A los
señores congresistas de la República del Perú
Estimado señor presidente del Congreso de la
República, estimados y respetados señores congresistas:
Ante todo doy gracias a Dios por la deferencia que han
tenido hacia mi persona para invitarme a compartir unas breves reflexiones
acerca del tiempo actual en nuestro país y acerca también de las oportunidades
y riesgos de los fenómenos sociales post-modernos en la sociedad peruana. No
creo estar a la altura de aportar algo a tan digna asamblea por lo que ruego a
Dios me asista desde lo alto para que no defraudar en exceso. Al estar aquí
ante ustedes, surgen sentimientos de profunda emoción porque son los sucesores
de tantas personalidades que hicieron historia en este mismo recinto. Fue la
sangre de tantos próceres y precursores de la independencia de esta nación que
hicieron posible que exista este lugar donde sus predecesores se han reunido a tomar
decisiones vitales para el país tal y como lo hacen ustedes ahora, guiándolo a
través de los tan ansiados caminos de la democracia.
Entonces, tal vez convenga ahora reflexionar sobre el
sentido originario de la llamada democracia. Recordemos que cuando en la antigua
Grecia (s. IV a.C.) surge esta concepción, la llamada polis no era otra cosa que un conjunto de familias que anhelaban
algo en común, el bien de todos sus ciudadanos, entendido este como el
esplendor de los valores de verdad, sabiduría y justicia. El demos por tanto era por decirlo así una
gran familia. Claro está que este modelo de familia
y de democracia estaba aún lejos del
que conocemos ahora; se trataba de la democracia de los más poderosos, donde el
bienestar beneficiaba sólo a los sectores pudientes, existía la esclavitud, la
prostitución “sagrada” y la explotación de los siervos. Es el cristianismo quien
repotenció siglos después este modelo
con la aparición de la familia
cristiana, la cual poseía como puro don la Verdad en plenitud por revelación.
Y es así que el modelo de democracia que nos interesa
aparecerá recién en 1135 con los monjes benedictinos. Luego de que estos se
extendieran por toda Europa, llegaron a fundar más de doscientos monasterios
seguidores de las normas de San Benito. Entonces, para que el camino señalado
por el fundador no se desvirtúe, Steban
Harding decidió organizar la primera asamblea de representantes (abades)
para elegir al que pudiera guiarlos según el fin común a todos los hermanos. El
modelo incluso físico de la sala capitular de estos hermanos donde tomaban las
decisiones más importantes es el que ha inspirado a tantos congresos en el
mundo. Agregaremos algo más de los benedictinos más adelante.
Es así que la naciente democracia, por tanto, no era
otra cosa que la elevación del sentir de los ciudadanos a los gobernantes y la
traducción de éste sentir en acciones concretas que busquen el bien común
poniendo como valor fundamental a la “persona”, concepto filosófico que también
fue enriquecido profundamente por el cristianismo como ser único, irrepetible,
trascendente y llamado a la búsqueda de la verdad y a la realización a través
del amor.
Vemos, por tanto, que “una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de derecho y
sobre la base de una recta concepción de la persona humana”[1];
siendo uno de los mayores riesgos para las democracias actuales el “relativismo
ético” que anula la objetividad y universalidad de una jerarquía de valores. Se
ha tomado al agnosticismo y al relativismo escéptico como las guías de
políticas democráticas y se cree, no con razón, que quienes están convencidos
de conocer la verdad y de regir sus actos a través de ella no son fiables desde
el punto de vista democrático. Aquí conviene observar que si no existe una
verdad última, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser
instrumentalizadas fácilmente para fines de poder[2].
“Una democracia sin valores se convierte
con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la
historia”[3].
Consiguientemente, las autoridades políticas no
deberán olvidar la dimensión moral de la representación y que dicha autoridad
deberá tener como finalidad de su actuación el bien común y no el prestigio o
el logro de ventajas personales, generalmente económicas. Vemos con preocupación
que entre las deformaciones más graves que afectan al sistema democrático está
la corrupción política[4],
porque traiciona al mismo tiempo los principios de la moral y las normas de la
justicia social.
Se ha querido comenzar hablando de la verdadera democracia,
la familia y la persona humana porque son las realidades más golpeadas no sólo
en nuestro país sino en el mundo entero. El relativismo moral está destruyendo
a la persona y a la familia, esto siempre afectará el verdadero desarrollo de
un país. El PBI en el Perú sigue creciendo, este último año se ha incrementado
en un 8,5%. Pero, ¿son los números los que indican que un país en verdad está
progresando? ¿En verdad son las cifras las que reflejan el crecimiento y
desarrollo de un país? Un país no está compuesto de cifras sino de personas
humanas, que sienten, que sueñan, que poseen un profundo anhelo de infinito.
Los bienes materiales no llenan este vacío ni dejarán nunca de ser sólo medios
y no fines. Los índices de suicidios se incrementan cada año a pesar del aumento
del poder adquisitivo “per cápita”. Son
más de 300 peruanos que se suicidan cada año y la cifra va en aumento. Vemos no
con poca preocupación que los índices de depresión ya han llegado a un 25% de
los cuales el 16% son mujeres y 9%
son varones. ¿A qué podemos
atribuir que la depresión sea la enfermedad más común hoy en día? ¿Está en
verdad la realización personal de la mujer en el éxito profesional a toda costa,
sacrificando incluso para ello su ser-madre
o su ser-esposa; es decir, en la
unión matrimonial con un varón? La unión del hombre con una mujer está inscrita
en su esencia como ley natural a la cual Dios no ha hecho más que elevarla al
orden de sacramento.[5]
La ley natural inscrita en el corazón del hombre es el
fundamento de la unión entre un hombre y una mujer, cuyo fin es a la vez
unitivo y procreativo. La historia nos ha mostrado que las naciones más fuertes
son aquellas en las que sus sociedades han dado cabida a la apertura a la vida.
Sólo en las sociedades en donde se defiende la vida desde su concepción hasta
su deceso natural se vislumbra un futuro con esperanza y con un desarrollo
humano integral y sostenido. Esta no es una concepción dogmática,
fundamentalista ni mucho menos religiosa. Aristóteles, ya en el s. IV a.C.,
decía que todo aquello que tiene movimiento por sí mismo es un ser “vivo”. En
el caso de la unión de dos células, masculina y femenina, estamos hablando, por
tanto, de vida humana. Por consiguiente, el aborto se muestra como un acto
intrínsecamente inmoral y las leyes deberán ser encaminadas, dado ello, a
defender la vida y no a destruirla. Esta verdad, como dijimos, no sólo viene de
la revelación sino del orden de la naturaleza. Una afirmación aceptada por
consenso mayoritario o incluso unánime no es necesariamente verdadera. La
verdad es objetiva y trasciende al hombre, por lo que está en su espíritu la sed natural
de su búsqueda, la cual lo revela como radicalmente distinto de los “animalia”.
Es por lo anterior que conviene fomentar esta búsqueda
de la verdad sobre todo en nuestros jóvenes, tan afectados por el sin sentido
de la vida y que son constantemente bombardeados a través de los “new media” con ideas que desvirtúan esta
búsqueda y hace que se alienen, en consecuencia, con el alcohol, la música, el
sexo desordenado, la delincuencia y con la droga, verdadero cáncer actual y
pandemia de la humanidad. La legislación, por ello, debería promover una
educación a nivel escolar y universitario que mire a las raíces de la educación,
redescubriendo el ser metafísico que
todo hombre lleva dentro por el sólo hecho de ser hombre. La educación
religiosa complementará el esfuerzo de la razón por alcanzar la verdad. La fe,
independientemente del credo de las personas, es un acto natural que las revela
como seres creados para la trascendencia, más aún, para el encuentro con el
totalmente Otro a quien Aristóteles, Platón y tantos otros filósofos llamaron
Dios.
Solamente Jesucristo nos ha mostrado que este Dios es
persona, todavía más, nos ha mostrado que este Dios es Padre y que nos ha
creado por amor, en el amor y para el amor; y es solamente aquí que se descubre
la verdad última para el hombre: la persona humana se realiza en plenitud sólo
amando. Cristo, muerto y resucitado nos ha mostrado este amor del Padre, Cristo
nos ha traído a Dios[6]
y sólo Él puede revelar al hombre lo que es el propio hombre.[7]
Nunca como hoy, se hace tan necesario mirar a Cristo para que el hombre
post-moderno redescubra la grandeza de su ser personal. Los benedictinos lo
hicieron en su tiempo, los movió, como dice Joseph Ratzinger, el Quaerere Deum, la búsqueda de Dios, e
iniciaron así –a diferencia de romanos y griegos- la educación no sólo para los
ricos, sino también para los pobres, los hijos de los campesinos y artesanos;
iniciaron las universidades, los hospedajes y los hospitales.
No pocos peruanos se han encontrado con la Verdad que es Jesucristo, y se convirtieron
por ello en verdadera luz, sal y fermento de esta tierra que tiempo atrás se la llamó “Ciudad de los Reyes”
o “Ciudad de los jardines”. Santa Rosa de Lima, san Martín de Porres, san
Francisco Solano, san Juan Masías y tantos otros santos anónimos nos han
mostrado que el cristianismo llevó en su tiempo y podrá seguir llevando hacia
el esplendor a esta nación.
Que la virgen María aunada a la intercesión de estos
grandes santos peruanos, verdaderos dones para este país y para el mundo,
ruegue por nosotros ante Dios Padre para que nuestro entendimiento se ilumine
por la Luz esplendorosa de la Verdad que es Cristo y que esta luz nos muestre
el camino para vivir una sociedad cuyos valores de igualdad, libertad y
justicia se fundamenten en la hermandad que sólo nace de una vocación trascendente de Dios Padre, el
primero que nos ha amado, y que nos ha enseñado mediante el Hijo lo que es la
caridad fraterna[8]. Deseo vivamente que descubran la paternidad de Dios,
que ésta transforme su ser y les conceda por su gracia convertirse en
verdaderos Padres de la patria.
Que
Dios los bendiga
Gracias
por su atención
Gustavo Arriola Guzmán
Seminarista diocesano
[1] Cf. Juan Pablo II, Cart.
Enc. “Centesimus annus”, 46: AAS 83
(1991) 850. Citado por Pontificio Consejo “Justicia y Paz”, Compendio de la doctrina social de la
Iglesia, (EPICONSA), Lima, 2009, p. 222
[2] Pontificio Consejo
“Justicia y Paz”, Compendio de la
doctrina social de la Iglesia, (EPICONSA), Lima, 2009, p. 222s
[3] Cf. Juan Pablo II, Cart.
Enc. “Centesimus annus”, 46: AAS 83
(1991) 850. Citado por Pontificio Consejo “Justicia y Paz”, op. cit. p. 223
[4] Cf. Juan Pablo II, Cart.
Enc. “Sollicitudo rei socialis”, 44: AAS 80 (1988) 575-577. Citado por Pontificio Consejo “Justicia y Paz”,
op. cit. p. 224
[5] Cf. Mt 19, 1-7; Mc 10, 1-12; Gn
1,27; Gn 2, 24
[6] Cf. Joseph Ratzinger, BENEDICTO XVI, “Jesús de Nazaret”, (Planeta); Lima, 2007; p. 69
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