (cf. 2Co 6, 10). Cuando a José se le llama carpintero no es por decirle ignorante o iletrado. Él debió ser, en el sentido estricto del término, un ‘sabio’, uno que ‘saborea’ ‘la altura y la profundidad’ (cf. Ef 3, 18) de Dios, y que su intimidad de amor con Él le lleva a conocerle profundamente. Por eso decimos que esto tiene que ver mucho con la humildad de José, porque pasa tan desapercibido que ni siquiera menciona una palabra en los evangelios, ni se le conoce por su elocuencia. Él es simple y llanamente ‘el carpintero’.

Sobre el tema del matrimonio entre José y María, decíamos que lo que se pedía a José es algo hasta ese entonces nunca antes visto. Hay profetas a los que se les pide ser célibes como a Jeremías, o a Juan Bautista. Pero el matrimonio, por naturaleza, está llamado a la procreación de los hijos. Está inscrito en la naturaleza humana el ‘henchid la tierra’ y el ‘creced y multiplicaos’ (Gn 1, 28). La bendición del justo es que sus hijos estén ‘como renuevos de olivo alrededor de tu mesa’ y que su esposa sea como una ‘parra fecunda’ (cf. Sal 127, 3) ¿Qué ha pasado entonces con José y María? ¿Por qué esta ruptura o contradicción al mandato del Señor? La respuesta está en Jesucristo.
En el pasaje de la controversia entre Jesús y los saduceos sobre el tema de la resurrección de los muertos, se le plantea a Jesús el hipotético caso de una mujer que se casa con 7 hermanos, los cuales uno a uno van muriendo sin tener hijos, por lo que -según la ley- el hermano menor contiguo tenía que casarse con la mujer para dar descendencia a su hermano. Finalmente, le dicen a Jesús, muere el menor de todos, y luego, la mujer. Y la pregunta es: “En la resurrección, pues, ¿de cuál de los siete será mujer?, porque todos estuvieron casados con ella” (cf. Mt 22, 23-33) Jesús responde que “en la resurrección, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, sino que serán como ángeles en el cielo” (Mt 22, 30). Pues bien, aquí se revela la verdad sobre el sentido del matrimonio. Éste tiene el fin de llevar a la plena consumación a la humanidad, momento que será en la Parusía (Día de la segunda venida de Cristo), el día de la ‘resurrección’. Yves Semen nos resume comentando a Juan Pablo II:
“La resurrección de los muertos es el final de la historia, ‘la realización definitiva del género humano, la clausura cuantitativa del círculo de seres que fueron creados a imagen y semejanza de Dios, a fin de que multiplicándose a través de la conyugal ‘unidad en el cuerpo’ de hombres y mujeres, sometiesen la tierra’. Con el final de la historia cesa el crecimiento de la humanidad, que ha llegado a su acabamiento y, al mismo tiempo, el matrimonio, en cuanto obra por la que vienen nuevos seres humanos a la vida, ya no tiene razón de ser”.[7]
Y prosigue este autor:
“La comunicación de Dios con el hombre en ese nuevo estado de la humanidad que es la resurrección ‘será tan perfecta que calmará por completo y de una manera sobreabundante nuestra sed de comunión. Aquello para lo que hemos sido hechos, a saber: ser seres de comunión, una vocación que el matrimonio nos permite llevar a cabo aquí abajo, lo viviremos en un grado de total perfección en el ‘entregarse de Dios a cada persona. En consecuencia, ya no habrá allí ni marido ni mujer, porque la entrega de nosotros mismos a una persona estará infinitamente por debajo de aquello con lo que Dios mismo nos colmará, lo que recibe el nombre de ‘visión beatífica’”[8]
Allí (en el día de la resurrección) la historia humana habrá llegado a su fin, es decir, el matrimonio ya no tendrá sentido porque comenzará una nueva relación entre Dios y los hombres (que se salven), que será la relación ‘cara a cara’ o también conocida como  relación de la visión beatífica, el gozoso momento de ver a Dios tal y como Él es. Ésta será la máxima realización de la felicidad del hombre. (cf. 1 Co 13, 12). En la pequeña ‘casa de Nazaret’, donde habita Dios en persona, María y José viven una nueva dimensión del matrimonio: la dimensión de felicidad consumada, porque en Jesús se les adelantó la ‘contemplación de rostro de Dios’. Debido a ello cada uno llevó al máximo su ser-comunión con Dios teniendo en común este amor con el que Dios los llenaba plenamente. Toda relacionalidad de acto conyugal entre ellos, en consecuencia, ya no tenía razón de ser, ya que su sed de comunión estaba plenamente colmada por Dios en persona, Jesucristo. El ‘Dios con nosotros’ (Emmanuel) vivía con ellos, y la pequeña casa de Nazaret era ya un adelanto de cielo.
Serán como ángeles” (Mt 22, 30) no significa tampoco que serán seres ‘des-encarnados’, nada de eso. En el cielo viviremos en la plenitud de nuestro cuerpo, que en la resurrección será glorioso, un cuerpo que, como dice san Pablo, será ‘misterio’. Esto es lo admirable de José y María, sobre todo en José, del cual sabemos que no estuvo exento de la mancha del pecado original. José tuvo que experimentar los embates del sufrimiento y las tentaciones, y en esto está lo admirable de su personalidad. Recordemos que cuando Dios lo llama a llevar esta misión debió ser un joven de veinte años en promedio, por lo que su figura es una palabra de Dios interpelante para todos los varones, especialmente para los jóvenes.
Hoy en día, en una sociedad tan marcada por el erotismo y la sensualidad burda, donde el objetivo de la vida parecería ser el disfrutar al máximo sin ninguna responsabilidad, José de Nazaret aparece como una imagen que denuncia, o al menos, cuestiona. En el tiempo actual, en el que el ‘ser hombre’ está tan venido a menos, con tantos casos de hogares destruidos por peleas, rencores, asesinatos, violaciones de padres a hijos e hijastros, aparece José de Nazaret para decirnos que hay otra forma de actuar, otra forma de vivir, que dentro de cada hombre todavía queda algo inmenso, una semilla de eternidad, una sed de grandeza, un punto de bondad, de infinito, que Dios puede hacer que germine y crezca hasta llegar a niveles insospechados, de tal manera que un hombre pueda incluso criar a un hijo que no engendró y amarlo tanto o más que cuando fuera suyo, más que a su propia vida.
Actualmente, en que vemos que cada vez se hace más común la “familia alargada”, en donde un hombre se topa más frecuentemente con que tiene que educar a un hijo que no es suyo, a éste le quedan dos opciones: o vivir maltratando a este niño porque en su egoísmo éste le recuerda que hubo otro hombre en la vida de su mujer –que es el caso más común de reacción, al menos por lo que vemos en las noticias-, y si opta por esto obviamente su vida se volverá un infierno; u opta por otra alternativa, puede elegir amar. Obviamente que amar a un hijo que no es suyo no está en las fuerzas humanas, se necesita la ayuda de Dios. Aquí se vería el valor de este hombre, y José de Nazaret sería la esperanza de que este camino no sólo lo haría feliz en esta vida, sino que sería recordado, es decir, pasaría a la historia, como un hombre grande, como un hombre ‘justo’, como un hombre bueno. ‘Nunca el hombre es tan hombre como cuando se arrodilla delante de Dios’. Y esto fue lo que hizo José; se arrodilló, pidió…y fue escuchado. Igualmente puede ser escuchado cualquiera.
La figura de José de Nazaret nos dice que la hombría no está en gritar, engañar, golpear o violar a una mujer, ni tener cincuenta mujeres a la vez. Ser hombre es otra cosa. José de Nazaret aceptó ser el esposo que no toca, el padre que no engendra; y verdaderamente fue esposo… y verdaderamente fue padre, un gran padre. Porque hay que ser bien hombre para aceptar ser durante toda tu vida una sombra, la sombra de Dios. Su humildad fue tan grande que en todo el Evangelio es el único del que no se menciona que haya dicho una sola palabra. Su virtud no está en hablar sino en escuchar y obedecer. Hizo todo lo que se le dijo que hiciera. José, como dice Ian Dobraczynski, fue no sólo para Jesús de Nazaret, sino para todos nosotros, la sombra del Padre.

Gustavo Arriola Guzmán
Los Olivos, 28 de agosto de 2015, Memoria de san Agustín, Obispo y Doctor de la Iglesia




[1] JOSEPH RATZINGER, “La infancia de Jesús”, p45
[2] cf. Gn 28, 10-12
[3] Sermón 2, opera 7, 16.27-30, citado por LLHH (DDB), tomo II, p1603
[4] Cf. Op. cit. p48
[5] Cf. Sal 119,164

[6] Cf. Lc 2, 41-51
[7] Cf. Yves Semen, op.cit., p142; Juan Pablo II, Audiencia General, 02/12/1981, §4
[8] Idem

miércoles, 3 de diciembre de 2014

Mensaje de Adviento 2014

MENSAJE DE ADVIENTO 2014
(Basado en las lecturas del I Domingo de Adviento)

Queridos hermanos:

La paz

Las palabras que hoy escuchamos están llenas de significado. Isaías proclama una verdad profunda, tal vez la palabra más verdadera de la Biblia: “Tú, Señor, eres nuestro Padre” (63,16). En este mundo actual, donde el hombre vive huérfano, y vaga sin sentido por el mundo, hoy se nos dice esta verdad: no somos huérfanos, no estamos solos, tenemos un Padre. Y no sólo eso, este Padre nos ama, es nuestro redentor (go’el).

En la Escritura, el go’el (Lit. “Vengador de sangre”), se encargaba de hacer justicia al familiar que había sido vejado por alguien. Nosotros tenemos un redentor, un vengador que destruirá al que nos viene vejando constantemente, día a día, es decir, al diablo. Isaías al ser consciente de nuestra realidad de impureza radical, de nuestra incapacidad de hacer el bien, de amar, al ser consciente de la perversidad en la que estamos sumidos todos, exclama con potente voz: “¡Ah! Si rasgases los cielos y bajases” (63,19) luego de decir: “Estamos igual que antaño, como cuando no nos gobernabas” (Ibid).

Hoy, estas palabras se nos vuelven más dramáticas, porque ya hace más de dos mil años que, lo que pedía Isaías desde lo más profundo de su corazón, ha ocurrido ya. Los cielos se rasgaron y descendió su Palabra hecha hombre. Dios entró en el mundo como uno de nosotros; y desde allí, el mundo nunca más podrá ser el mismo. No es el mismo de ningún modo y no será lo mismo jamás. Esto es lo que celebraremos como ‘memorial’ dentro de cuatro semanas. Este hecho no ha pasado, se actualiza y esto es muy importante para el hombre de hoy, que sigue viviendo: “igual que antaño” (Is 63, 19), que vive de espaldas a Dios, que vive ‘sin Dios y sin esperanza’ (Cf. Ef 2, 12), gobernado no por Dios sino por el Príncipe de este mundo, el diablo.

Pero ante esto, las palabras del apóstol san Pablo nos devuelven la esperanza: “Él os mantendrá firmes hasta el final” (1Co 1, 8), es decir, la obra buena que Él comenzó con nosotros llamándonos a su Iglesia, Él mismo la llevará a término, si queremos, ‘pues fiel es Dios por quien habéis sido llamados a la comunión con su Hijo Jesucristo, Señor nuestro’ (1Co 1, 9). No ha sido vana su primera venida. Y desde allí, el Señor viene hoy para todo aquel que lo espere, para todo aquel que necesite un salvador.

“Estad atentos y vigilad, porque ignoráis cuándo será el momento” (Mc 13, 33). Esta espera vigilante, que Jesús compara a una velada nocturna en expectación de la llegada de un amo, es a lo que se refiere san Pablo cuando dice: “Despierta tú que duermes, y levántate de entre los muertos, y te iluminará Cristo” (Ef 5, 14), o mejor, “Tened en cuenta el momento en que vivís. Porque es hora de levantaros del sueño; que la salvación está más cerca de nosotros que cuando abrazamos la fe” (Rm 13, 11). ¿A qué se refiere Pablo en esta palabra cuando habla de ‘sueño’?, ¿cuál es este ‘momento en que vivís’? San Pablo se refiere a la idea –por demás ilusoria- del sueño de muerte que significa vivir sin Dios y pretender así subestimar las secuelas del pecado original, que nos sumergen en un egoísmo esclavizante, se refiere a pretender que se puede escapar a los efectos de la muerte que produce el pecado negando la existencia de Dios, y así vivir una vida sin rumbo, sin moral, sin horizonte, al final, sin esperanza. Ante esta ilusión absurda y suicida, Pablo prosigue: “Despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz” (Rm 13, 12) porque “no somos de la noche ni de las tinieblas” (1Ts 5, 5) sino que “somos del día […], Dios no nos ha destinado para la ira, sino para obtener la salvación por nuestro Señor Jesucristo” (1Ts 5, 12)

Quien acepte este anuncio en este tiempo de Adviento no debe temer, sino estar alegre, porque se acerca su liberación (cf. Lc 21, 28; 1Ts 5, 16). Quien acepte este anuncio obtendrá gratuitamente el don de la esperanza, que no falla (cf. Rm 5, 5); y, por tanto, entrará en la alegría y el gozo de saberse amado, y salvado: “Estad siempre alegre en el Señor; os lo repito, estad alegres” (Flp 4,4)

Que la Virgen María, ‘Estrella de la esperanza’, nos guíe hacia este encuentro en Belén con el rostro de Dios y nos ayude a creer que es verdad que ‘El Señor está cerca’ (Flp 4, 5) y nos salvará.



Gustavo Arriola

martes, 26 de agosto de 2014

¿Puede la ciencia negar la existencia de Dios?

Sobre el método de las ciencias y sus condiciones de aplicabilidad

I.                   Introducción

La ciencia no sólo es importante para el hombre por sus muchos descubrimientos, sino también por sus métodos y modos específicos de pensamiento. En este trabajo nos dedicaremos a caracterizar las ciencias experimentales y a analizar su método, veremos algunos de los muchos métodos que se pueden utilizar dentro de la ciencia matemático-experimental para luego realizar una crítica racional respecto a sus límites y alcances.
Las ciencias naturales  - cuyo objeto propio es la naturaleza – son llamadas ciencias experimentales porque para comprobar la validez de sus hipótesis, recurren al empleo sistemático de la experimentación, es decir emplean el método experimental. Pero la experimentación se apoya en teorías: necesitamos teorías para planear los experimentos, para diseñar y construir los aparatos y para interpretar sus resultados.
A veces estas ciencias son denominadas ciencias positivas, término que será preferible no usar porque conduce a una imagen falsa de la ciencia. Este término proviene de la terminología positivista, según la cual la ciencia debería limitarse a establecer relaciones entre datos observables; sin embargo, esta exigencia es imposible de cumplir, porque no existen “datos” puros independientes de toda teoría.[1]


            Características específicas de las ciencias experimentales

En su conjunto, la ciencia experimental se caracteriza por la combinación de dos objetivos, que forman como un único objetivo con un doble aspecto: el conocimiento de la naturaleza, por una parte, y su dominio controlado, por la otra. Se trata de una combinación muy peculiar, que no fue desarrollada sistemáticamente hasta el siglo XVII. La combinación de esos dos objetivos en uno solo es fuente de muchos equívocos que todavía existen en la actualidad acerca del valor de la ciencia experimental y, en consecuencia, acerca del valor de las ciencias humanas y del conocimiento humano en general. Por eso tiene enorme importancia comprender el significado de esa combinación de objetivos teóricos y prácticos.


            El conocimiento científico

Podemos resumir las características del conocimiento científico en tres cualidades: el conocimiento científico es general, social y legal. Lo fundamental para que un conocimiento pueda llamarse científico, es que tal conocimiento sea comunicado. El conocimiento no comunicado de hecho, aunque en principio sea comunicable, no integra el sistema científico al que por su naturaleza está destinado. La diferencia entre el conocimiento vulgar y el científico es que el primero se aprende naturalmente y el científico se obtiene mediante el estudio y la investigación.
El conocimiento científico, pues, se representa en conglomerados de proposiciones agrupadas en torno de hipótesis, de leyes o de conjuntos de leyes que buscan comprender ciertos sectores del universo. El modo en que estas proposiciones se fundan unas en otras constituye su unidad lógica; el hecho de referirse a un mismo sector del universo constituye su unidad temática. Una ciencia es, pues, una agrupación de conocimientos científicos organizados entre sí sistemáticamente.
La actividad del hombre de ciencia consiste, en términos genéricos, en recopilar datos, elaborarlos, extraer de ellos conclusiones, confrontar estas conclusiones con otros datos y con el resultado de otras investigaciones, ordenar todas las conclusiones de un modo sistemático y exponerlas con precisión.
Las ciencias fácticas tienen como fuente principal la experiencia y las ciencias formales tienen como fuente básica el razonamiento


            Método y metodología

El método (del griego métodos: metá, a lo largo, y hodós, camino: “ir a lo largo del (buen) camino”) es la “forma y manera de proceder en cualquier dominio, de ordenar la actividad y ordenarla a un fin”.[2]
Según M. Bunge, un método es un procedimiento para tratar un conjunto de problemas. Este procedimiento es “regular, explícito y repetible para lograr algo ya sea material o conceptual”.[3]
Descartes afirma que el método sirve “para dirigir la razón y buscar la verdad en las ciencias.”. Sócrates, en la Mayéutica, muestra la unidad entre filosofía y método. G. Gadamer titula su obra Verdad y Método. Para Bacon, el método es el inductivo: conjunto de reglas para observar fenómenos e inferir conclusiones de esas observaciones. Galileo, padre de la ciencia natural moderna, propone hipótesis y las somete a prueba experimental.
La metodología es un estudio de los diferentes procedimientos de prueba, de técnica, de estrategia y de investigación utilizados en las ciencias de cara a la investigación de lo que denominamos realidad.
Para cada orden de cosas puede haber una metodología diferente. Hay metodologías que se refieren a la técnica física y otras que se ocupan de las acciones del espíritu: métodos de pensamiento o normas del recto pensar. Hay hoy en día un cierto pluralismo de métodos aunque existen reglas (que evitan la arbitrariedad), las cuales no vienen de teorías abstractas de racionalidad sino del proceso mismo de investigación.
Sin pensamiento metódico no es posible ni la ciencia ni la filosofía. El método no suple el talento y a la creatividad, sino que les ayuda. El talento y la creatividad pueden incluso crear nuevos métodos.


II.                El método científico y algunos métodos de la ciencia

            El método científico

El método científico sirve para adquirir o comprobar los conocimientos de la ciencia. Es un procedimiento que se aplica al ciclo entero de la investigación en el marco de cada problema de conocimiento, una estrategia de investigación que tiene por objeto averiguar la verdad de proposiciones.
K. R. Popper decía que “los filósofos son tan libres como cualquiera otras personas de emplear cualquier método en la búsqueda de la verdad”. El único método de toda “discusión racional” y, por ello, tanto de las ciencias de la naturaleza como de la filosofía, es el de “enunciar claramente los propios problemas y de examinar críticamente las diversas soluciones propuestas”.[4] El solía utilizar el siguiente esquema para representar el esqueleto del “método” científico:

P1          TT1         EE1         P2       TT2

En este esquema, el “problema” inicial (P1) es el punto de partida. El trabajo científico siempre comienza con problemas. Existen problemas de tipos muy diferentes: hay problemas empíricos, que se encuentran muy próximos al nivel de lo observable, problemas teóricos, mucho más abstractos, y toda una gama de tipos intermedios. En cualquier caso, la regla básica del método científico es delimitar en qué consiste el problema que intentamos resolver. Sobre esa base, proponemos una “teoría tentativa” (TT1) que pueda aportar una solución. Obsérvese que aquí “teoría” significa “hipótesis”, sin más, que literalmente significa “lo que se supone”. A continuación evaluamos la hipótesis y, eventualmente, detectamos los errores que contiene y procedemos a la “eliminación de error” (EE1), lo cual nos conduce a una nueva formulación del problema inicial, o sea, a un nuevo problema (P2), y así sucesivamente.


            Pasos del método científico

Del esquema anterior observamos varios puntos importantes respecto a los pasos de un método científico: que no existe un método automático para obtener conocimientos interesantes; que, en consecuencia, debemos formular hipótesis que van más allá de lo que puede ser garantizado en el estado actual de nuestro conocimiento; que hemos de someter esas hipótesis a pruebas teóricas y empíricas; que el resultado de esas pruebas proporcionará indicaciones sobre la adecuación de nuestra hipótesis para resolver el problema inicial; que, si el problema no queda resuelto, al menos podremos avanzar y reformular el problema realizando un progreso.
En cualquier caso, queda claro que la ciencia gira en torno a la solución de problemas, y que, incluso cuando pensamos haber resuelto un problema, siempre podremos formular nuevas preguntas a partir de la nueva situación.
En definitiva, dando por supuesto que siempre partimos de algún problema que intentamos resolver, el esquema general del método científico se puede sintetizar mediante la combinación de la construcción de hipótesis explicativas y la comprobación de su validez, utilizando los recursos teóricos y empíricos disponibles. La comprobación de la validez de las hipótesis siempre ha de incluir una referencia al control experimental; esa referencia tendrá una fuerza lógica variable, de acuerdo con las posibilidades conceptuales y experimentales disponibles en cada momento, pero tiene que ser posible, al menos en principio, someter nuestras hipótesis al control experimental: en caso contrario, no tendrán cabida en la ciencia experimental.
En resumen y a pesar de que criticaremos más adelante algunos de estos pasos, diríamos que en general el método científico tiene los siguientes pasos:

a)      Observación: El primer paso es la observación de una parte limitada del universo o población que constituye la muestra. Anotación de lo “observable”, posterior ordenamiento, tabulación y selección de los datos obtenidos, para quedarse con los más representativos.
b)     Hipótesis: Se desarrolla en esta etapa, el planteamiento de las hipótesis que expliquen los hechos ocurridos (observados). Este paso intenta explicar la relación causa-efecto entre los hechos. Para buscar la relación causa-efecto se utiliza la analogía y el método inductivo –que se explicará más adelante – La hipótesis debe estar de acuerdo con lo que se pretende explicar (atingencia) y no se debe contraponer a otras hipótesis generales ya aceptadas. La hipótesis debe tener matices predictivos, si es posible. Cuanto más simple sea, más fácilmente demostrable (las hipótesis complejas, generalmente son reformulables a dos o más hipótesis simples). La hipótesis debe poder ser comprobable experimentalmente por otros investigadores, o sea debe ser reproducible.
c)      Experimentación: La hipótesis debe ser comprobada en estudios “controlados”, con auténtica “veracidad”.


            Algunos métodos de la ciencia

            El método axiomático y deductivo

Todo conocimiento que no está dado inmediatamente debe ser conocido “mediatamente”, es decir, mediante otro. En todo conocimiento mediato (derivado, inferido) se ha de concluir o deducir una proposición de otra. El método deductivo consiste en la totalidad de “reglas y procesos”, con cuya ayuda es posible deducir “conclusiones finales” a partir de unos enunciados supuestos llamados “premisas”. La operación en la que se formulan las “premisas” y las “reglas de conclusión” se llama “demostración”. La regla de la deducción es el “modus ponendo ponens”: si de una hipótesis se sigue una consecuencia y esa hipótesis se da, entonces, necesariamente, se da la consecuencia.[5] El esquema o figura de la deducción se puede representar de la manera siguiente:



Si A, también B,                          A                 B
Es así que A                                 A
 


Luego B                                       B                                          

En la deducción se concluye la premisa menor de un enunciado condicional y de su premisa mayor. La regla de deducción es absolutamente infalible cuando las premisas son verdaderas. Esta validez general, llamada a veces “a priori”, pertenece al dominio lógico o formal-lógico. La lógica es el fundamento de la metodología deductiva, de la regla conclusiva. El argumento deductivo, si no es el único, es el principal objeto de la lógica formal. Se suele considerar la palabra “argumento” como sinónimo de “argumento deductivo”. En el mismo sentido se puede emplear la palabra “deducción” e “inferencia”.
La forma suprema del método deductivo es el método axiomático. Los axiomas constituyen las premisas fundamentales – las cuales no necesitan demostrarse - de toda demostración. La “conclusión” de la deducción se denomina “teorema”. Cuando los axiomas no son evidentes y son aceptados a título de hipótesis cuyo valor debe ser confirmado por sus consecuencias, reciben el nombre de postulados.


            Los métodos inductivos y experimentales

Tradicionalmente la ciencia experimental se denominó ciencia inductiva, para subrayar que la “inducción” era el método privilegiado que permitía a la ciencia experimental, y sólo a ella, construir un edificio sólido a partir de la experiencia.
La inducción es el paso de lo particular a lo general. Según la perspectiva recién mencionada, la ciencia procede de acuerdo con el método inductivo: comienza con la observación de hechos, prosigue esa observación hasta que se consigue establecer relaciones entre las diferentes observaciones, y así se llega a formular leyes que correlacionan fenómenos observados. Las generalizaciones son, al principio, de bajo nivel, o sea, muy próximas a los hechos observados. Pero, al continuar ese proceso, se obtienen leyes cada vez más generales. Cuando ya disponemos de algunas leyes muy generales, procedemos a formular teorías que sintetizan los conocimientos obtenidos mediante las leyes. Se llega así a una imagen de la ciencia como una pirámide en la cual, a partir de los hechos, se van subiendo escalones que son leyes cada vez más generales, obtenidas por inducción. La representación gráfica podría ser la siguiente:

Si A, también B,                          A                 B
Es así que B                                 B
 


Luego A                                       A                                         

Se trata de una generalización de la premisa menor (= inducción). La inducción se suele caracterizar como un raciocinio que va de lo singular o particular a lo general o universal. Esa tiende a desarrollar teorías científicas generales a partir de observaciones particulares.




Ejemplos de enunciados singulares u observacionales:

-          A las doce de la noche del 1 de Enero de 1975, Marte aparecía en tal y tal posición en el cielo.
-          Ese palo, sumergido parcialmente en el agua, parece que está doblado.
-          El Señor Fulano golpeó a su mujer.
-          El papel tornasol se vuelve rojo al ser sumergido en el líquido.



Ejemplos de enunciados universales:

-          Los planetas se mueven en elipses alrededor del sol.
-          Cuando un rayo de luz pasa de un medio a otro cambia de dirección de tal manera que el seno del ángulo de incidencia dividido por el seno del ángulo de refracción es una característica constante de los dos medios.
-          Los animales en general poseen una necesidad inherente de algún tipo de descarga agresiva.
-          Los ácidos vuelven rojo el papel tornasol.



          Sobre la inducción matemática. -    Existe la así llamada “inducción matemática” o “inducción impropia”: si F corresponde al número a (f(a) cierta) y, en caso de que corresponda al número n (f(n) cierta), que implique que  F corresponde al número n+1 (f(n+1) cierta), entonces F corresponde a todo número natural que esté dentro de: [a,¥>. Evidentemente si a es el primero de los números naturales, la proposición será cierta para todo el conjunto N. Ambos pasos parciales son, en último término, procesos deductivos, por lo que cabría decir que, realmente, el método de inducción matemática es, en realidad, un proceso de deducción. En realidad, el nombre que le damos de “inducción matemática” se debe simplemente a que lo asociamos en nuestra consciencia con los razonamientos inductivos basados en las experiencias de verosimilitud de las ciencias naturales y sociales, a pesar de que el paso inductivo de la demostración es una proposición general que se demuestra como un riguroso proceso deductivo, sin necesidad de ninguna hipótesis particular. Es por esto por que también se le denomina “inducción perfecta” o “inducción completa”. Como ejemplo de aplicación del método, demostremos que la suma de los n primeros números naturales viene dada por la expresión  , o sea: 0 +1 +2 +3+......+ n =

Proceso:

Para n = 0:  0 = , se verifica
Para n = 1: 0 + 1 = , se verifica
Sea cierta la expresión para n = k: 0 + 1 +2 +....+ k =
Y veamos que, entonces, ha ser cierta para n = k + 1:

              0 + 1 +2 + ....+ k + k+1 =

En efecto:

0+1+2+...+k  (k+1) =  + k+1 =



La “inducción propia” (empírica) es un procedimiento conclusivo y amplificativo en el que se va no sólo de lo particular a lo general (“inducción completa”: si cada uno de los elementos de una clase finita de objetos tiene la propiedad P, se pasa a afirmar que todos los elementos de la clase tienen la propiedad P; fenómeno que no ofrece dificultades, pero tampoco presta gran ayuda al conocimiento científico), sino de algunos particulares a lo general, como hipótesis o teorías (= “inducción incompleta” o “propiamente dicha”).

Se caracterizó a la ciencia experimental por el empleo del método inductivo gracias, en parte, al influjo de Bacon y de Newton. Cuando comenzaba el desarrollo moderno de la nueva ciencia, Francis Bacon afirmó, en su Novum Organum de 1620 que el aspecto fundamental del método científico era la inducción; sólo así se podrían evitar las especulaciones inútiles de los antiguos y establecer una ciencia sólidamente basada en los hechos y capaz de conducir a predicciones. Según Bacon, el método de la ciencia consiste en “hacer salir de la experiencia las leyes generales”, para lo cual se precisa contar con una base suficientemente amplia de hechos; ahora bien, como la cantidad de hechos es tan basta y variada, es preciso utilizar procedimientos que ayuden a relacionar los hechos (se trata de sus famosas tablas de presencia, de ausencia y de grados). Pero, prosigue Bacon, “a pesar de tales auxilios, el espíritu, abandonado a sí mismo y a sus libres movimientos, es impotente e inhábil para descubrir las leyes generales; es preciso regularlo y prestarle socorros. He aquí por qué en tercer lugar, es preciso emplear una inducción legítima y verdadera, que es en sí misma la clave la de la interpretación”.[6]


            El método hipotético-deductivo

Cuando se estudia un problema cualquiera, el camino lógico para encontrar soluciones consiste en formular hipótesis acerca de la posible solución y comprobar si esas hipótesis están de acuerdo con los datos disponibles. Se utiliza este procedimiento constantemente, tanto en la vida ordinaria como en la investigación científica. Las diferencias en su utilización dependen de que los problemas puedan resolverse mediante hipótesis empíricas, muy próximas al nivel observacional (que es lo que suele suceder en la vida ordinaria), o exijan la formulación de hipótesis más abstractas, que en el caso extremo son sistemas teóricos (que es lo que sucede en las ciencias).
La estructura lógica del método es la misma en todos los casos: la validez de las hipótesis depende de que se consiga comprobar la validez de las consecuencias que de ellas se deducen. Y esta estructura lógica implica que nunca puede demostrarse estrictamente la verdad de las hipótesis mediante el método hipotético-deductivo, mientras que, por el contrario, es posible demostrar su falsedad. En efecto, una misma consecuencia puede ser deducida a partir de diferentes premisas, de modo que la comprobación de la validez de las consecuencias no implica lógicamente que las premisas sean correctas. En cambio, si se comprueba que una sola consecuencia es falsa, se sigue que hay algún error en las hipótesis que han servido de premisas para deducirla. Se trata de la asimetría lógica entre verificación y falsación, que ocupa un lugar central en la epistemología contemporánea, en buena parte debido a la influencia de Kart R. Popper.





III.             El problema de la filosofía de las ciencias


            El problema de la inducción

Según el inductivista ingenuo, la ciencia comienza con la observación; la observación proporciona una base segura sobre la que se puede construir el conocimiento científico, y el conocimiento científico se deriva, mediante la inducción de los enunciados observacionales. Estos tres supuestos serán refutados en este capítulo.
El principio de inducción dice más o menos así: “Si en una gran variedad de condiciones se observa una gran cantidad de A y todos los A observados, sin excepción, poseen la propiedad B, entonces todos los A poseen la propiedad B”. Este es el principio básico en el que se basa la ciencia, si se acepta la postura inductivista ingenua. Pero “¿Cómo se puede justificar el principio de inducción?”. Esto es, si la observación nos proporciona un conjunto seguro de enunciados observacionales como punto de partida (cosa que no es así pero que por ahora asumiremos), ¿por qué el razonamiento inductivo conduce al conocimiento científico fiable e incluso verdadero? Al inductivista se le abren dos vías de acercamiento al problema para intentar responder a esta cuestión. Podría tratar de justificar el principio apelando a la lógica o podría intentar justificar el principio apelando a la experiencia, recurso que yace en la base de toda su concepción  científica. Examinemos sucesivamente estas dos posibilidades.
Las argumentaciones lógicas válidas se caracterizan por el hecho de que, si la premisa de la argumentación es verdadera, entonces la conclusión debe ser verdadera. Las argumentaciones deductivas poseen ese carácter. El principio de inducción estaría de seguro justificado si las argumentaciones inductivas también lo poseyeran, pero no es así. Las argumentaciones inductivas no son argumentaciones lógicamente válidas. No se da el caso de que, si las premisas de una inferencia inductiva son verdaderas, entonces la conclusión deba ser verdadera. Es posible que la conclusión de una argumentación inductiva sea falsa y que sus premisas sean verdaderas sin que ello suponga una contradicción. Supongamos, por ejemplo, que hasta la fecha haya observado una gran cantidad de cuervos en una amplia variedad de circunstancias y que haya observado que todos ellos han sido negros y, basándome en eso, concluyo: “Todos los cuervos son negros”. Esta es una inferencia inductiva perfectamente lícita. Las premisas de esta inferencia son un gran número de enunciados del tipo: “Se observó que el cuervo x era negro en el momento t” y consideramos que todos eran verdaderos. Pero no hay ninguna garantía lógica de que el siguiente cuervo que observe no sea rosa. Si éste fuera el caso, entonces “Todos los cuervos son negros” sería falso. Esto es, la inferencia inductiva inicial, que era lícita en la medida en que satisfacía los criterios especificados por el principio de inducción, habría llevado a una conclusión falsa, a pesar de que todas las premisas  de la inferencia fueran verdaderas. No supone ninguna contradicción lógica afirmar que todos los cuervos observados han resultado ser negros y también que no todos los cuervos son negros. La inducción no se puede justificar sobre bases estrictamente lógicas.
Un ejemplo de la cuestión, más interesante, lo constituye la explicación de la historia del pavo inductivista por Bertrand Russell. Este pavo descubrió que, en su primera mañana en la granja avícola, comía a las 9 a.m. Sin embargo, siendo como era un buen inductivista, no sacó conclusiones precipitadas. Esperó hasta que recogió una gran cantidad de observaciones del hecho de que comía a las 9 a.m. e hizo estas observaciones en una gran variedad de circunstancias, en miércoles y en jueves, en días fríos y calurosos, en días lluviosos y en días soleados. Cada día añadía un nuevo enunciado observacional a su lista. Por último, su conciencia inductivista se sintió satisfecha y efectuó una inferencia inductiva para concluir: “Siempre como a las 9 a.m.” Pero se demostró de manera indudable que esta conclusión era falsa cuando, la víspera de Navidad, en vez de darle la comida, le cortaron el cuello. Una inferencia inductiva con premisas verdaderas ha llevado a una conclusión falsa.
El principio de inducción no se puede justificar simplemente apelando a la lógica. Dado este resultado, parecería que al inductivista sólo le queda la vía de la experiencia. ¿Cómo sería una derivación semejante? Probablemente, sería algo así. Se ha observado que la inducción funciona en un gran número de ocasiones. Por ejemplo, las leyes de la óptica, derivadas por inducción de los resultados de los experimentos de laboratorio, se han utilizado en numerosas ocasiones para diseñar instrumentos ópticos y estos instrumentos han funcionado de modo satisfactorio. Asimismo, las leyes del movimiento planetario, derivadas de observaciones de las posiciones de los planetas, etc., se han empleado con éxito para predecir eclipses. Se podría ampliar esta lista con informes de explicaciones y predicciones posibilitadas por leyes y teorías científicas derivadas inductivamente. De este modo, se justifica el principio de inducción.
La anterior justificación de la inducción es completamente inaceptable, como ya demostrara David Hume a mediados del s. XVIII. La argumentación que pretende justificar la inducción es circular ya que emplea el mismo tipo de argumentación inductiva cuya validez se supone que necesita justificación. La forma de la argumentación justificatoria es la siguiente:

El principio de inducción funcionó con éxito en la ocasión x1
El principio de inducción funcionó con éxito en la ocasión x2
Etcétera.
El principio de inducción funciona siempre…

Aquí se infiere un enunciado universal que afirma la validez del principio de inducción a partir de cierta cantidad de enunciados singulares que registran aplicaciones con éxito del principio en el pasado. Por lo tanto, la argumentación es inductiva y, no se puede, pues, utilizar para justificar el principio de inducción. No podemos utilizar la inducción para justificar la inducción. Esta dificultad, que va unida a la justificación de la inducción, ha sido denominada tradicionalmente “el problema de la inducción”.
Además de la circularidad que conllevan los intentos de justificar el principio de inducción, el principio adolece de otras desventajas. Estas desventajas proceden de la vaguedad y equivocidad de la exigencia de que se realice un “gran número” de observaciones en una “amplia variedad” de circunstancias.
¿Cuántas observaciones constituyen un gran número? ¿Cuántas veces hay que calentar una barra de metal, diez veces, cien veces, antes de que podamos concluir que siempre se dilata al ser calentada? Sea cual fuere la respuesta a esta cuestión, se pueden presentar ejemplos que hagan dudar de la invariable necesidad de un gran número de observaciones. Para ilustrar esta cuestión, nos referiremos a la fuerte reacción pública en contra de la guerra nuclear que siguió al lanzamiento de la primera bomba atómica en Hiroshima al final de la segunda guerra mundial. Esta reacción se basaba en la constatación de que las bombas atómicas originan destrucción y muerte por doquiere y un enorme sufrimiento humano. Y, no obstante, esta creencia generalizada se basaba en una sola y dramática observación. Del mismo modo el inductivista ingenuo tendría que poner su mano en el fuego muchas veces antes de concluir que el fuego quema. En circunstancias como éstas, la exigencia de un gran número de observaciones parece inapropiada. En otras situaciones la exigencia parece más plausible. Por ejemplo, estaríamos justificadamente poco dispuestos a atribuir poderes sobrenaturales a un adivino basándonos en una sola predicción correcta.  Tampoco sería justificable concluir una conexión causal entre fumar y el cáncer de pulmón basándonos en la evidencia de un solo fumador que contraiga la enfermedad. Está claro en estos ejemplos que si el principio de inducción ha de ser una guía de lo que se considere una lícita inferencia científica, entonces hay que matizar con cierto cuidado la cláusula del “gran número”.
Además, la postura inductivista ingenua se ve amenazada cuando se examina en detalle la exigencia de que se efectúen las observaciones en una amplia variedad de circunstancias cuando se examina en detalle la exigencia de que se efectúen las observaciones en una amplia variedad de circunstancias. ¿Qué se ha de considerar como variación significativa en las circunstancias? Por ejemplo, cuando se investiga el punto de ebullición del agua ¿es necesario variar la presión, la pureza del agua, el método de calentamiento y el momento del día? La respuesta a las dos primeras sugerencias es “sí” y a las dos segundas es “no”. Pero, ¿en qué nos basamos para dar estas respuestas? Esta cuestión es importante porque la lista de variaciones se puede extender indefinidamente añadiendo una variedad de variaciones adicionales tales como el color del recipiente, la identidad de experimentador, la situación geográfica, etc. A menos que se puedan eliminar esas variaciones “superfluas”, el número de variaciones necesarias para hacer una lícita inferencia inductiva será infinitamente grande. ¿Sobre qué base, pues, se considera superflua una gran cantidad de variaciones? Creemos que la respuesta está bastante clara. Las variaciones que son significativas se distinguen de las que son superfluas apelando a nuestro conocimiento teórico de la situación y de los tipos de mecanismos físicos operativos. Pero admitir esto es admitir que la teoría desempeña un papel vital antes de la observación. El inductivista ingenuo no puede admitir eso.











            El problema de la inducción según varios autores

Bertrand Russell[7] dirá que con la inducción sólo se puede hablar de probabilidades y que un número suficiente de casos de asociación convertirá la probabilidad en “casi” una certeza.
W.M. O’Neil[8], en su crítica a la inducción, dirá que sólo somos capaces de observar algunos casos de entre los diversos posibles y que por desgracia, nadie ha descubierto aún una receta infalible para efectuar, mediante inducción, generalizaciones válidas a partir de la observación de un número limitado de hechos particulares. El científico no infiere de manera estrictamente lógica sino que inventa, imagina o construye sus teorías; los hechos sólo le sugieren indicios pero no es posible afirmar que “puesto que los hechos son como son, entonces la teoría es correcta”.
Según K. Popper, la inducción es innecesaria ya que nunca es posible “justificar” o verificar las teorías científicas. A pesar de ello podemos decir que una hipótesis A aventaja a otra B: bien sea porque B esté en contradicción con algunos resultados de la observación – y por tanto quede “falsada” (falsación Popperiana) – o porque sea posible deducir más predicciones valiéndose de A que de B. Lo más que podemos decir de una hipótesis es que hasta el momento ha sido capaz de mostrar su valía, y que ha tenido más éxito que otras: aun cuando, en principio, jamás cabe justificarla, verificarla ni siquiera hacer ver que sea probable. La evaluación de la hipótesis se apoya exclusivamente en las consecuencias deductivas (predicciones) que pueden extraerse de ella: no se necesita ni mencionar la palabra “inducción”.
A los ojos de los mantenedores de la lógica inductiva, la importancia de un principio de inducción para el método científico es máxima, sin él – dice Reichenbach – la ciencia perdería el derecho de distinguir sus teorías de las creaciones fantásticas y arbitrarias de la imaginación del poeta. Tal principio no puede ser una verdad puramente lógica, como una tautología o un enunciado analítico sino que sería un enunciado sintético: esto es, uno cuya negación no sea contradictoria, sino lógicamente posible, pero, surgiría la cuestión de por qué habría que aceptar semejante principio, y de cómo podemos justificar racionalmente su aceptación.
Popper considera las dificultades de la lógica inductiva insuperables y lo mismo ocurre con la doctrina, tan corriente hoy, de que las inferencias inductivas, aun no siendo “estrictamente válidas”, pueden alcanzar cierto grado de “seguridad” o de “probabilidad”.

            Problemas con la observación

Pero habría problemas desde la observación. La observación depende de la teoría. El inductivismo ingenuo tiene dos supuestos en relación a la observación, ambos falsos:

  • La ciencia comienza con la observación.
  • La observación da una base segura para derivar el conocimiento

Si esto fuera cierto, ¿cómo se explica los avances en el estudio de elementos sub-atómicos si estos no se pueden “ver”?
Se sabe que dos personas que observen el mismo objeto desde el mismo lugar y en las mismas circunstancias no tienen necesariamente idénticas experiencias visuales aunque las imágenes que se produzcan en sus retinas sean prácticamente idénticas. Lo que un observador ve depende en parte de su cultura (su experiencia, sus expectativas, sus conocimientos) y su estado general. Se suma a este hecho de que las teorías preceden a los enunciados observacionales, es decir, los enunciados observacionales se hacen en el lenguaje de alguna teoría. Por lo tanto, es falso que la ciencia comience con la observación. Esta postura es contraria a la que sostienen los inductivitas, que ven en la observación la fuente del conocimiento.
Los inductivistas más modernos establecen una diferencia entre el modo de descubrimiento de una teoría y su modo de justificación. Admiten que las teorías se pueden concebir tras un momento de inspiración, accidentalmente, tras períodos de observaciones u otros. Se sabe que visualmente las teorías son concebidas antes de hacerse las observaciones que las comprueban. Para los acérrimos defensores del inductivismo, las teorías sólo tienen sentido si se pueden verificar mediante la observación. Pero no se puede mantener esta división tajante entre teoría y observación ya que esta última está influida por la teoría.


            El problema de la ciencia según algunos autores contemporáneos

Peirce, Charles Sanders (1839-1914). Contribuye a la filosofía de la ciencia en su temprana versión de la teoría de la probabilidad y de la justificación de la inducción como método que nos llevará a la verdad. Afirma: “la verdad es aquello a lo que finalmente la comunidad se acostumbra”. Creador del “pragmatismo”: el significado de una concepción, esto es, de una palabra o de una expresión, no es nada más que la suma de sus efectos prácticos y la aceptación que haga de ellos la comunidad.

Popper, Karl (1902-1994). Es un “falibilista”, alguien que mantiene que no es posible conocer la verdad sino sólo detectar el error. El “conocimiento científico” es un conocimiento no verdadero ni probablemente verdadero, sino simplemente hipotético que avanza mediante conjeturas en forma de hipótesis cuya posible falsedad se intenta descartar sometiéndolas a una posible refutación.
El falsacionismo dice que la ciencia comienza con la teoría (el induccionismo dice que con la observación). La verdad nos e encuentra fortuitamente sino que se elabora, se presuponen y luego se la justifica. La ciencia progresa gracias al ensayo-error, a las conjeturas y refutaciones. Se pasa de la verificación a la verosimilitud, tal o cual teoría no es verdadera sino la mejor disponible o la más cercana a la verdad.
Mientras que la aceptación de una teoría es provisional, el rechazo de una teoría puede ser concluyente. Una teoría falsada es superior a otra no falsada si ha resistido pruebas que sus predecesoras no pudieron resistir.[9]
 Pero, ¿se puede falsar concluyentemente las teorías científicas? Es el problema de si la ciencia es objetiva y observacional, de que los enunciados observacionales dependen de la teoría y son falibles (verdad de enunciados que se presuponen). Popper acaba incluyendo un elemento subjetivo (los enunciados básicos son el resultado de una decisión o acuerdo y son convencionales en cierto modo): la falsación depende de una base observacional que es falible.

Kuhn, Thomas Samuel (1922-1996). Famoso por sus “paradigmas”. [10] Según él, la ciencia progresa a través de una sucesión de períodos, cuya secuencia es “paradigma-ciencia normal-crisis-revolución-nueva ciencia normal-nuevo paradigma”. Se inicia con un período de ciencia normal, donde se solucionan “enigmas” bajo un paradigma o modelo (normas, métodos, presupuestos, verdades fundamentales). Es el período de crecimiento y desarrollo científico. Se acepta el paradigma como “verdad” hasta que aparecen anomalías que el paradigma o ciencia normal no puede resolver. Conforme aparezca otro que sí lo pueda, se inicia el período de crisis y si esto se mantiene, el de revolución científica hasta que se generaliza y acepta como nuevo paradigma y así sucesivamente.
Se concluye, pues, que la verdad es relativa y se cae en un historicismo. La verdad es convencional, fruto del consenso de la comunidad científica según decía Peirce, pero, en palabras de Kuhn: “Un paradigma es lo que los miembros de una comunidad científica comparte y recíprocamente, una comunidad científica consiste en hombres que comparten un paradigma.”[11]
La consolidación inicial de diversas ciencias ha pasado por cambios como los descritos por Kuhn: el paso de la astronomías geocéntrica al sistema  copernicano, el paso de la física cualitativa y verbal de Aristóteles a la física matemática y experimental de Galileo, el paso de la mecánica newtoniana a la cuántica, etc.
El progreso no es acumulativo o eliminatorio sino un progreso a través de revoluciones que proponen paradigmas incomparables entre sí. El método científico sólo tiene cabida dentro de cada período de ciencia normal, ya que las revoluciones cinéticas no ocurren metódicamente, constituyen auténticos hiatos o discontinuidades. El progreso por tanto no es continuo. No es acercamiento a la verdad. El progreso no es una evolución hacia un objetivo determinado, sino a lo sumo un mejoramiento desde el conocimiento disponible; lo más que puede afirmarse es que cada paradigma nuevo es un instrumento menor para resolver enigmas.

Feyerabend, Paul K. (1924-1994). Pasó por ser popperiano, antirracionalista, empirista, antiempirista, antipositivista, relativista. Dice que toda metodología es incompatible con la historia de la ciencia. Defiende a Lakatos cuando afirma que los programas de la ciencia son criterios, no reglas. No se explicita una obligación metodológica. Introdujo el concepto de inconmensurabilidad – que comparte con Wittgenstein y Kuhn – para referirse a teorías científicas disjuntas: conceptos y enunciados observacionales dependen del contexto, son incompatibles e intraducibles entre sí.
La elección de teorías y criterios es subjetiva (contra el objetivismo popperiano), depende de nuestros juicios estéticos, de valor, prejuicios metafísicos y religiosos. Esta subjetividad se reduce en inconmensurabilidad (libertad). La ciencia es pretensiosa si se considera superior a otros campos del conocimiento.
Feyerabend afirmaba que ninguna teoría sería nunca consistente con todos los hechos relevantes. Por ejemplo, a pesar de las serias dificultades de desviación cuantitativa de la teoría de la gravitación de Newton, fue la dominante durante siglos. En estos casos se recurre a una aproximación o se inventa una hipótesis (“una hipótesis ad hoc” dice Feyerabend) que cubra la inconsistencia. Según él, estas hipótesis (ad hoc) son abundantes en el cuerpo de la ciencia aunque la actitud habitual en filosofía de la ciencia sea despreciarlas.[12]
El método que utiliza la ciencia en la sociedad occidental se ha convertido en un “estatus mítico” como la mejor forma de adquirir conocimiento. Existe una explícita manipulación al pretender el falso supuesto de que hay un método científico universal. Contra el imperativo metodológico hay que incrementar la libertad de los individuos. La Razón y la Ciencia han desplazado las creencias previas por un simple “juego de poderes” (instrumentación, dinero, inteligencia, actitudes) no por haber ganado ninguna argumentación.

Lakatos, Imre (1922-1974). Recoge ciertos aspectos de la teoría de Kuhn, entre esos la importancia de la historia de la ciencia. Cuestiona a Popper, pues la historia de la ciencia muestra que la falsación no es una acción cotidiana de los científicos. La confirmación de los supuestos científicos también es necesaria, pues nos permite tenerlos vigentes.
Para Lakatos la falsación consiste en un triple enfrentamiento entre dos teorías rivales y la experiencia. Las teorías rivales se confrontan con la experiencia; una es aceptada y la otra es refutada. La refutación de una teoría depende del éxito total de la teoría rival.
Afirma que toda teoría nace con un conjunto de “hechos” que la refutan en el mismo momento que es creada (a diferencia de Popper que hablaba de “falsadores potenciales”) Esto le llevaba a considerar que la ciencia era incapaz de alcanzar la “verdad”, pero sugirió en sus Programas de Investigación Científica (PIC), que cada nueva teoría era capaz de explicar más cosas que la anterior y de predecir hechos nuevos que nadie antes se había planteado.
Para Lakatos, por tanto, las teorías son estructuras organizadas, por lo que plantea una nueva unidad de análisis: el programa de investigación científica, que es ante todo una guía, un conjunto de teorías relacionadas entre sí, de manera que unas se genera partiendo de las anteriores. Estas teorías comparten un núcleo firme o duro (NF) infaltable – de manera convencional – por un cinturón protector (CP) o conjunto de hipótesis auxiliares. Quedan como en Popper excluidas las hipótesis ad-hoc ya que no son comprobables de manera independiente y suelen salirse del PIC. Aunque Lakatos llega a afirmar incluso que cualquier nueva teoría que se proponga para sustituir a una teoría refutada, en el fondo no es más que (y no podría ser de otra manera) una teoría ad hoc.

Otros:

Larry Laudan, en sus líneas o tradiciones de investigación, plantea el problema de si la ciencia es acumulativa o sólo abre caminos en la ignorancia.
J. Derec Sola Price, en su obra Big science, litle science, afirma que nuestro conocimiento crece en ignorancia de manera exponencial. Cuanto más sabemos, sabemos que sabemos menos.
J. Hocart, afirma que las ciencias del espíritu tienen categoría epistemológica suficiente para elaborar un método propio con visos de cientificidad; sus datos observacionales son los mismos que sirven a las ciencias naturales para hacer sus inferencias y se ajustan a criterios de verdad parecidos




IV.                 Observaciones y Conclusiones

            Observaciones[13]

¿Existen ámbitos de la realidad que no caen en absoluto bajo el control experimental, y que, por lo tanto, no pueden ser objeto de las ciencias experimentales? Para responder a tan importante pregunta, hay que tener en cuenta que el control experimental supone la posibilidad de efectuar experimentos que, al menos en principio, sean repetibles. En consecuencia, si existen ámbitos de la realidad en los que no se dan esas condiciones, no podrán ser estudiados mediante el método experimental.
La ciencia experimental es incapaz de responder a este interrogante. No puede decir nada a favor o en contra de que existan realidades que caen fuera de su control, ya que, por principio, sólo es competente acerca de realidades que sean experimentalmente controlables. Por consiguiente, si se pretende apoyar sobre bases científicas la negación de realidades espirituales (como el alma humana y Dios), se realiza una extrapolación injustificada que va en contra del verdadero espíritu científico.
Esto tiene implicaciones importantes por lo que respecta a las ciencias humanas y sociales. En la medida en que el hombre posee unas características que se encuentran por encima de lo puramente material, el estudio científico-experimental del hombre y de su comportamiento individual y social no puede pretender agotar la realidad que considera. Esto no significa que lo humano, tanto individual como social, no pueda ser objeto de la ciencia experimental bajo ningún aspecto, puesto que todo el ser humano se encuentra relacionado de algún modo con lo material: por tanto, existe un amplio campo para la investigación experimental. Sin embargo, las teorías reduccionistas tales como el materialismo, el conductivismo, y los determinismos sociales o históricos, se basan en ideologías ajenas al método experimental y, si se presentan como si estuvieran avaladas por la ciencia, habrán de ser calificadas como falsas teorías pseudocientíficas.



            Conclusiones[14]

Según el enfoque subjetivo, el conocimiento científico es un conjunto de clases especiales de creencias que mantienen los científicos. Una creencia sería científica, y por tanto sería considerada parte del conocimiento científico, si el individuo puede convencerse de que está justificada. El tipo de justificación exigido o permitido dependerá de los detalles de la teoría epistemológica que adopte. Por ejemplo, el inductivista extremo exigirá que todo el conocimiento se derive, en última instancia, de los resultados de las experiencias sensoriales directas, mientras que un filósofo influido por Descartes o Kant podría considerar posible que un individuo justifique algún conocimiento mediante un razonamiento cuidadoso. Sea cuales fueren los detalles de la postura epistemológica que adopte, la principal característica del enfoque subjetivo sigue siendo el hecho de que el conocimiento científico se construye a base de conjuntos de creencias que el individuo puede justificar de alguna manera.
Desde el punto de vista subjetivista, el estudio detallado de la ciencia y de su desarrollo supondrá los siguientes tipos de preguntas: ¿Cuál es la naturaleza de las experiencias preceptuales? ¿Qué tipo de cambio psicológico tiene lugar en un individuo cuando abandona una teoría y adopta otra? ¿Qué tipos de razones o causas son efectivas o deberían ser efectivas a la hora de producirse un cambio? ¿Qué convenció a Galileo de que Copérnico tenía razón? ¿Por qué fue cada vez más fácil que la gente creyera que la tierra se movía a medida que avanzaba el siglo XVII?
Este enfoque comporta un matiz consensual – que Peirce y Kuhn compartirían – en el que las creencias de los científicos están subordinadas a las de un tipo especial de comunidad, la comunidad científica. El conocimiento científico comprende aquellas teorías aceptadas por la comunidad. […] El enfoque consensual se presta fácilmente a una interpretación relativista.
Las cuestiones que interesan a este enfoque se acumulan a las del subjetivismo: ¿Cuáles han sido las normas que las comunidades científicas pasadas han exigido de las teorías científicas? ¿Qué razones o causas son efectivas o deberían ser efectivas a la hora de producirse un cambio en las teorías o normas de una comunidad? ¿En qué tipos de circunstancias se puede alcanzar el consenso? ¿Cuáles son las importantes diferencias que hay entre las comunidades que han alcanzado un consenso con relación a sus respectivos campos y las que no lo han logrado? ¿Cuáles fueron las principales causas del cambio de consenso concerniente a la naturaleza del universo que constituyó la revolución copernicana?
Desde el segundo punto de vista, el objetivista, constituye un error considerar que el conocimiento científico es un conjunto de creencias, ya sean individuales o colectivas. Las teorías científicas tienen una existencia autónoma independiente de la opinión consensual o individual, a pesar de que la participación de los científicos como individuos y las comunidades de los científicos sea necesaria para generar y desarrollar esas teorías. La ciencia es un proceso sin sujeto. Las teorías científicas mantienen ciertas relaciones entre sí y con los datos disponibles, tienen ciertas consecuencias; las teorías son coherentes o incoherentes, consecuentes o inconsistentes, etc., y poseen propiedades independientemente de que los científicos o las comunidades de científicos sean conscientes de ellas o no”.[15]
El enfoque objetivista lleva a preguntas del siguiente tipo: ¿Cómo se relaciona esta teoría con los datos disponibles? ¿Es coherente esta teoría y proporciona predicciones nuevas? ¿Cuál es la relación entre la teoría de Newton y la de Einstein? ¿Hay algún sentido en el que se pueda decir que la ciencia progresa en el conocimiento de la verdad?
El problema planteado pone en evidencia el terreno resbaladizo en el que la sociología de la ciencia de Merton y la Filosofía de la ciencia de Kuhn han colocado a la omnipotente ciencia. Nuevos problemas se abren ante nosotros para el futuro: la cientificidad y los criterios epistemológicos de las ciencias sociales, la verdad o las verdades, el papel de la filosofía como discernimiento supra científico sobre la ciencia, la racionalidad y su validez para el conocimiento del mundo…
 La Fides et ratio[16] muestra lo oportuno de su aparición en esta época convulsiva de la crítica radical que se hace al conocimiento científico que se creía omnipotente y que pasa por una crisis en su desarrollo que no sabemos dónde va a acabar. Si le añadimos a estos problemas los nuevos creados por los desarrollos imparables de la genética, la medicina, y las complicaciones éticas que llevan aparejadas, tendremos que convenir con Feyerabend que tal vez tendríamos que someter a la ciencia a una revisión, a una comisión de sabios que le ponga límites y que la reconduzca para reconvertirla en un bien solidario compartible de la humanidad, en lugar de un negocio impersonal y voraz dirigido por el interés manipulador y tantas veces antihumano.



[1] Mariano ARTIGAS, Filosofía de la Ciencia, Pamplona, 1999, p.151
[2] I BOCHENSKI; Los métodos actuales del pensamiento; Madrid11, 1976, pp.27-28. Citado por Nicanor URSUA, Filosofía de la ciencia y metodología científica, Bilbao2, 1983, p.107
[3] BUNGE, M; La investigación científica; (Ariel)4; Barcelona, 1975, p.24. Epistemología; (Ariel), Barcelona, 1980, p.28. Citado por Nicanor URSUA, op.cit, p.108



[4] Popper, K. R., Lógica de la investigación científica; (Tecnos)2, Madrid, 1971, pp. 16-17, citado por Nicanor URSUA, op.cit., p.115.
[5] M. Garrido,  Lógica simbólica; (Tecnos)2, Madrid, 1977, p.65, citado por Nicanor URSUA, Filosofía de la ciencia y metodología científica, Bilbao2, 1983, p.116.
[6] F. BACON, Novum Organum, libro segundo, aforismo X (Porrúa, México 1985, p.92); citado por: M. ARTIGAS, Filosofía de la Ciencia,  Pamplona, 1999, p.177.
[7] Bertrand RUSSELL, “Los problemas de la filosofía”, (Labor), Barcelona, 1978, p.64. Citado por Angel BARAHONA, Material de clase del curso Filosofía de la ciencia, Facultad de teología Redemptoris Mater, ciclo 2006-II, La punta (Perú), 2006.
[8] W. M. O’Neil, “Faits et théories”, (Armand Colin), París, 1972, p278-279. Citado por Angel BARAHONA, Material de clase del curso Filosofía de la ciencia, Facultad de teología Redemptoris Mater, ciclo 2006-II, La punta (Perú), 2006.

[9] La Teoría de Newton es más verdadera que la de Galileo aun siendo ambas falsas. Hay pues un contenido de verdad y otro de falsedad.
[10] Entre sus muchas acepciones está la de: matriz disciplinar, ejemplo a seguir, verdad compartida, creencia…
[11] Thomas Kuhn, La estructura de las revoluciones científicas, FCE, México, 1975, p.271-274. Citado por Angel BARAHONA, Material de clase del curso Filosofía de la ciencia, Facultad de teología Redemptoris Mater, ciclo 2006-II, La punta (Perú), 2006.

[12] Muchas veces, la defensa de ciertas hipótesis ante la insuficiencia de contrastaciones cruciales introduce hipótesis llamadas AD HOC, de carácter poco fiable y base especulativa. Por ejemplo: ante un adversario aristotélico, Galileo, después de haber observado cuidadosamente a través de su recién estrenado telescopio que la luna no era cristalina ni totalmente esférica y que estaba llena de montañas y cráteres, lo hizo saber como demostración. El adversario lanzó una hipótesis ad hoc tras comprobar por sus propios ojos que así era y dijo, para defender una tesis clásica llena de connotaciones religiosas (que los astros eran esferas perfectas), que había una sustancia invisible en la luna que llenaba los cráteres y cubría las montañas de tal manera que la forma de la luna era perfectamente esférica. Galileo preguntó cómo podía detectarse semejante sustancia, y se le respondió que era imposible hacerlo. Exasperado e irónico Galileo admitió que tal sustancia existía, pero que se apilaba en las montañas.
[13] Mariano ARTIGAS, Filosofía de la ciencia, Pamplona1, 1999, p.266
[14] Angel BARAHONA, Material de clase del curso Filosofía de la ciencia, Facultad de teología Redemptoris Mater, ciclo 2006-II, La punta (Perú), 2006.
[15] A. F. CHALMERS, “¿Qué es esa cosa llamada ciencia? Una valoración de la naturaleza y el estatuto de la ciencia y sus métodos”,  Madrid, 1982, p.145-148.
[16] JUAN PABLO II, Carta Encíclica “Fides et Ratio, sobre las relaciones entre la Fe y la Razón”, 1998