lunes, 24 de junio de 2013

Catequesis para jóvenes: Jeremías

“¡No digas que eres un muchacho!” (Jr 1, 7)

Sobre la misión de los jóvenes en la Nueva Evangelización

(Extracto de la catequesis “Que nadie menosprecie tu juventud” (1Tm4, 12), adaptada para este encuentro)

I.                  Introducción

Poco antes de que empiece a escribir esta catequesis, se suicidaron tres jóvenes en mi ciudad (Lima); los tres en una misma semana. Lo preocupante es que esta situación no es de ahora solamente, ha comenzado ya hace un par de décadas. Los jóvenes se están destruyendo, se matan, se asesinan entre bandas, se drogan, se emborrachan, asesinan a sus padres, viven una promiscuidad sexual extrema, se entregan a la homosexualidad, al lesbianismo, se deprimen, etc. ¿Qué buscan los jóvenes? ¿Qué los lleva a este desenfreno? ¿Qué esperan? O mejor, ¿Esperan? ¿Sueñan? ¿Anhelan? 

No hace mucho una amiga mía, una joven italiana, me escribía en una carta: “Éste es un periodo muy oscuro para Europa en general e Italia en particular: nuestra generación está muy desorientada y asustada. La sensación que tenemos es que todo está a punto de derrumbarse al suelo para siempre y esto nos quita las ganas y la capacidad de hacer proyectos, de creer en algo, de soñar un futuro mejor que este horrible presente. Hay mucha tristeza y mucha desilusión entre la gente de mi edad; y es así que son muchos los que tratan de no pensar en esta tristeza y desilusión en todas las maneras que tú puedes imaginarte. No es fácil vivir cuando una época se acaba. Nos estamos despertando de un sueño que ha durado por siglos: el Occidente ha sido por siglos el dueño del mundo, y solamente ahora empieza a darse cuenta que lo ha destruido todo y se ha destruido a sí mismo.

Cuando leía estas líneas, en febrero de este año 2012, comencé a pensar en una catequesis para los jóvenes. Lo que dice mi amiga es verdad. Tengo un hermano de mi comunidad, sacerdote, que está estudiando allá, en Italia, y me contaba que la mayoría de los jóvenes buscan pasar el tiempo en los parques. Al día siguiente amanecen los parques llenos de botellas de cerveza, de preservativos usados, porque se pasan la noche tomando, drogándose y fornicando públicamente. En España le llaman: vivir la vida “a tope” (al máximo). Pero si nos detenemos un poco, en realidad podemos preguntarnos: ¿eso es vivir? Yo no lo creo. Eso es sobrevivir, como bien me describía mi amiga en su carta. Los jóvenes quieren llenar ese vacío que tienen con el desenfreno para olvidar, al menos un instante, lo que no pueden dejar de evidenciar: que son infelices, que están vacíos, que han llegado ‘al fondo’, ‘a tocar suelo’, a un vacío existencial profundísimo, a experimentar el sin sentido de la vida.

Según cifras de la Organización Mundial de la Salud (OMS), cada año se suicidan en el mundo cerca de un millón de personas. De hecho, después del aborto, es la primera causa de muerte violenta entre hombres y mujeres entre 15 y 34 años de edad, ya que es mayor el número de personas que mueren por su propia voluntad que aquellas muertes producidas anualmente por el conjunto de todos los homicidios y los conflictos bélicos del planeta. En los últimos veinte años, el número de jóvenes suicidados se ha duplicado. En ese lapso, en Chile, se han quitado la vida 6000 jóvenes. En mi país (Perú) casi el 80% de los estudiantes entre 12 y 17 años han pensado en algún momento en suicidarse. En el 2010, 4400 menores de 18 años lo decidieron, más de 300 lo intentaron y 80 lo consiguieron. En el 2011, lo han intentado 6000 personas, es decir, el número sigue creciendo. ¿Cuál es el motivo? Casi todos los estudios coinciden en que la principal causa es por la desintegración familiar y, en segundo lugar, por la perplejidad que lleva a la depresión ante la competitividad que exigen los nuevos criterios económicos en un mundo globalizado. También es alarmante el aumento de los casos del temido ‘bullying’, es decir, el maltrato psicológico (burla), físico y sexual, provocado por padres, maestros, familiares cercanos y últimamente más por los propios compañeros de escuela. En países europeos las cifras generalmente se quintuplican[1].

¿Hay una esperanza de que todo esto cambie? ¿Éstos jóvenes tienen salvación? ¿Sus vidas pueden cambiar dando un vuelco de 180º? Si no estuviera convencido de que sí es posible este cambio no escribiría nada de esto. Y si lo escribo es porque ha ocurrido conmigo.

¿Qué busca un joven? Nos preguntábamos líneas arriba, y creo firmemente que es lo que busca todo hombre –varón y mujer-, busca a Dios. El problema es que lo busca donde Dios no está. Dios no está en la droga, ni en el desenfreno sexual, ni en la fama, ni en el poder, ni en el éxito y la fortuna. Si Dios estuviera allí, no se suicidarían como ocurre ahora. Dios se ha hecho hombre, ésta es la Buena Noticia (Evangelio). Lo único que necesita un joven atrapado en esta ‘sociedad de muerte’ es ver a Cristo vivo, encontrarse personalmente con el Resucitado.

Hace poco comprendí que el joven más que mil  palabras lo que realmente necesita es ver un testigo.

Y todo esto lo tiene claro el Magisterio de la Iglesia: desde el mensaje a los jóvenes del Concilio Vaticano II (1965), la Carta a los jóvenes de Juan Pablo II, quien comenzó con las ya ahora célebres Jornadas Mundiales de la Juventud (JMJ), se demuestra que este interés es claro y real. Los jóvenes anhelan ver a Jesucristo, que es el Emmanuel (Dios con nosotros) y si esto está claro a nivel del Magisterio, es penoso reconocer que esta realidad no llega al nivel de las diócesis y de las parroquias. La pastoral juvenil se ha reducido a tratar al joven como a un superficial al que sólo hay que mantener “entretenido” para que no se vaya, y esto con cantos ‘cristianos’ adaptados de melodías y letras paganas, con dinámicas y juegos, pero con poca o a veces nula predicación, sin el anuncio de la Verdad que es Jesucristo (Cf. Jn 14, 6). El resultado: abandono casi total de los jóvenes luego de la Confirmación.

En las misas sólo están quedando los ancianos. Y todo porque al joven no le estamos mostrando a Jesucristo, no le estamos ayudando a que descubra quién es él, a que vea su historia iluminada a la luz de la Palabra, a que se reconcilie con esa historia, y así se curen las heridas profundas que le hayan marcado y que permitió Dios para atraerlo hacia Él cuando busque respuestas.

Hace tres años, en una parroquia, una jovencita de 17 años se me acercó mientras yo oraba delante del sagrario, y me dijo: “Mi padre me viola desde que yo tenía seis años. Se lo dije recién a mi madre y lo ha botado de la casa, pero ahora está peleada conmigo porque me echa la culpa”. ¿Cómo se le puede decir a esta chica que Dios le ama en medio de esa historia? ¿Cómo se le puede ayudar a ver que su historia está bien hecha? ¿Cómo mostrarle a Dios como un Padre bueno si al escuchar la palabra ‘padre’ recordaría al suyo que la ha violado? ¿Con bailecitos? ¿Con dinámicas reggetoneras? ¿Con jueguitos infantiles? No lo creo. A esta joven lo único que le hubiera ayudado es el kerigma de Jesucristo, el anuncio de Cristo muerto y resucitado por ella, por su padre, por mí, por todos. Dios se hizo hombre para destruir la muerte y el pecado, sufriendo y muriendo antes que nosotros para que nuestro sufrimiento tenga sentido, y así resucitemos también con Él a una vida nueva. Pero esto sólo se puede entender desde la fe, fe que comenzamos a tener precisamente a partir de este anuncio.

Para ello, para enviar a su Hijo al mundo, quiso prepararse un pueblo, Israel, germen de la Iglesia y figura de todos nosotros. Y quiso hacer con este pueblo una historia de salvación, que es ‘mi’ historia de salvación, que es ‘tu’ historia de salvación; y de esto, de mostrar que Dios no trató a los jóvenes de su pueblo como a unos infantiles superficiales, trata esta catequesis.

II.               Vocación del joven Jeremías

Para iluminar a la luz de la palabra de Dios la última idea de la parte introductoria, creo que es oportuno usar el ejemplo de la vocación del joven Jeremías. Para ello conviene citar textualmente lo que nos dice la Escritura acerca del diálogo vocacional entre Dios y este joven profeta:

“Me dirigió Yahvé la palabra en estos términos:
antes de haberte formado yo en el vientre, te conocía;
antes que nacieses, te había consagrado yo profeta;
te tenía destinado a las naciones.
Yo respondí: ‘¡Ah, Señor Yahvé! Mira que no sé expresarme,
que soy un muchacho.’ Pero Yahvé me dijo:
No digas que eres un muchacho, pues irás donde yo
te envíe y dirás todo lo que te mande. No les tengas
miedo, que contigo estoy para salvarte –oráculo de Yahvé-.
Entonces alargó Yahvé su mano y tocó mi boca. Después me
dijo Yahvé:
Voy a poner mis palabras en tu boca. Desde hoy mismo te doy
autoridad sobre las gentes y sobre los reinos para extirpar y arra-
sar, para destruir y derrocar, para reconstruir y plantar.” (Jr 1, 4-11)[2]


“Antes de haberte formado yo en el vientre, te conocía”

Antes que nada, esta palabra nos pone de cara frente a la vida como un don de Dios. La vida no es un derecho sino un don. Tú, joven, estás en este mundo porque Dios te ha querido desde antes que el mundo fuera. Te pensó Dios desde antes de la creación del universo. No eres un producto del azar, de la casualidad, como la sociedad contemporánea, agnóstica y atea, te quieren hacer creer.

Ciertamente este pensamiento no es reciente. Es el resultado de una corriente racionalista que empezó desde el s. XVII. Es verdad que este siglo no se inició ateo con Descartes, pero desembocó en ello con los llamados ‘maestros de la sospecha’ (Freud, Nietzsche, Sartre). En el s. XIX, Karl Marx también le dijo al hombre que no debía ya preguntarse ni sobre su origen ni sobre su procedencia. Estas son preguntas sin sentido. La verdad del Dios creador también fue cuestionada por el evolucionismo aunque éste nunca dio respuestas respecto al origen de todo; se contentó con decir que descendemos del mono.

Un científico de alto rango –como le llama Ratzinger- y enemigo de la creación, fue Jaques Monod. El afirma dos cosas: la primera, que no hay una fórmula de la que todo se deduzca necesariamente. En el mundo no hay sólo necesidad, sino casualidad. Como cristianos, dice Ratzinger, estamos llamados a profundizar más, para darnos cuenta de que además de eso en el mundo hay “libertad”. Pero volvamos a Monod. Hay dos realidades, dice él, que no deberían existir. Una de ellas es la vida; la otra, es ese misterioso ser llamado hombre. Ambos -dice Monod- tienen un grado de improbabilidad tan alto que no ‘deberían’ existir, debieron aparecer solamente una vez, somos una ‘casualidad’. Según él nos hemos sacado ‘el gordo (premio mayor) de la lotería’.

Con respecto a lo anterior nos comentaba el entonces cardenal Ratzinger:

Con su estético lenguaje, [Monod] expresa de otra manera lo que la fe de los siglos había denominado ‘contingencia’ y que se había convertido en oración para la fe: No tengo por qué existir, pero existo, y tú, oh Dios, me has querido. Ahora pone Monod el azar en el lugar de Dios: la lotería que es la que nos ha hecho surgir. Si las cosas fueran así, sería muy cuestionable si nos está permitido afirmar que esto es un golpe de suerte. Un taxista me advirtió, hace poco […] que cada vez hay más gente joven que dice: A mí nadie me ha pedido si quiero nacer. Y un maestro me dijo que quería mover a un niño al agradecimiento a sus padres indicándole: ‘tú les debes la vida’. A lo que el niño contestó: ‘Yo no tengo que agradecerles nada’. No pensaba que  ser hombre era un premio de lotería. Y si en realidad es la ciega casualidad la que nos ha arrojado al mar de la nada, habrá razón suficiente para afirmar más bien que se trata de una desgracia. Sólo si sabemos que hay Alguien ahí que no ha jugado a ciegas a la lotería, que nosotros no somos producto de la casualidad, sino de la libertad y del amor, podremos decir nosotros, que somos los no-necesarios, que ser hombre es un regalo[3]

Nada más absurdo e irracional que el azar como explicación de la existencia. Para muchos pensadores serios, el azar es una de las palabras más irracionales que existe. El Papa Benedicto XVI comenta ahora respecto a la idea anterior:

La memoria de este Padre [Dios] ilumina la identidad más profunda de los hombres: de dónde venimos, quiénes somos y cuán grande es nuestra dignidad. Venimos ciertamente de nuestros padres y somos su hijos, pero también venimos de Dios, que nos ha creado a su imagen y nos ha llamado a ser sus hijos. Por eso, en el origen de todo ser humano no existe el azar o la casualidad, sino un proyecto del amor de Dios. Es lo que nos ha revelado Jesucristo, verdadero Hijo de Dios y hombre perfecto. Él conocía de quién venía y de quién venimos todos: del amor de su Padre y Padre nuestro[4]

Los jóvenes se enfrentan hoy en día a situaciones que generaciones anteriores y yo no tuvimos que afrontar: familias destruidas o más aún, familias no constituidas sobre la base del amor y consagrada a través del santo matrimonio, padres  separados, padres convivientes, “familias alargadas”, incestos, hijos de violaciones, hijos adoptados por parejas homosexuales, hijos de relaciones furtivas y pasajeras, de “encuentros de una noche”, etc. Todos estos acontecimientos pueden hacer pensar a un joven, y con justa razón, que su vida es un absurdo, que él nunca debió existir, que tal vez lo mejor sea olvidarse de estas desgracias huyendo de casa, no pensando en ellas, emborrachándose, en el internet, viendo pornografía, o mintiendo en el chat, en las pandillas destruyendo todo para liberar toda la ira contra la injusticia de la historia mal hecha, en el sexo, en la droga, etc. O tal vez, mejor aún, lo mejor sea suicidarse y acabar  de una vez por todas con esta absurda vida sin sentido. Esta es la voz del demonio: un personaje que te odia con todo su ser. Un personaje real, y que su mayor éxito hoy en día consiste en haberle hecho creer a la humanidad que él no existe. Sí, es el demonio el autor de los hogares destruidos, de las violaciones, del odio, del crimen, del aborto, de la eutanasia, etc. El es el autor del mal en el mundo. Es él quien le quiere hacer creer al joven que todo lo que le pasa es culpa de Dios, que su historia está mal hecha por Dios para ponerlo en contra de su creador. Esto lo hizo también con Adán y Eva, esto lo ha hecho siempre porque es el padre de la mentira y mentiroso desde el principio. (Cf. Jn 8, 44).

Nunca como hoy son tan actuales las palabras que el libro de la Sabiduría pone en boca de los impíos, es decir, de los que odian a Dios:

Corta y triste es nuestra vida; la muerte del hombre no tiene remedio y de nadie consta que haya vuelto de la tumba. Nacimos por azar y pasaremos como si no hubiéramos existido. El soplo de nuestro aliento es humo y el pensamiento, una chispa del latido de nuestro corazón(Sb 2, 1-3).

Nada más elocuente para expresar la desesperanza y el vacío existencial que experimentan los jóvenes hoy en día producto del pensamiento racionalista que ha desembocado en el agnosticismo y el ateísmo. Pero es el mismo libro bíblico quien nos ilumina con la luz de la verdad de Dios:

 “Así piensan, pero se equivocan, pues los ofusca su maldad. No conocen los secretos de Dios, ni esperan recompensa para la virtud, ni valoran el premio de una vida intachable. Porque Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su mismo ser; pero la muerte entró en el mundo por envidia del diablo, y la experimentan sus secuaces.(Sb 2, 21-24)

Por eso, es verdad lo que dice el Papa: lo que existe en el origen de todo hombre es un diseño de amor de Dios. Claro, todo joven puede decir: “Pero, ¿cómo va a ser un diseño de amor una historia tan desastrosa como la mía?”. Sí, es un diseño de amor, pero sólo se puede ver la belleza de este diseño y su perfección con los ojos de la fe y a la luz de la Palabra de Dios. Por eso es importante el encuentro con la Verdad que es Jesucristo, por eso es un don conocer la Iglesia, pero de esto hablaremos más adelante.

Volviendo a la vocación de Jeremías, Dios le dice al joven Jeremías algo muy importante y cierto: quien te formó en el vientre fui yo. Yo soy tu hacedor, tu creador, el que te constituyó. Al leer esta palabra se me viene al corazón la historia de los macabeos, la historia del martirio de una madre y de sus siete jóvenes hijos. Una madre ve asesinar delante de ella a sus siete hijos y finalmente la matan a ella. Y todo porque se negaban a comer carne de cerdo –prohibida por la ley de sus padres, por la ley de Moisés- por orden del malvado rey Antíoco, quien hizo preparar una gran sartén con aceite hirviendo para matarlos, torturándolos previamente de la manera más espantosa. Ya para esto habían asesinado –por el mismo motivo- a un anciano, Eleazar, de quien el mismo libro dice que su muerte dejó, no sólo a los jóvenes, sino a la gran mayoría de la nación un ejemplo de nobleza y recuerdo de virtud. (Cf 2M 6, 18ss). Pues bien, esta madre, cuando ya habían asesinado a cinco de sus hijos y antes de que hagan lo mismo con los dos últimos, para animarlos les dijo a éstos algo sorprendente:

Yo no sé cómo aparecisteis en mis entrañas, ni fui yo quien os regaló el espíritu y la vida, ni tampoco organicé yo los elementos de cada uno. Pues así el Creador del mundo, el que modeló al hombre en su nacimiento y proyectó el origen de todas las cosas, os devolverá el espíritu y la vida con misericordia, porque ahora no miráis por vosotros mismos por amor a sus leyes.” (2M 7, 22).

 Lo que le dice esta madre a sus hijos es algo impresionante y hace referencia a lo que canta el salmista:

Señor, tú me sondeas y me conoces […]. Porque tú has formado mi cuerpo, me has tejido en el vientre de mi madre; te doy gracias por tantas maravillas: prodigio soy, prodigios tus obras. Mi aliento conocías cabalmente, mis huesos no se te ocultaban, cuando era formado en lo secreto, tejido en las honduras de la tierra. Mi embrión veían tus ojos: en tu libro están inscritos los días que me has fijado, sin que aún exista el primero(Sal 138, 1.13-16).

Cuando un hebreo habla de los huesos lo hace para referirse a la parte más profunda de su ser, su alma, su esencia, su propia interioridad. Eso es lo que Dios puede ver desde que nos está formando en el seno materno.

Estos siete jóvenes macabeos fueron asesinados junto a su madre por amor a la ley de Dios transmitida por sus padres. Este es el valor de la transmisión de la fe. Ellos tenían puesta la mirada en la vida eterna.

Es por ello que cuando un joven tiene fe, cuando un joven cree en la vida eterna, aunque tenga que morir en una sartén hirviendo, aunque haya venido al mundo sin el amor de sus padres, aunque haya sido producto de una violación, verá siempre el diseño de su historia como un diseño de amor, siempre bien hecho, porque antes que todo esto sucediese Dios ya lo conocía y porque estos acontecimientos dolorosos momentáneamente, le sirvieron para gozar de la dicha de encontrarse con Dios aquí en este mundo, y este encuentro con Dios le sirvió para sanar todas esas heridas y vivir reconciliado con su historia, agradecido y feliz porque ningún sufrimiento se compara con la dicha de conocer a Dios; y después de la muerte, verlo cara a cara y vivir con Él para siempre. Pero la salvación no debe entenderse como un premio a los muchos sufrimientos que uno haya tenido en la tierra. La salvación comienza aquí cuando uno cree en el Dios único, y sólo se puede afirmar esto cuando uno ha pasado por una experiencia fuerte de fe, que implica, generalmente, una experiencia de fracaso total, de esclavitud, de ‘vacío existencial’ en el cual caímos sólo nosotros por nuestro libre albedrío y de donde sólo nos ha sacado Dios.

De esta manera aunque nuestra historia nos parezca adversa, tiene un final donde la victoria es del Señor, porque detrás de los acontecimientos está Dios y Él nos hará justicia. Esto lo explica muy bien Benedicto XVI:

“…el horror no tiene la última palabra: los días serán abreviados y los elegidos salvadosDios deja una medida grande –supergrande según nuestra impresión- de libertad al mal y a los malos; pero, no obstante, la historia no se le va de las manos.”[5]




“Antes que nacieses, te había consagrado yo profeta”

Esta es una de las palabras que en un instante pueden llenar de sentido la vida de cualquier persona. Qué mejor, en el caso de un joven, a temprana edad. Porque conviene saber que venimos a este mundo como parte de un diseño de amor, como se vio en el punto anterior. Venimos ya  “consagrados”, es decir, “separados” para Dios. No decidimos nacer, sino que es Alguien quien decidió darnos la vida. No venimos a este mundo para la individualidad, sino para vivir-para los otros, y sobretodo ‘para’ Dios. Es por eso que mientras todo joven no se encuentre con Dios, con esta Verdad que le manifieste su destino, siempre vivirá insatisfecho, i-realizado, in-saciado, porque buscará la felicidad, o sea a Dios, donde éste no está. Como dice san Agustín: “Nos hiciste Señor para ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que no descanse en ti” (Confesiones, I, 1,1).

Vivir para Dios significa que Él tiene un plan para cada uno y no hay mayor alegría para una persona que descubrir cuál es ese plan de Dios, porque realizar ese plan garantiza la felicidad en este vida y la salvación para una felicidad inimaginable después de la muerte, en la resurrección, en el cielo. Y el cielo puede comenzar aquí en la tierra si cada uno vive libremente dentro de la voluntad de Dios, dentro de este diseño estupendo. Todo esto es posible gracias a Jesucristo –ya que es imposible vivir dentro de la voluntad de Dios sin la gracia de Cristo- por quien ahora pertenecemos a Dios. Ya lo dice san Pablo:
Porque ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya vivamos, ya muramos, del Señor somos. Porque Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos.” (Rm 14, 7). Esto es lo que da el sentido a todo, la muerte y resurrección de Jesucristo.
¿Cuándo podré entrar en el plan de Dios? Cuando, ayudado por la gracia (Espíritu Santo) de Cristo, muera (renuncie) a mis propios planes, fiado en que Dios tiene planes infinitamente mejores para mí que los míos: “porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros proyectos son mis proyectos –oráculo del Señor-. Pues cuanto se elevan los cielos sobre la tierra, del mismo modo se elevan mis proyectos sobre los vuestros y mis pensamientos sobre los vuestros.” (Is 55, 8s).

De aquí que hoy en día sea tan propicio para un joven ponerse de cara a Dios y preguntarle con confianza, como un hijo con su padre -Jeremías es el primero en hablar de Dios como un padre (Cf. Jr 31, 9.19s)-, cuál es ese plan para él ya escrito, en el cual está garantizada su plena dicha, porque Dios quiere con todo su ser decírselo pero no puede hacerlo violentando su libertad. Como dice el santo que ha inspirado mi vocación: “Quien te ha hecho sabe también lo que quiere hacer contigo”.[6]


“Mira que no sé hablar, que soy un muchacho”

Lo primero que surge en nosotros ante la llamada de Dios es el miedo ante tamaña misión. “¿Por qué yo?”,  “Pero si hay otros mejores”, “Yo no puedo, no podré, definitivamente”. Esto es una reacción normal. También es cierta. Somos verdaderamente indignos e incapaces. El ser humano es radicalmente incapaz de ser bueno sin la ayuda de Dios. Ante Dios somos seres totalmente indignos. Y justamente allí radica la gratuidad de la elección. Dios quiere manifestar su gloria precisamente llamando a lo que no sirve para que sirva, como dice san Pablo:

“¡Mirad, hermanos, quiénes habéis sido llamados! No hay muchos sabios según la carne ni muchos poderosos ni muchos de la nobleza. Ha escogido Dios más bien a los locos del mundo para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios a los débiles del mundo, para confundir a los fuertes. Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a la nada lo que es. Para que ningún mortal se gloríe en la presencia de Dios. De él os viene que estéis en Cristo Jesús, al cual hizo Dios para nosotros sabiduría de Dios, justicia, santificación y redención, a fin de que como dice la Escritura: El que se gloría, gloríese en el Señor” (1Co 1, 26-31).

Jeremías tuvo el mismo miedo de Moisés, de quien se dice que era tartamudo, y también pone la misma excusa que él: que no sabía hablar (Cf. Ex 4, 10). Pero la misión del profeta no depende de sus virtudes ni de sus cualidades, tampoco depende de sus defectos. La misión depende exclusivamente de Dios, es obra de Dios.



“No digas que eres un muchacho”

Jeremías pone como pretexto su juventud. Según los exegetas, Jeremías tendría unos catorce años cuando Dios lo llama. Dios ante esta respuesta de Jeremías responde: “¡No digas que eres un muchacho!”. Y luego ‘toca la boca’ de Jeremías. Esta es la “ayuda de Dios”. Este ‘tocar la boca’ es una experiencia muy profunda e íntima. Primero, subraya que lo principal de la figura del profeta es la predicación, la palabra. Él encarnará la palabra de Dios en su pueblo. Por su palabra muchos se salvarán porque la fe viene por la predicación. En segundo lugar –no menos importante-, ‘tocar la boca’ es la experiencia de sentirse profundamente amado por Dios en medio de la propia indignidad. Es sentirnos amados en medio de nuestros pecados, de nuestra debilidad, de nuestra vergonzosa vida íntima. Ahí, y sólo ahí, donde nadie nos conoce, Dios ha llegado. Él ha llegado a lo más profundo de nuestro ser, ha descendido a nuestro ‘infierno’. La eternidad entró en el tiempo. El infinito y lo ínfimo se han encontrado. La totalidad y la nada se han besado. El Amor y el pecado del hombre se han ‘tocado’, y así este último quedó redimido. Todo hombre necesita este continuo encuentro regenerativo con Dios. Nadie que no haya vivido esta experiencia puede decir que verdaderamente se conoce a sí mismo y menos, que conoce a Dios.

Este “tocar” de Dios, por tanto, no es una mera “purificación” externa o ritual como puede malentenderse la experiencia que vivió también Isaías (Cf. Is 6, 6s). Un elegido de Dios no tiene que ser un “impecable” (sin pecado, o que no comete pecados), un puritano. Un elegido de Dios es alguien que le deja hacer la obra a Dios contando con sus propias debilidades, con su propia pobreza, con su propia miseria. Dios no quiere que Jeremías diga que es un muchacho –es decir, alguien incapaz- no porque no lo sea, claro que Jeremías era un muchacho e incapaz, el punto no era ese, el punto es lo que sigue diciendo Dios: “contigo estoy Yo para salvarte”. Dios se compromete personalmente con la misión de Jeremías, con la misión de su muchacho, su elegido. Esa es la garantía por la que no hay que temer: “¡No les tengas miedo!”, aunque humanamente nos espere también el fracaso, porque “si Dios está por nosotros, quién contra nosotros” (Cf. Rm 8, 31)



Desde hoy mismo te doy autoridad sobre las gentes”

Nuestro Dios es el Dios del hoy. Dios no llama hoy a un joven para decirle su misión dentro de algunos años. No, Dios no es así. Ya lo decía san Ambrosio de Milán: “Toda edad es madura para Jesucristo”.[7] Dios le da autoridad a Jeremías “desde hoy mismo”. A diferencia del mundo que promete una felicidad ilusoria, siempre ‘para mañana’, ‘para cuando termine el colegio’, ‘para cuando ingrese a la universidad’, ‘para cuando me gradúe’, ‘para cuando me aumenten el sueldo’, ‘para cuando me jubile’, etc., Dios nos trae la vida hoy mismo.

Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23, 43), le dice Jesús a alguien que toda su vida había delinquido, tan sólo porque vio en él un “corazón contrito y humillado” (Cf. Sal 50, 19). “Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque también éste es hijo de Abraham” (Lc 19, 9), esto lo dice Jesús de Zaqueo, después de oír su decisión de querer enmendar su vida. Zaqueo era un publicano, lo que hoy sería un traidor a la patria, que como todo publicano, gastaba su riqueza ilícita en grandes festines, banquetes, donde acudían toda clase de pecadores. De éste, dice Jesús un gran halago, halago que no se lo dijo a ningún levita, ni fariseo. El mayor orgullo para un hebreo era su linaje, la raza, recordar que era estirpe de Abraham. Ningún estado del hombre, por más despreciable que sea, es incompatible con la salvación. Jesús no da por perdido a nadie “porque el Hijo del hombre ha venido a buscar lo que estaba perdido” (Lc 19, 10).Sí, un joven podrá ser el pecador más empedernido, podrá estar refundido en la droga, el sexo desordenado o el vandalismo, Jesús siempre hablará bien de él. Eso significa ‘bendecir’ (decir bien). Así es querido joven, ¡créetelo! Hoy Jesucristo a su Padre le habla bien de ti. Dios no da a nadie por perdido jamás.

Con esta autoridad que Dios le da “hoy” a Jeremías, éste comienza su ministerio profético, aproximadamente con tan sólo veinte años. A Jeremías le tocó vivir en la época prácticamente más dura de Israel. El pueblo estaba sumido en la idolatría, en el culto falso y externo a Dios (el de los sacrificios en el Templo de Jerusalén). Los mismos reyes de Israel habían llevado al pueblo a la idolatría. Este pueblo es figura de nosotros mismos. Israel, como nosotros, halaga a Dios con la lengua pero su corazón está lejos de Él. (Cf. Is29, 13).Ya decía Jeremías que no hay nada más falso y enfermo que el corazón del hombre (Cf. Jr 17, 9), que este corazón no tiene arreglo, lo único que queda es reemplazarlo por otro. Esta es la buena noticia. Dios puede cambiar el corazón del hombre por uno nuevo, uno que ame a Dios y al prójimo, como ya lo anunciaba otro joven profeta, Ezequiel (Cf. Ez 36, 26). Esta es la gran novedad anunciada también por Jeremías: el hombre tendrá capacidad de amar a Dios (Cf. Jr 31, 22), y si tiene capacidad de amar a Dios, podrá amar al otro, incluso al enemigo.

Volviendo a la historia de Israel en tiempo de Jeremías, Dios corrige a su pueblo permitiendo que éste fuera saqueado por los babilonios. Dios, para ayudar a que su pueblo se convierta y deje de realizar ritos religiosos externos, permite que su Templo fuera destruido. Muchos fueron deportados a Babilonia, exiliados. Jeremías tuvo la dura misión de anunciar todas estas cosas antes que sucediesen y por todo ello tuvo que sufrir persecuciones, maltratos y cárceles. Pero Dios cumplió su palabra, todo lo que anunció Jeremías se cumplió. Pero nunca la palabra de Dios termina con la desgracia. El profeta siempre es un hombre de esperanza porque es la encarnación de Dios en su pueblo. El profeta encarna la misericordia de Dios. Jeremías es el único profeta que habla de una “Nueva Alianza” en la que Dios escribirá su Ley en el interior del hombre, en su corazón. Jeremías anuncia la gratuidad del amor de Dios, la conversión la realizará Dios mismo, y todo hombre, desde el más pequeño al más grande “conocerá a Dios” (Cf. Jr 31, 34).

Este “conocer” a Dios no es un conocimiento “intelectual”, sino es tener “intimidad” con Dios, conocer su esencia; y su esencia es la misericordia. El hombre conocerá íntimamente a Dios y lo hará experimentando su misericordia, su paz, su perdón, su amor. Esta nueva alianza será sellada con la sangre de Jesucristo, el cordero de Dios que quita el pecado del mundo.

Todo el sufrimiento de Jeremías valió la pena porque el profeta encarna el corazón de Dios: Dios es el que sufre por su pueblo. Ninguna religión en el mundo admite que Dios pueda sufrir porque si sufre ya no sería Dios. Por eso que la “pasión de Cristo” es algo escandaloso. Pero el padecimiento de Dios tiene que ver con el amor. El padecimiento del hombre, en cambio, es por el pecado que lo esclaviza. El profeta es la personificación del ‘pathos’ de Dios, de este padecer hasta ver salvado a un hijo suyo. Es Dios el que se compadece (padece con) del hombre, lo ama y se ha dejado hacer la injusticia de la cruz por él, por salvarlo. En Jesús se cumple todo esto. Él ha redimido por amor al hombre dando su propia vida. Por eso es que hay más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de conversión (Cf. Lc 15, 7).

Jeremías “de fracaso en fracaso se mantuvo fiel a su misión de transmitir la palabra de Dios. Hasta el final (Cf. Jr 43, 2) sufrió la experiencia del rechazo de esta palabra por parte de sus oyentes. La fidelidad de Jeremías es la encarnación de la fidelidad de Dios en el mundo. En la persona de Jeremías, Dios se reviste de la ‘forma de hombre’ y anuncia la venida de Otro profeta más grande que todos los demás profetas, el cual mantendrá su fidelidad a la palabra hasta la muerte en la cruz (Cf. Flp 2, 8). Jeremías es figura de Jesucristo, [el Siervo sufriente]. Su persona y su palabra anuncian que la victoria germina de la derrota, que de la muerte nace la vida; a través de los dolores de parto germina la nueva vida; con su muerte el grano de trigo da fruto[8]





III.           Epílogo

Toda la historia que hemos contemplado a la luz de la vocación del profeta Jeremías, Dios la puede hacer con todo joven, con un muchacho que según él –y seguramente con razón- no es capaz de nada. Y Dios lo hará para que brille su gloria y no la nuestra.

Babilonia es figura de este mundo que niega a Dios, que vive de espaldas a Él, que cree en otros dioses como el dinero, el poder, el placer, la fama, etc. Y muchos bautizados se han ido tras estos dioses. No se dan cuenta de que están exiliados en este gélido mundo. No se dan cuenta de que el ‘templo’ de su cuerpo está profanado y destruido con todo lo que mencionamos en la parte introductoria. Por eso, nunca como hoy el hombre necesita nuevos profetas que le anuncien la esperanza de la vuelta de Babilonia a Jerusalén que es figura de la Iglesia, de la vuelta a la comunión con Dios. Esta vuelta es posible para todos sin excepción.

En la Nueva Evangelización, hoy más que nunca, Dios se inclina a la tierra para escuchar el clamor de todo hombre, el clamor de los jóvenes que le gritan pidiendo amor, clamando salvación ante una vida sin sentido. Y entonces habrán nuevos Jeremías que escuchen y respondan a la voz de su llamada, diciendo: “Sí, Señor, sí quiero ser feliz, sí quiero ser santo”. Y Dios comenzará a hacerlo santo, es decir, a hacerlo feliz, “desde hoy mismo”. Todo joven, con Dios de su lado, podrá entonces “destruir y derrocar” el mal en el mundo, que es el odio y el pecado; y “construir y plantar” un mundo nuevo. Con su predicación podrá reconstruir nuevos templos del Espíritu Santo, reconstruir al destruido hombre pos moderno, para hacerlo un hombre nuevo y así edificar, como decía san Agustín, la ciudad de Dios.

Pidamos a nuestra santa Madre, la virgen María, quien también es la “pequeña” María, la humilde provinciana ‘de Nazaret’, de donde no podía salir nada bueno (Cf. Jn 1, 46), que Dios haga con nosotros lo mismo que hizo con ella, que ponga sus ojos en nuestra pequeñez, que vea nuestra humillación, y que así haga proezas con su brazo (Cf. Lc 1, 48s), y cantemos finalmente junto con el salmista: “El Señor ha hecho grandes cosas por nosotros y estamos…alegres” (Sal 125, 3).


Gustavo Arriola Guzmán
Generación Juan Pablo II, comunidad para la Nueva Evangelización
Movimiento de retiros parroquiales Juan XXIII
Diócesis de Carabayllo, 20 de julio de 2012



[1] Ver artículos publicados por: Nelly Luna Amancio, El Comercio, 23/01/11, Lima; “Jóvenes suicidas” de El Universal on Line; México; “Epidemiología del suicidio en la adolescencia y juventud” por la Dra. María Inés Romero, de la Medicina U.C., Chile; “Los suicidios en el país” cifras del Centro de prevención de suicidios del Instituto de Salud Mental Honorio Delgado, publicado en El Comercio, 11/06/12, p. A12, Perú; etc.
[2]Versión de la Biblia de Jerusalén, (DDB), Bilbao, 1998
[3] Cf. Joseph Ratzinger, “’En el principio creó Dios’, consecuencias de la fe en la creación”, (Johannes Verlag), p72
[4]Benedicto XVI, 9 de julio de 2006, citado por Youcat, versión en español, p. 35
[5]Cf. Joseph Ratzinger, BENEDICTO XVI, “Jesús de Nazaret, 2a parte”, (Encuentro), Madrid, 2011, p.45
[6]San Agustín, citado por ‘Youcat’, versión en español, p 40
[7] San Ambrosio, “De Virginitate”, 40.
[8]Emiliano Jiménez H., “Las confesiones de Jeremías”, (Grafite), p. 559

lunes, 17 de junio de 2013

Discurso al Congreso de la República del Perú

A los señores congresistas de la República del Perú

Estimado señor presidente del Congreso de la República, estimados y respetados señores congresistas:
Ante todo doy gracias a Dios por la deferencia que han tenido hacia mi persona para invitarme a compartir unas breves reflexiones acerca del tiempo actual en nuestro país y acerca también de las oportunidades y riesgos de los fenómenos sociales post-modernos en la sociedad peruana. No creo estar a la altura de aportar algo a tan digna asamblea por lo que ruego a Dios me asista desde lo alto para que no defraudar en exceso. Al estar aquí ante ustedes, surgen sentimientos de profunda emoción porque son los sucesores de tantas personalidades que hicieron historia en este mismo recinto. Fue la sangre de tantos próceres y precursores de la independencia de esta nación que hicieron posible que exista este lugar donde sus predecesores se han reunido a tomar decisiones vitales para el país tal y como lo hacen ustedes ahora, guiándolo a través de los tan ansiados caminos de la democracia.
Entonces, tal vez convenga ahora reflexionar sobre el sentido originario de la llamada democracia. Recordemos que cuando en la antigua Grecia (s. IV a.C.) surge esta concepción, la llamada polis no era otra cosa que un conjunto de familias que anhelaban algo en común, el bien de todos sus ciudadanos, entendido este como el esplendor de los valores de verdad, sabiduría y justicia. El demos por tanto era por decirlo así una gran familia. Claro está que este modelo de familia y de democracia estaba aún lejos del que conocemos ahora; se trataba de la democracia de los más poderosos, donde el bienestar beneficiaba sólo a los sectores pudientes, existía la esclavitud, la prostitución “sagrada” y la explotación de los siervos. Es el cristianismo quien repotenció siglos después este modelo  con la aparición de la familia cristiana, la cual poseía como puro don la Verdad en plenitud por revelación.
Y es así que el modelo de democracia que nos interesa aparecerá recién en 1135 con los monjes benedictinos. Luego de que estos se extendieran por toda Europa, llegaron a fundar más de doscientos monasterios seguidores de las normas de San Benito. Entonces, para que el camino señalado por el fundador no se desvirtúe, Steban Harding decidió organizar la primera asamblea de representantes (abades) para elegir al que pudiera guiarlos según el fin común a todos los hermanos. El modelo incluso físico de la sala capitular de estos hermanos donde tomaban las decisiones más importantes es el que ha inspirado a tantos congresos en el mundo. Agregaremos algo más de los benedictinos más adelante.
Es así que la naciente democracia, por tanto, no era otra cosa que la elevación del sentir de los ciudadanos a los gobernantes y la traducción de éste sentir en acciones concretas que busquen el bien común poniendo como valor fundamental a la “persona”, concepto filosófico que también fue enriquecido profundamente por el cristianismo como ser único, irrepetible, trascendente y llamado a la búsqueda de la verdad y a la realización a través del amor.
Vemos, por tanto, que “una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana[1]; siendo uno de los mayores riesgos para las democracias actuales el “relativismo ético” que anula la objetividad y universalidad de una jerarquía de valores. Se ha tomado al agnosticismo y al relativismo escéptico como las guías de políticas democráticas y se cree, no con razón, que quienes están convencidos de conocer la verdad y de regir sus actos a través de ella no son fiables desde el punto de vista democrático. Aquí conviene observar que si no existe una verdad última, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder[2]. “Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia[3].
Consiguientemente, las autoridades políticas no deberán olvidar la dimensión moral de la representación y que dicha autoridad deberá tener como finalidad de su actuación el bien común y no el prestigio o el logro de ventajas personales, generalmente económicas. Vemos con preocupación que entre las deformaciones más graves que afectan al sistema democrático está la corrupción política[4], porque traiciona al mismo tiempo los principios de la moral y las normas de la justicia social.
Se ha querido comenzar hablando de la verdadera democracia, la familia y la persona humana porque son las realidades más golpeadas no sólo en nuestro país sino en el mundo entero. El relativismo moral está destruyendo a la persona y a la familia, esto siempre afectará el verdadero desarrollo de un país. El PBI en el Perú sigue creciendo, este último año se ha incrementado en un 8,5%. Pero, ¿son los números los que indican que un país en verdad está progresando? ¿En verdad son las cifras las que reflejan el crecimiento y desarrollo de un país? Un país no está compuesto de cifras sino de personas humanas, que sienten, que sueñan, que poseen un profundo anhelo de infinito. Los bienes materiales no llenan este vacío ni dejarán nunca de ser sólo medios y no fines. Los índices de suicidios se incrementan cada año a pesar del aumento del poder adquisitivo “per cápita”. Son más de 300 peruanos que se suicidan cada año y la cifra va en aumento. Vemos no con poca preocupación que los índices de depresión ya han llegado a un 25% de los cuales el 16%  son  mujeres y 9%  son  varones. ¿A qué podemos atribuir que la depresión sea la enfermedad más común hoy en día? ¿Está en verdad la realización personal de la mujer en el éxito profesional a toda costa, sacrificando incluso para ello su ser-madre o su ser-esposa; es decir, en la unión matrimonial con un varón? La unión del hombre con una mujer está inscrita en su esencia como ley natural a la cual Dios no ha hecho más que elevarla al orden de sacramento.[5]
La ley natural inscrita en el corazón del hombre es el fundamento de la unión entre un hombre y una mujer, cuyo fin es a la vez unitivo y procreativo. La historia nos ha mostrado que las naciones más fuertes son aquellas en las que sus sociedades han dado cabida a la apertura a la vida. Sólo en las sociedades en donde se defiende la vida desde su concepción hasta su deceso natural se vislumbra un futuro con esperanza y con un desarrollo humano integral y sostenido. Esta no es una concepción dogmática, fundamentalista ni mucho menos religiosa. Aristóteles, ya en el s. IV a.C., decía que todo aquello que tiene movimiento por sí mismo es un ser “vivo”. En el caso de la unión de dos células, masculina y femenina, estamos hablando, por tanto, de vida humana. Por consiguiente, el aborto se muestra como un acto intrínsecamente inmoral y las leyes deberán ser encaminadas, dado ello, a defender la vida y no a destruirla. Esta verdad, como dijimos, no sólo viene de la revelación sino del orden de la naturaleza. Una afirmación aceptada por consenso mayoritario o incluso unánime no es necesariamente verdadera. La verdad es objetiva y trasciende al hombre,  por lo que está en su espíritu la sed natural de su búsqueda, la cual lo revela como radicalmente distinto de los “animalia”.
Es por lo anterior que conviene fomentar esta búsqueda de la verdad sobre todo en nuestros jóvenes, tan afectados por el sin sentido de la vida y que son constantemente bombardeados a través de los “new media” con ideas que desvirtúan esta búsqueda y hace que se alienen, en consecuencia, con el alcohol, la música, el sexo desordenado, la delincuencia y con la droga, verdadero cáncer actual y pandemia de la humanidad. La legislación, por ello, debería promover una educación a nivel escolar y universitario que mire a las raíces de la educación, redescubriendo el ser metafísico que todo hombre lleva dentro por el sólo hecho de ser hombre. La educación religiosa complementará el esfuerzo de la razón por alcanzar la verdad. La fe, independientemente del credo de las personas, es un acto natural que las revela como seres creados para la trascendencia, más aún, para el encuentro con el totalmente Otro a quien Aristóteles, Platón y tantos otros filósofos llamaron Dios.
Solamente Jesucristo nos ha mostrado que este Dios es persona, todavía más, nos ha mostrado que este Dios es Padre y que nos ha creado por amor, en el amor y para el amor; y es solamente aquí que se descubre la verdad última para el hombre: la persona humana se realiza en plenitud sólo amando. Cristo, muerto y resucitado nos ha mostrado este amor del Padre, Cristo nos ha traído a Dios[6] y sólo Él puede revelar al hombre lo que es el propio hombre.[7] Nunca como hoy, se hace tan necesario mirar a Cristo para que el hombre post-moderno redescubra la grandeza de su ser personal. Los benedictinos lo hicieron en su tiempo, los movió, como dice Joseph Ratzinger, el Quaerere Deum, la búsqueda de Dios, e iniciaron así –a diferencia de romanos y griegos- la educación no sólo para los ricos, sino también para los pobres, los hijos de los campesinos y artesanos; iniciaron las universidades, los hospedajes y los hospitales.
No pocos peruanos se han encontrado con  la Verdad que es Jesucristo, y se convirtieron por ello en verdadera luz, sal y fermento de esta tierra  que  tiempo atrás se la llamó “Ciudad de los Reyes” o “Ciudad de los jardines”. Santa Rosa de Lima, san Martín de Porres, san Francisco Solano, san Juan Masías y tantos otros santos anónimos nos han mostrado que el cristianismo llevó en su tiempo y podrá seguir llevando hacia el esplendor a esta nación.
Que la virgen María aunada a la intercesión de estos grandes santos peruanos, verdaderos dones para este país y para el mundo, ruegue por nosotros ante Dios Padre para que nuestro entendimiento se ilumine por la Luz esplendorosa de la Verdad que es Cristo y que esta luz nos muestre el camino para vivir una sociedad cuyos valores de igualdad, libertad y justicia se fundamenten en la hermandad que sólo nace de una vocación trascendente de Dios Padre, el primero que nos ha amado, y que nos ha enseñado mediante el Hijo lo que es la caridad fraterna[8]. Deseo vivamente que descubran la paternidad de Dios, que ésta transforme su ser y les conceda por su gracia convertirse en verdaderos Padres de la patria.

Que Dios los bendiga
Gracias por su atención

Gustavo Arriola Guzmán
Seminarista diocesano



[1] Cf. Juan Pablo II, Cart. Enc. “Centesimus annus”, 46: AAS 83 (1991) 850. Citado por Pontificio Consejo “Justicia y Paz”, Compendio de la doctrina social de la Iglesia, (EPICONSA), Lima, 2009, p. 222
[2] Pontificio Consejo “Justicia y Paz”, Compendio de la doctrina social de la Iglesia, (EPICONSA), Lima, 2009, p. 222s
[3] Cf. Juan Pablo II, Cart. Enc. “Centesimus annus”, 46: AAS 83 (1991) 850. Citado por Pontificio Consejo “Justicia y Paz”, op. cit. p. 223
[4] Cf. Juan Pablo II, Cart. Enc. Sollicitudo rei socialis”, 44: AAS 80 (1988) 575-577. Citado por Pontificio Consejo “Justicia y Paz”, op. cit. p. 224

[5] Cf. Mt 19, 1-7; Mc 10, 1-12; Gn 1,27; Gn 2, 24
[6] Cf. Joseph Ratzinger, BENEDICTO XVI, “Jesús de Nazaret”, (Planeta); Lima, 2007; p. 69
[7] Cf. Concilio Vaticano II, Const. Past. “Gaudium et Spes”, n22
[8] Cf. BENEDICTO XVI, Carta Enc. Caritas in veritate”, n19.

miércoles, 12 de junio de 2013

Sobre la escatología cristiana

“Cuando empiecen a suceder estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza, porque se acerca vuestra liberación” (Lc 21, 28)
Sobre la escatología cristiana

I.                  Introducción
Cuando se me pidió una catequesis sobre los novísimos que esté pensada para los jóvenes de la pastoral del sacramento de Confirmación, lo primero que pensé fue en una dificultad: que no tenía ni idea de cómo hacerlo. Y todo por una sencilla cuestión: ¿cómo darse a entender a los jóvenes?, ¿cómo hablar de algo que para ellos suena a un cuento mitológico más ya superado? Definitivamente que hablar del juicio final, el fin del mundo, el purgatorio, el cielo y el infierno no será siempre fácil. En este sentido el primer reto era no cargar la catequesis con definiciones dogmáticas complicadas o expresiones teológicas incomprensibles para ellos.
No obstante lo anterior, al mismo tiempo tampoco se podía caer en una subestimación de la inteligencia de los jóvenes, en un desprecio de su hambre por la verdad. En este sentido coincido con Benedicto XVI cuando afirma: “Algunas personas me dicen que a los jóvenes de hoy no les interesa esto. Yo no estoy de acuerdo y estoy seguro de tener razón. Los jóvenes de hoy no son tan superficiales como se dice ellos. Quieren saber qué es lo verdaderamente importante en la vida.”[1] La juventud es el tiempo de la búsqueda de las verdades más profundas sobre la existencia humana, por lo que tampoco se puede infantilizar la catequesis para los jóvenes. Por tanto, se ha querido sustentar las afirmaciones con notas al pie de página que sirvan como guía sobre todo para los catequistas que conviene estén sólidamente formados, en temas tan cruciales como los novísimos[2], verdades tan decisivas para todo hombre. Espero,  en este sentido, que esta pequeña catequesis no sólo sirva de ayuda a los jóvenes sino también a los adultos que se estén iniciando en la fe.


II.               Definición de Escatología
La palabra escatología, que viene del griego eschatón (“último”) se refiere al estudio de las últimas cosas, es decir, de las concernientes al final de la vida del hombre, al final de la historia humana (parusía) y también a la del “más allá”. De por sí trae una primera dificultad: que nadie ha estado en el “más allá” y ha vuelto para contárnoslo. Algo que se da por supuesto para el desarrollo de la escatología es la certeza de la inmortalidad del alma humana, la cual, no es un mero dogma de fe sino que también es una verdad filosóficamente demostrable a la sola luz de la razón. Por lo demás, todo lo que sabemos de lo que acontecería en el más allá lo sabemos por revelación divina plasmada ya sea en la Escritura o la Tradición y definida por el Magisterio de la Iglesia.

III.           El Reino de Dios
Un tema muy legado a la escatología es el del Reino de Dios. Éste fue el objeto principal de la predicación de Jesús de Nazaret. De hecho, al comienzo de su vida pública Jesús afirma: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva” (Mc 1, 14s; Mt 4, 12ss)
El punto sería ahora reflexionar: ¿Qué es el Reino de Dios?, ¿a qué se refería Jesucristo con este término?, ¿qué novedad nos ha traído Jesucristo?, ¿qué ha cambiado con su venida a este mundo?, ¿ha cambiado algo?, ¿es que acaso el mundo no sigue igual o peor de como estaba cuando Él llegó? Conviene saber que el Reino de Dios, por la fuerza de Dios, quiere ser un “cambio real” en la humanidad y en la historia humana. El Papa Benedicto XVI nos respondía a estas cuestiones sencillamente con una frase rotunda: Jesús de Nazaret nos ha traído a Dios mismo[3]. Él es Dios. Dios ha entrado en el tiempo y en la historia humana cambiándola para siempre. Nada podrá volver a ser lo mismo de antes. Él es el Reino de Dios, su persona misma. Es por ello que, como dicen los exegetas, es una realidad “iam sed nondum” (ya pero todavía no), es una realidad ya realizada pero aún no consumada.
El reino de Dios comienza con la venida de Cristo y se visualiza en la Iglesia (durante la historia humana) y se consumará en el más allá, en la parusía de Jesucristo, porque la plenitud del Reino de Dios tendrá lugar al final de la historia.

IV.           Los Novísimos
Llamamos novísimos a los últimos acontecimientos, es decir, a las postrimerías (lo que viene con posterioridad) del hombre. Tradicionalmente los novísimos son cuatro: muerte, juicio, infierno y gloria. Dentro de la escatología cristiana se tiene que hablar además del purgatorio.

La muerte
No todos “aprenden” que se van a morir. Todos lo pueden suponer o incluso saber, mas no “aprehender” que se van a morir. Hoy más que nunca,  la experiencia con el tema de la muerte pasa por una paradoja: ser lo más trivial y lo más temido a la vez. Para que una película tenga éxito tiene que haber muchas balas, mucha sangre, muchas muertes. Casi todos los videojuegos sólo consisten en matar a los que más se pueda: gana el que más mata. Los ojos se han acostumbrado a ver la muerte de tal manera que ya nadie se inmuta, incluso no sólo con las películas (ficción), sino también con las noticias en periódicos o noticieros. Uno puede ver en el diario que un médico viola, mata a una chica, la descuartiza y la coloca en una maleta, o que se volcó un bus y murieron 50 pasajeros, y dar la vuelta a la página para buscar la sección de deportes como si ambas noticias tuvieran la misma naturaleza.
Desde otro punto de vista, la muerte es al mismo tiempo lo más temido. Es algo de lo que nadie quisiera hablar y lo que se tiene que evitar a toda costa. La ‘sociedad del bienestar’ actual es una muestra de ello. La proliferación de ‘spas’, centro de estética, productos de belleza y rejuvenecimiento, etc., no hacen más que suponer que el hombre está volviendo al sueño del elixir mágico de la eterna juventud, algo que extirpe a la muerte definitivamente de su existencia. Sin embargo, la muerte tiene las siguientes características: a) Es universal; b) Es un hecho decisivo que abarca toda la vida del hombre; y c) Es el culmen de la vida:
“El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí y sólo en Dios encuentra el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar” (CEC 27)
El deseo de Dios del que habla el catecismo se concretiza en el deseo de felicidad que es, en definitiva, el deseo de inmortalidad. El hombre tiene este deseo porque tiene un principio inmortal que es el alma que le ha dado Dios. Esto se da independientemente de que se crea en Dios o no. También el ateo tiene el deseo de inmortalidad. Lo único que tenemos claro es que por naturaleza nadie quiere morirse.
Pero, ¿qué es la muerte?, ¿es sólo no tener signos vitales para empezar a descomponernos? Los evangelios nos hablan de la muerte como una obra de Satán (cf. Jn 8,44). El Concilio Vaticano II ha expresado la resistencia del hombre ante la muerte. Las Escrituras afirman que la muerte es consecuencia del pecado (cf. Sb 1, 13; 2, 23; Rm 5, 12.21; St 1, 15; etc.). La misma afirmación la tenemos del Magisterio de la Iglesia.[4] Pero se podría decir que la muerte, en cuanto consecuencia del pecado, debe entenderse más bien como miedo o angustia ante ella; es decir, que lo malo no es la muerte en sí, sino que uno no se quiere morir. En general, se tiene el mismo miedo ante cualquier mal o sufrimiento que pueda sobrevenir.
 Lo que más teme el hombre en el fondo es “desaparecer”, que su existencia vuelva a la nada, ser nada y vacío. Todo esto nos lleva al meollo del asunto. Dice san Pablo:
“Para mí la vida es Cristo, y el morir, una ganancia. Pero si el vivir en el cuerpo significa para mí trabajo fecundo no sé qué escoger […]. Me siento apremiado por ambos extremos. Por un lado, mi deseo es partir y estar con Cristo, lo cual, ciertamente, es con mucho lo mejor; más por otro, quedarme en el cuerpo es más necesario para vosotros.”[5]
¿Por qué san Pablo escapa de lo convencional? Si no querer morirse es consecuencia del pecado original, san Pablo escapa del miedo a la muerte porque ahora está viviendo una ‘vida nueva’ gracias al Espíritu de Jesucristo:
“Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo resucitó de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva”[6]
Ahora bien, ¿cómo empieza esta vida nueva de la que habla san Pablo? Esta vida nueva empieza con el encuentro personal con Jesucristo Resucitado. En este sentido, el Papa Benedicto XVI afirma en su primera encíclica sobre el amor cristiano que:
“No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”[7]
Jesucristo es esta Persona que muere por todos los hombres (cf. Mt 20,28; Mc 10,45; Lc 22,27); de tal manera que ha conseguido para el hombre la salvación del pecado y de su principal consecuencia: la muerte, no sólo física sino la muerte definitiva, la muerte del ser. La vida nueva en Cristo comienza con la escucha del kerigma cristiano, donde se nos anuncia un acontecimiento: el misterio pascual (encarnación, vida, pasión, muerte, resurrección y nueva venida) de Jesucristo. El que cree en este anuncio se encuentra con Cristo, el que lo acepta en su vida muere y resucita con él –hecho que se actualiza en cada persona el día de su bautismo-, quiere estar con él, encuentra sentido a su vida y si su vida tiene sentido, adquiere sentido su sufrimiento y también su muerte.
En el estado de santidad se contempla lo que en realidad es la muerte. Se contempla que la muerte ha sido vencida (cf. 1Co 15, 54ss); en este estado se experimenta que el único miedo es el de perder a Cristo. Muchos santos nos han dejado por escrito esta experiencia. Para san Pablo, como vimos líneas arriba la vida es Cristo y la muerte una ganancia. Santa Teresa de Jesús escribe en sus poesías:
¡Oh muerte benigna,
socorre mis penas!
Tus golpes son dulces,
que el alma libertan.
¡Qué dicha, oh mi Amado,
estar junto a Ti!
Ansiosa de verte,
deseo morir.[8]

San Ignacio de Antioquía escribe a los romanos:
“Para mí es mejor morir en Cristo Jesús que reinar de un extremo a otro de la tierra. Lo busco a Él, que ha muerto por nosotros; lo quiero a él, que ha resucitado por nosotros. Mi parto se aproxima […] Dejadme recibir la luz pura; cuando llegue allí, seré un hombre.”[9]
Desde este punto de vida, se entiende que el hombre es una unidad de alma, cuerpo y espíritu; y que el espíritu, dado por Dios, vivifica al alma, y el alma anima el cuerpo. De tal manera que si el alma está muerta por el pecado, ya estamos muertos aunque vivamos biológicamente.
Ser santo es experimentar hoy día la resurrección de Cristo. La verdadera muerte es vivir en el no-amor; vivir en el amor cristiano es estar ya resucitado. Y el día de la Parusía se cumplirá lo dicho por el apóstol san Pablo: “El último enemigo en ser destruido será la Muerte” (1Co 15, 26). Por lo tanto, a la luz de la fe, esta victoria se puede dar ya ahora en el cristiano, de tal manera que lo que hoy conocemos como ‘muerte’ no es otra cosa más que el encuentro definitivo y hasta deseable con Jesucristo; es un simple tránsito hacia la plenitud. Entonces, si morimos en gracia (sin pecado mortal), la muerte es la puerta tras la cual está la Vida, tras la cual está Dios esperándonos con los brazos abiertos.


El Juicio
Un tema que sigue al de la muerte es el del “Juicio de Dios”. Este tema está relacionado con el del fin del mundo; ambos están íntimamente relacionados. El fin del mundo ha sido objeto de infinidad de elucubraciones literarias, muchas de ellas llevadas incluso al cine y a otros medios de difusión masiva. El común denominador en todas ellas es que el fin del mundo se muestra como la destrucción del planeta luego del cual no existe nada más, es el fin de la existencia y punto. Por ello, se muestra como algo sumamente temido e indeseable, algo realmente terrorífico. Las sectas hablan mucho de este tipo de final de la historia y han llevado a muchas personas al suicidio masivo inventando fechas del fin del mundo. Al final no pasó nada.
La visión cristiana del fin del mundo no tiene nada que ver con la que mucha gente tiene. Dice el Señor Jesús: “Cuando empiecen a suceder estas cosas[10], cobrad ánimo y levantad la cabeza, porque se acerca vuestra liberación” (Lc 21, 28). Los cristianos esperamos el fin del mundo porque es el día de la instauración definitiva del reinado de Dios, el día de la resurrección de los muertos y el de nuestra verdadera liberación de los lazos de la muerte, el día del definitivo y pleno comienzo de la vida eterna. Nadie espera a alguien que ama con miedo.
Y todo ello empezará con un juicio. Cuando se escucha la palabra juicio se tiende a asociarla con un tema jurídico, como una especie de mecanismo retributivo a la manera de una corte humana. El juicio de Dios no es algo meramente retributivo. En la Escritura la justicia de Dios hace referencia a la bondad de Dios. El día del Juicio es el día en que brillará la bondad de Dios. Esta diferencia entre justicia humana y divina se sintetiza en un versículo del evangelio: “Vosotros juzgáis según la carne; yo no juzgo a nadie” (Jn 8, 15). Aquí Jesús está hablando del juicio retributivo de los hombres. Así no es su juicio. Respecto a este tipo de juicio, el apóstol san Juan es enfático al afirmar: “Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no es juzgado, porque ha creído en el nombre del Hijo unigénito de Dios.” (Jn 3, 17)
Además, dice el Señor Jesús: “Para un juicio he venido a este mundo: para que los que no ven, vean; y los que ven, se vuelvan ciegos” (Jn9, 39). Y antes también afirma: “Porque, como el Padre resucita a los muertos y les da la vida, así también el Hijo da la vida a los que quiere. […] En verdad, en verdad os digo: el que escucha mi palabra y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna y no incurre en juicio, sino que ha pasado de la muerte a la vida” (Jn 5, 21-24). Aquí está la misión de la Iglesia, en hacer que la palabra de Jesús se siga escuchando, siga llegando a todos los rincones de la tierra buscando un corazón dispuesto a acogerla. De tal manera, que en el Día del Juicio no será Dios quien condene, sino que cada uno decidirá la opción que tomó aquí en este mundo. Al igual que aquí, será el hombre quien decida estar sin Dios o acogerse a su misericordia. La verdadera ley es la de la libertad:
“Hablad y obrad tal y como corresponde a los que han de ser juzgados por la ley de la libertad. Porque tendrá un juicio sin misericordia el que no tuvo misericordia; la misericordia se siente superior al juicio.”[11]
 Sí, Dios es amor (cf. 1Jn4, 8) y es misericordioso (cf. Ex 34, 6). Ambos, el amor y la misericordia brillarán en el día del Juicio para lo que aceptando la verdad, es decir, que son pecadores, se acojan a la misericordia. De esta manera el que está en Cristo no debe temer aunque su conciencia le acuse:
“Hijos míos, no amemos de palabra ni con la boca, sino con obras y según la verdad, y tendremos nuestra conciencia tranquila ante él, aunque nuestra conciencia nos condene, pues Dios, que lo sabe todo, está por encima de nuestra conciencia.” (1Jn3,18ss)
Así es, al final, la pregunta será: “¿Cuánto has amado?”. Cada uno, tendrá un juicio sólo en este sentido. Primero, un juicio particular (cf. Mt 16,27; 20,1; 25,14; Lc 12,12; 16,19-31; 23,43) que será inmediatamente luego de su muerte, verdadero fin del mundo para cada uno; y al final de la historia humana, el juicio universal (cf. Mt 13,30; 24,31; 25,31; Jn 5,28; 12,47-50), donde se ratificará lo decidido en el juicio particular –los que no aceptaron su misericordia aquí, no la aceptarán entonces, y se condenarán- y comenzará, como se dijo líneas supra, el reinado definitivo de Dios, en donde ya no habrá para los salvados, ni muerte, ni llanto, ni sufrimiento, sino que los que estén con él comenzarán a vivir el día feliz que no tiene ocaso; y los que se condenen comenzarán el suplicio de no ver a Dios ni a nadie, jamás.

El infierno
Al igual que con el caso del juicio y el del fin del mundo, sobre el infierno también se ha elucubrado mucho, para finalmente haber sido relegado a un tema ya superado. El infierno ya sólo es concebido como un tema del medioevo, un invento de la Iglesia para imprimir temor y conseguir así ciertos beneficios de los incautos de sus adeptos. Para el mundo contemporáneo el infierno no existe.
El Papa Pablo VI dijo una vez que el éxito del demonio en el mundo contemporáneo es haberle hecho creer al hombre que ni él ni el infierno existen. Con esto, Satanás ha logrado adelantarle un poco el infierno a muchos: familias destruidas, abortos, asesinatos, crímenes, extorsiones, violaciones, mercado de prostitución y pornografía, grupos satánicos, chamanes que afirman haber vendido su alma a Satanás, pedofilia, suicidios, hambre y miseria, envidia, droga, alcohol, sexo desenfrenado, masturbación, soledad, depresión, eutanasia, robos, secuestros, mentira, adulterio, consumismo extremo, egoísmo, etc., son algunas de la muestras del accionar del demonio en este mundo. No creer en el demonio no libra a nadie de su odio hacia todos y cada uno de los hombres.
El infierno manifiesta el profundo respeto que Dios tiene por la libertad del hombre. La decisión de ir al infierno es una decisión personal. Los auto-condenados al infierno experimentarán, pues, en primer lugar, la soledad –puesto que no se acepta depender de otro-, el odio hacia Dios, odio hacia los demás y la desesperación total. En el fondo se deja de ser persona.
La realidad del infierno se atestigua en la Escritura[12] y en el Magisterio de la Iglesia[13]; pero, al igual que la fe en Jesucristo comienza a través del encuentro con una Persona -de tal manera que la vida cristiana se convierte en una experiencia-, el infierno y sus adelantos también se comienzan a experimentar aquí, tal y como vimos en el párrafo anterior. ¿Qué es el infierno? El infierno es vivir para uno mismo. Quien vive en un egoísmo profundo queriendo que todo gire alrededor suyo, se queda finalmente solo y comienza ya a vivir el infierno.
En 1968, mientras el filósofo ateo Jean Paul Sartre afirmaba en una de sus obras: “El infierno son los otros”,  un joven teólogo alemán, Joseph Ratzinger, pronunciaba en Munich una conferencia en la que defendía lo contrario: El infierno es estar solo. Al igual que un niño perdido durante la noche en medio del bosque, siente un miedo no a algo, sino un miedo en sí mismo y más radical, un miedo a la soledad –miedo que desaparecería si apareciese una mano que lo guiase-, si existiese una soledad tal que ninguna palabra de otro pudiese llegar y tener un efecto transformante, un lugar donde no pudiera llegar ningún “tú”, entonces tendría lugar esa verdadera y total soledad que el teólogo llama infierno.
Lo importante aquí es entender que el infierno es el fracaso más radical que el hombre pueda tener. Más que un lugar físico de fuego y azufre, es un estado de fracaso rotundo y definitivo, es no ver a Dios y vivir fuera de su presencia eternamente. Como dice Juan Pablo II[14], el infierno es el rechazo definitivo del hombre a Dios; en este sentido, en el Catecismo se afirma: «Morir en pecado mortal sin estar arrepentidos ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno».[15] Si Dios es amor, el infierno es vivir en el desamor más absoluto. Todo el desamor que se vivió en la tierra viviendo en el estado de degeneración que se mostró líneas arriba no tendrá punto de comparación con lo que será el infierno, al cual se irá inmediatamente después de la muerte (cf. D531) y en el que el suplicio será eterno y sin retorno (cf. D511).

El Purgatorio
Sobre la esperanza en la otra vida hay afirmaciones importantes en el A.T. Es particularmente importante el pasaje de Judas Macabeo (cf. 2M 12, 38-46) en la que se muestra su noble iniciativa de hacer un sacrificio por sus compañeros muertos en batalla, al descubrir que estos habían pecado contra Yahvé; es decir, lo que aquí se muestra es que se puede interceder por los difuntos apelando a la misericordia de Dios.
No es dogma de fe que alguien esté en el infierno. Lo que sí se tiene claro es que allí está el demonio y los demás ángeles caídos, sus secuaces. Pero de ningún hombre se puede decir que está en el infierno, ni siquiera de Judas. Esto es fundamental para resaltar la importancia de la oración por los difuntos, ya que se puede interceder por ellos, así como también, ellos –los que ya estén con Dios- pueden interceder por nosotros.
“Para cuantos se encuentran en la condición de apertura a Dios, pero de un modo imperfecto, el camino hacia la bienaventuranza plena requiere una purificación, que la fe de la Iglesia ilustra mediante la doctrina del «purgatorio» (cf. CEC1030-1032).”[16]
 En este sentido, el purgatorio es la purificación de la persona en cuanto a aquellas penas temporales que no habían quedado purificadas durante la vida –ya sea por las penitencias impuestas por los confesores, por las obras de caridad, etc.-, las que se purifican después de la muerte. Que quede claro que no nos referimos al pecado mortal. Si alguien muere en pecado mortal, es dogma de fe que se condena al infierno.
El tesoro de la Iglesia es que en ella hay gran cantidad de la gracia de Dios y la Iglesia se considera administradora de este tesoro de la gracia de Cristo. Es por ello que la Iglesia puede conceder indulgencias y las concede con más intensidad cuando se proclama un año santo. Así, “la indulgencia es la remisión de la pena temporal por los pecados, ya perdonados en cuanto a la culpa –en el sacramento de la reconciliación-, que un fiel dispuesto y cumpliendo determinadas condiciones consigue por mediación de la Iglesia, la cual, como administradora de la redención, distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los santos.”[17] La concesión de las indulgencias está relacionada con el poder de las llaves (cf. Mt 16, 19) y también con el mandato de Jesús: “A quienes se los retengan [los pecados] les quedan retenidos” (Jn 20, 23).
Hay que eliminar todo vestigio de apego al mal y corregir toda imperfección del alma. La purificación debe ser completa, y precisamente esto es lo que enseña la doctrina de la Iglesia sobre el purgatorio. Este término no indica un lugar, sino una condición de vida. Quienes después de la muerte viven en un estado de purificación ya están en el amor de Cristo, que los libera de los residuos de la imperfección”[18]
Debe entenderse que la permanencia en el purgatorio, por tanto, no es eterna. Quien está allí, ya está salvado de la pena eterna del infierno. Sólo se trata de una purificación en el sufrimiento de no ver aún a Dios. La única manera de purificar un alma es a través del amor. La purificación se da por tanto, del ansia de querer ver ya mismo el rostro de Dios. El fuego del purgatorio es el fuego del amor de Dios, es la escuela del amor.

La Gloria
La voluntad de Dios es que todos se salven” (1Tm 2, 3s). Todos nosotros hemos sido creados por Dios por amor, en el amor y para el amor. Hemos sido creados para el cielo. Venimos de Dios y vamos hacia Dios. Toda el ansia de felicidad que experimentamos desde que nacemos hasta que morimos no es otra cosa que el deseo de Dios, el deseo de ver su rostro.[19] Dice san Agustín: “…nos has hecho [Señor] para ti y nuestro corazón está inquieto mientras no descansa en ti.”[20]
El cielo es el estado de máxima felicidad del hombre, de máxima plenitud. En contraposición al fracaso radical del infierno, el cielo es la realización inconmensurable de la existencia humana. Allí se experimentará lo que se llama la visión beatífica de Dios.
En la Escritura no son pocos los pasajes en donde se menciona la gloria del cielo (cf. Mt 5,12; 6,20; 19,21; 18,8; Lc 6,23; 12,33; 23,43; Ap 19, 1-10). Dice el apóstol san Pablo: “Ahora vemos como en un espejo, en enigma, entonces veremos cara a cara [a Dios]. Ahora conozco de un modo parcial pero entonces conoceré como soy conocido [por Dios].[21]  Esta visión beatífica del rostro de Dios se le concede al alma inmediatamente después de la muerte, incluso antes del juicio final. Esto es dogma de fe.[22] El apóstol san Juan afirma en su primera carta: “Queridos ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado todavía lo que seremos. Sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es.” (1Jn 3,2)
Lo importante, finalmente, es saber que al igual que nuestra experiencia aquí nos puede servir de garantía de la existencia del infierno, el cielo también puede tener un comienzo aquí en este mundo. Los cristianos comenzamos a vivir ya la vida eterna creyendo en Jesucristo. Estar en el cielo es estar dentro de Jesucristo. El bautismo nos concede ser hijos en el Hijo, coherederos del cielo y partícipes de su gloria aquí en modo parcial en la Iglesia y de modo definitivo después de la muerte. Y en la Eucaristía no somos nosotros quienes asimilamos a Cristo al comer su cuerpo; es él quien nos asume a nosotros. De tal manera que la Eucaristía es, en este sentido, el preámbulo más cercano al cielo.
Si el infierno es vivir para sí mismo, el cielo es vivir para los demás. La única forma de comenzar a vivir esto es teniendo un nuevo principio de vida, un nuevo espíritu, el Espíritu de Dios habitando en nosotros. De allí la grandeza de la misión de la Iglesia, único lugar donde podemos ya comenzar a experimentar la vida beatífica, no exenta de luchas y sufrimientos; pero, a pesar de todo, feliz.
Vivir para los demás es la característica de la nueva vida en Cristo Jesús, tal y como afirma san Pablo: “Y [Cristo] murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos.” (2Co 5, 15). Hay un lugar aquí donde esto comienza a darse, un lugar que puede convertirse en la escuela del amor, la escuela de vivir para los demás, la escuela de la comunión, el cielo en la tierra. Y ese lugar es la familia. De allí se entiende el gran interés de Satanás en destruir la familia. Juan Pablo II dijo una vez en una homilía que la familia cristiana es el icono de la Santísima Trinidad en la tierra.[23]
¿Qué es el cielo?, el cielo es donde está Dios. Si en casa, con los míos, habita Dios, mi casa es el cielo. Por eso el Papa Benedicto XVI ante una pregunta que le hizo una niña sobre su familia[24] dijo una de las cosas más bellas que se haya escuchado –recuérdese que excepto su hermano, ya toda su familia ha fallecido-: “Y, a decir verdad, cuando trato de imaginar un poco cómo será en el Paraíso, se me aparece siempre el tiempo de mi juventud, de mi infancia. Así, en este contexto de confianza, de alegría y de amor, éramos felices, y pienso que en el Paraíso debería ser similar a como era en mi juventud. En este sentido, espero ir “a casa”, yendo hacia la “otra parte del mundo”.
María, Reina del Cielo, ruega por nosotros.

Gustavo Arriola Guzmán
Generación Juan Pablo II, comunidad para la Nueva Evangelización
Movimiento de retiros parroquiales Juan XXIII





[1] Benedicto XVI, Prólogo del YOUCAT, Catecismo joven de la Iglesia Católica, (Encuentro), Madrid, 2011
[2] Cf. Congregación para el Clero; “Directorio General para la Catequesis”; (CEP), p.34
[3] Joseph Ratzinger (Benedicto XVI); “Jesús de Nazaret”, tomo I, (planeta), 2007, p.69
[4] Cf. GS 18; Concilio de Trento (DH1511.1521); Concilio de Cartago (DH222); Sínodo de Orange (DH 372)
[5] Flp 1, 21-24
[6] Rm 6, 4
[7] Cf. Benedicto XVI, Carta Enc. “Deus Caritas Est”, n.1
[8] Santa Teresa de Jesús, poesía “Ayes del destierro”
[9] San Ignacio de Antioquía, “Epístula ad Romanos”, 6, 1-2. Citado por CEC 1010
[10] Aquí se refiere el texto a las catástrofes con las que son descritas el fin del mundo en el discurso escatológico de Jesús (cf. Mc13, Mt 24, Lc 21), en el que los evangelistas usan un estilo literario llamado “apocalíptico”, el cual es sólo eso, un estilo literario. Pero no necesariamente las cosas tienen que suceder al pie de la letra. Por ejemplo, san Pedro ve cumplida la predicción del profeta Joel (cf. Jl 3, 1-5) sobre el día de Yahvé en Pentecostés (cf. Hch 2, 16-21), donde se habla del sol cambiando en tinieblas y la luna en sangre aunque nada de eso se advirtió aquel día.
[11] St 2, 12s
[12] Cf. Mt 8, 12; 22, 13; 18, 8; 25, 30.41; 13, 42.50;  Mc 5,22; 8,12; 13,42; 10,28; 18,9; 23,15; Mc 9,43; Lc 3,17; 8, 31; 12,5; 16,19.28; Ap 9, 11; 20, 1ss.
[13] Cf. DH 4656s; D16.40.429.464.714.511
[14] Cf. Catequesis del Papa Juan Pablo II sobre el Infierno, miércoles 28 de julio de 1999
[15] CEC 1033
[16] Catequesis de Juan Pablo II: “El purgatorio: purificación necesaria para el encuentro con Dios”, miércoles 4 de agosto de 1999.

[17] Pablo VI, Const. Ap. “Indulgentiarum Doctrinae”
[18] Cf. concilio ecuménico de Florencia, Decretum pro Graecis: DH 1304; concilio ecuménico de Trento, Decretum de justificatione y Decretum de purgatorio: ib., 1580 y 1820; citado por Juan Pablo II, Ibid.
[19] Cf. CEC 27
[20] San Agustín, Confesiones, I,1,1 (PL 32, 659-661)
[21] 1 Co 13, 12
[22] Cf. D475. 530. 693. 696
[23] Juan Pablo II, Homilía en la misa con las familias del Camino Neocatecumenal que partían a la misión; Porto san Giorgio, 30/12/1988
[24] Encuentro mundial con las familias, 2 de Junio de 2012. Cf. L’osservatore Romano, 2012, N°24, p.8