lunes, 24 de junio de 2013

Catequesis para jóvenes: Jeremías

“¡No digas que eres un muchacho!” (Jr 1, 7)

Sobre la misión de los jóvenes en la Nueva Evangelización

(Extracto de la catequesis “Que nadie menosprecie tu juventud” (1Tm4, 12), adaptada para este encuentro)

I.                  Introducción

Poco antes de que empiece a escribir esta catequesis, se suicidaron tres jóvenes en mi ciudad (Lima); los tres en una misma semana. Lo preocupante es que esta situación no es de ahora solamente, ha comenzado ya hace un par de décadas. Los jóvenes se están destruyendo, se matan, se asesinan entre bandas, se drogan, se emborrachan, asesinan a sus padres, viven una promiscuidad sexual extrema, se entregan a la homosexualidad, al lesbianismo, se deprimen, etc. ¿Qué buscan los jóvenes? ¿Qué los lleva a este desenfreno? ¿Qué esperan? O mejor, ¿Esperan? ¿Sueñan? ¿Anhelan? 

No hace mucho una amiga mía, una joven italiana, me escribía en una carta: “Éste es un periodo muy oscuro para Europa en general e Italia en particular: nuestra generación está muy desorientada y asustada. La sensación que tenemos es que todo está a punto de derrumbarse al suelo para siempre y esto nos quita las ganas y la capacidad de hacer proyectos, de creer en algo, de soñar un futuro mejor que este horrible presente. Hay mucha tristeza y mucha desilusión entre la gente de mi edad; y es así que son muchos los que tratan de no pensar en esta tristeza y desilusión en todas las maneras que tú puedes imaginarte. No es fácil vivir cuando una época se acaba. Nos estamos despertando de un sueño que ha durado por siglos: el Occidente ha sido por siglos el dueño del mundo, y solamente ahora empieza a darse cuenta que lo ha destruido todo y se ha destruido a sí mismo.

Cuando leía estas líneas, en febrero de este año 2012, comencé a pensar en una catequesis para los jóvenes. Lo que dice mi amiga es verdad. Tengo un hermano de mi comunidad, sacerdote, que está estudiando allá, en Italia, y me contaba que la mayoría de los jóvenes buscan pasar el tiempo en los parques. Al día siguiente amanecen los parques llenos de botellas de cerveza, de preservativos usados, porque se pasan la noche tomando, drogándose y fornicando públicamente. En España le llaman: vivir la vida “a tope” (al máximo). Pero si nos detenemos un poco, en realidad podemos preguntarnos: ¿eso es vivir? Yo no lo creo. Eso es sobrevivir, como bien me describía mi amiga en su carta. Los jóvenes quieren llenar ese vacío que tienen con el desenfreno para olvidar, al menos un instante, lo que no pueden dejar de evidenciar: que son infelices, que están vacíos, que han llegado ‘al fondo’, ‘a tocar suelo’, a un vacío existencial profundísimo, a experimentar el sin sentido de la vida.

Según cifras de la Organización Mundial de la Salud (OMS), cada año se suicidan en el mundo cerca de un millón de personas. De hecho, después del aborto, es la primera causa de muerte violenta entre hombres y mujeres entre 15 y 34 años de edad, ya que es mayor el número de personas que mueren por su propia voluntad que aquellas muertes producidas anualmente por el conjunto de todos los homicidios y los conflictos bélicos del planeta. En los últimos veinte años, el número de jóvenes suicidados se ha duplicado. En ese lapso, en Chile, se han quitado la vida 6000 jóvenes. En mi país (Perú) casi el 80% de los estudiantes entre 12 y 17 años han pensado en algún momento en suicidarse. En el 2010, 4400 menores de 18 años lo decidieron, más de 300 lo intentaron y 80 lo consiguieron. En el 2011, lo han intentado 6000 personas, es decir, el número sigue creciendo. ¿Cuál es el motivo? Casi todos los estudios coinciden en que la principal causa es por la desintegración familiar y, en segundo lugar, por la perplejidad que lleva a la depresión ante la competitividad que exigen los nuevos criterios económicos en un mundo globalizado. También es alarmante el aumento de los casos del temido ‘bullying’, es decir, el maltrato psicológico (burla), físico y sexual, provocado por padres, maestros, familiares cercanos y últimamente más por los propios compañeros de escuela. En países europeos las cifras generalmente se quintuplican[1].

¿Hay una esperanza de que todo esto cambie? ¿Éstos jóvenes tienen salvación? ¿Sus vidas pueden cambiar dando un vuelco de 180º? Si no estuviera convencido de que sí es posible este cambio no escribiría nada de esto. Y si lo escribo es porque ha ocurrido conmigo.

¿Qué busca un joven? Nos preguntábamos líneas arriba, y creo firmemente que es lo que busca todo hombre –varón y mujer-, busca a Dios. El problema es que lo busca donde Dios no está. Dios no está en la droga, ni en el desenfreno sexual, ni en la fama, ni en el poder, ni en el éxito y la fortuna. Si Dios estuviera allí, no se suicidarían como ocurre ahora. Dios se ha hecho hombre, ésta es la Buena Noticia (Evangelio). Lo único que necesita un joven atrapado en esta ‘sociedad de muerte’ es ver a Cristo vivo, encontrarse personalmente con el Resucitado.

Hace poco comprendí que el joven más que mil  palabras lo que realmente necesita es ver un testigo.

Y todo esto lo tiene claro el Magisterio de la Iglesia: desde el mensaje a los jóvenes del Concilio Vaticano II (1965), la Carta a los jóvenes de Juan Pablo II, quien comenzó con las ya ahora célebres Jornadas Mundiales de la Juventud (JMJ), se demuestra que este interés es claro y real. Los jóvenes anhelan ver a Jesucristo, que es el Emmanuel (Dios con nosotros) y si esto está claro a nivel del Magisterio, es penoso reconocer que esta realidad no llega al nivel de las diócesis y de las parroquias. La pastoral juvenil se ha reducido a tratar al joven como a un superficial al que sólo hay que mantener “entretenido” para que no se vaya, y esto con cantos ‘cristianos’ adaptados de melodías y letras paganas, con dinámicas y juegos, pero con poca o a veces nula predicación, sin el anuncio de la Verdad que es Jesucristo (Cf. Jn 14, 6). El resultado: abandono casi total de los jóvenes luego de la Confirmación.

En las misas sólo están quedando los ancianos. Y todo porque al joven no le estamos mostrando a Jesucristo, no le estamos ayudando a que descubra quién es él, a que vea su historia iluminada a la luz de la Palabra, a que se reconcilie con esa historia, y así se curen las heridas profundas que le hayan marcado y que permitió Dios para atraerlo hacia Él cuando busque respuestas.

Hace tres años, en una parroquia, una jovencita de 17 años se me acercó mientras yo oraba delante del sagrario, y me dijo: “Mi padre me viola desde que yo tenía seis años. Se lo dije recién a mi madre y lo ha botado de la casa, pero ahora está peleada conmigo porque me echa la culpa”. ¿Cómo se le puede decir a esta chica que Dios le ama en medio de esa historia? ¿Cómo se le puede ayudar a ver que su historia está bien hecha? ¿Cómo mostrarle a Dios como un Padre bueno si al escuchar la palabra ‘padre’ recordaría al suyo que la ha violado? ¿Con bailecitos? ¿Con dinámicas reggetoneras? ¿Con jueguitos infantiles? No lo creo. A esta joven lo único que le hubiera ayudado es el kerigma de Jesucristo, el anuncio de Cristo muerto y resucitado por ella, por su padre, por mí, por todos. Dios se hizo hombre para destruir la muerte y el pecado, sufriendo y muriendo antes que nosotros para que nuestro sufrimiento tenga sentido, y así resucitemos también con Él a una vida nueva. Pero esto sólo se puede entender desde la fe, fe que comenzamos a tener precisamente a partir de este anuncio.

Para ello, para enviar a su Hijo al mundo, quiso prepararse un pueblo, Israel, germen de la Iglesia y figura de todos nosotros. Y quiso hacer con este pueblo una historia de salvación, que es ‘mi’ historia de salvación, que es ‘tu’ historia de salvación; y de esto, de mostrar que Dios no trató a los jóvenes de su pueblo como a unos infantiles superficiales, trata esta catequesis.

II.               Vocación del joven Jeremías

Para iluminar a la luz de la palabra de Dios la última idea de la parte introductoria, creo que es oportuno usar el ejemplo de la vocación del joven Jeremías. Para ello conviene citar textualmente lo que nos dice la Escritura acerca del diálogo vocacional entre Dios y este joven profeta:

“Me dirigió Yahvé la palabra en estos términos:
antes de haberte formado yo en el vientre, te conocía;
antes que nacieses, te había consagrado yo profeta;
te tenía destinado a las naciones.
Yo respondí: ‘¡Ah, Señor Yahvé! Mira que no sé expresarme,
que soy un muchacho.’ Pero Yahvé me dijo:
No digas que eres un muchacho, pues irás donde yo
te envíe y dirás todo lo que te mande. No les tengas
miedo, que contigo estoy para salvarte –oráculo de Yahvé-.
Entonces alargó Yahvé su mano y tocó mi boca. Después me
dijo Yahvé:
Voy a poner mis palabras en tu boca. Desde hoy mismo te doy
autoridad sobre las gentes y sobre los reinos para extirpar y arra-
sar, para destruir y derrocar, para reconstruir y plantar.” (Jr 1, 4-11)[2]


“Antes de haberte formado yo en el vientre, te conocía”

Antes que nada, esta palabra nos pone de cara frente a la vida como un don de Dios. La vida no es un derecho sino un don. Tú, joven, estás en este mundo porque Dios te ha querido desde antes que el mundo fuera. Te pensó Dios desde antes de la creación del universo. No eres un producto del azar, de la casualidad, como la sociedad contemporánea, agnóstica y atea, te quieren hacer creer.

Ciertamente este pensamiento no es reciente. Es el resultado de una corriente racionalista que empezó desde el s. XVII. Es verdad que este siglo no se inició ateo con Descartes, pero desembocó en ello con los llamados ‘maestros de la sospecha’ (Freud, Nietzsche, Sartre). En el s. XIX, Karl Marx también le dijo al hombre que no debía ya preguntarse ni sobre su origen ni sobre su procedencia. Estas son preguntas sin sentido. La verdad del Dios creador también fue cuestionada por el evolucionismo aunque éste nunca dio respuestas respecto al origen de todo; se contentó con decir que descendemos del mono.

Un científico de alto rango –como le llama Ratzinger- y enemigo de la creación, fue Jaques Monod. El afirma dos cosas: la primera, que no hay una fórmula de la que todo se deduzca necesariamente. En el mundo no hay sólo necesidad, sino casualidad. Como cristianos, dice Ratzinger, estamos llamados a profundizar más, para darnos cuenta de que además de eso en el mundo hay “libertad”. Pero volvamos a Monod. Hay dos realidades, dice él, que no deberían existir. Una de ellas es la vida; la otra, es ese misterioso ser llamado hombre. Ambos -dice Monod- tienen un grado de improbabilidad tan alto que no ‘deberían’ existir, debieron aparecer solamente una vez, somos una ‘casualidad’. Según él nos hemos sacado ‘el gordo (premio mayor) de la lotería’.

Con respecto a lo anterior nos comentaba el entonces cardenal Ratzinger:

Con su estético lenguaje, [Monod] expresa de otra manera lo que la fe de los siglos había denominado ‘contingencia’ y que se había convertido en oración para la fe: No tengo por qué existir, pero existo, y tú, oh Dios, me has querido. Ahora pone Monod el azar en el lugar de Dios: la lotería que es la que nos ha hecho surgir. Si las cosas fueran así, sería muy cuestionable si nos está permitido afirmar que esto es un golpe de suerte. Un taxista me advirtió, hace poco […] que cada vez hay más gente joven que dice: A mí nadie me ha pedido si quiero nacer. Y un maestro me dijo que quería mover a un niño al agradecimiento a sus padres indicándole: ‘tú les debes la vida’. A lo que el niño contestó: ‘Yo no tengo que agradecerles nada’. No pensaba que  ser hombre era un premio de lotería. Y si en realidad es la ciega casualidad la que nos ha arrojado al mar de la nada, habrá razón suficiente para afirmar más bien que se trata de una desgracia. Sólo si sabemos que hay Alguien ahí que no ha jugado a ciegas a la lotería, que nosotros no somos producto de la casualidad, sino de la libertad y del amor, podremos decir nosotros, que somos los no-necesarios, que ser hombre es un regalo[3]

Nada más absurdo e irracional que el azar como explicación de la existencia. Para muchos pensadores serios, el azar es una de las palabras más irracionales que existe. El Papa Benedicto XVI comenta ahora respecto a la idea anterior:

La memoria de este Padre [Dios] ilumina la identidad más profunda de los hombres: de dónde venimos, quiénes somos y cuán grande es nuestra dignidad. Venimos ciertamente de nuestros padres y somos su hijos, pero también venimos de Dios, que nos ha creado a su imagen y nos ha llamado a ser sus hijos. Por eso, en el origen de todo ser humano no existe el azar o la casualidad, sino un proyecto del amor de Dios. Es lo que nos ha revelado Jesucristo, verdadero Hijo de Dios y hombre perfecto. Él conocía de quién venía y de quién venimos todos: del amor de su Padre y Padre nuestro[4]

Los jóvenes se enfrentan hoy en día a situaciones que generaciones anteriores y yo no tuvimos que afrontar: familias destruidas o más aún, familias no constituidas sobre la base del amor y consagrada a través del santo matrimonio, padres  separados, padres convivientes, “familias alargadas”, incestos, hijos de violaciones, hijos adoptados por parejas homosexuales, hijos de relaciones furtivas y pasajeras, de “encuentros de una noche”, etc. Todos estos acontecimientos pueden hacer pensar a un joven, y con justa razón, que su vida es un absurdo, que él nunca debió existir, que tal vez lo mejor sea olvidarse de estas desgracias huyendo de casa, no pensando en ellas, emborrachándose, en el internet, viendo pornografía, o mintiendo en el chat, en las pandillas destruyendo todo para liberar toda la ira contra la injusticia de la historia mal hecha, en el sexo, en la droga, etc. O tal vez, mejor aún, lo mejor sea suicidarse y acabar  de una vez por todas con esta absurda vida sin sentido. Esta es la voz del demonio: un personaje que te odia con todo su ser. Un personaje real, y que su mayor éxito hoy en día consiste en haberle hecho creer a la humanidad que él no existe. Sí, es el demonio el autor de los hogares destruidos, de las violaciones, del odio, del crimen, del aborto, de la eutanasia, etc. El es el autor del mal en el mundo. Es él quien le quiere hacer creer al joven que todo lo que le pasa es culpa de Dios, que su historia está mal hecha por Dios para ponerlo en contra de su creador. Esto lo hizo también con Adán y Eva, esto lo ha hecho siempre porque es el padre de la mentira y mentiroso desde el principio. (Cf. Jn 8, 44).

Nunca como hoy son tan actuales las palabras que el libro de la Sabiduría pone en boca de los impíos, es decir, de los que odian a Dios:

Corta y triste es nuestra vida; la muerte del hombre no tiene remedio y de nadie consta que haya vuelto de la tumba. Nacimos por azar y pasaremos como si no hubiéramos existido. El soplo de nuestro aliento es humo y el pensamiento, una chispa del latido de nuestro corazón(Sb 2, 1-3).

Nada más elocuente para expresar la desesperanza y el vacío existencial que experimentan los jóvenes hoy en día producto del pensamiento racionalista que ha desembocado en el agnosticismo y el ateísmo. Pero es el mismo libro bíblico quien nos ilumina con la luz de la verdad de Dios:

 “Así piensan, pero se equivocan, pues los ofusca su maldad. No conocen los secretos de Dios, ni esperan recompensa para la virtud, ni valoran el premio de una vida intachable. Porque Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su mismo ser; pero la muerte entró en el mundo por envidia del diablo, y la experimentan sus secuaces.(Sb 2, 21-24)

Por eso, es verdad lo que dice el Papa: lo que existe en el origen de todo hombre es un diseño de amor de Dios. Claro, todo joven puede decir: “Pero, ¿cómo va a ser un diseño de amor una historia tan desastrosa como la mía?”. Sí, es un diseño de amor, pero sólo se puede ver la belleza de este diseño y su perfección con los ojos de la fe y a la luz de la Palabra de Dios. Por eso es importante el encuentro con la Verdad que es Jesucristo, por eso es un don conocer la Iglesia, pero de esto hablaremos más adelante.

Volviendo a la vocación de Jeremías, Dios le dice al joven Jeremías algo muy importante y cierto: quien te formó en el vientre fui yo. Yo soy tu hacedor, tu creador, el que te constituyó. Al leer esta palabra se me viene al corazón la historia de los macabeos, la historia del martirio de una madre y de sus siete jóvenes hijos. Una madre ve asesinar delante de ella a sus siete hijos y finalmente la matan a ella. Y todo porque se negaban a comer carne de cerdo –prohibida por la ley de sus padres, por la ley de Moisés- por orden del malvado rey Antíoco, quien hizo preparar una gran sartén con aceite hirviendo para matarlos, torturándolos previamente de la manera más espantosa. Ya para esto habían asesinado –por el mismo motivo- a un anciano, Eleazar, de quien el mismo libro dice que su muerte dejó, no sólo a los jóvenes, sino a la gran mayoría de la nación un ejemplo de nobleza y recuerdo de virtud. (Cf 2M 6, 18ss). Pues bien, esta madre, cuando ya habían asesinado a cinco de sus hijos y antes de que hagan lo mismo con los dos últimos, para animarlos les dijo a éstos algo sorprendente:

Yo no sé cómo aparecisteis en mis entrañas, ni fui yo quien os regaló el espíritu y la vida, ni tampoco organicé yo los elementos de cada uno. Pues así el Creador del mundo, el que modeló al hombre en su nacimiento y proyectó el origen de todas las cosas, os devolverá el espíritu y la vida con misericordia, porque ahora no miráis por vosotros mismos por amor a sus leyes.” (2M 7, 22).

 Lo que le dice esta madre a sus hijos es algo impresionante y hace referencia a lo que canta el salmista:

Señor, tú me sondeas y me conoces […]. Porque tú has formado mi cuerpo, me has tejido en el vientre de mi madre; te doy gracias por tantas maravillas: prodigio soy, prodigios tus obras. Mi aliento conocías cabalmente, mis huesos no se te ocultaban, cuando era formado en lo secreto, tejido en las honduras de la tierra. Mi embrión veían tus ojos: en tu libro están inscritos los días que me has fijado, sin que aún exista el primero(Sal 138, 1.13-16).

Cuando un hebreo habla de los huesos lo hace para referirse a la parte más profunda de su ser, su alma, su esencia, su propia interioridad. Eso es lo que Dios puede ver desde que nos está formando en el seno materno.

Estos siete jóvenes macabeos fueron asesinados junto a su madre por amor a la ley de Dios transmitida por sus padres. Este es el valor de la transmisión de la fe. Ellos tenían puesta la mirada en la vida eterna.

Es por ello que cuando un joven tiene fe, cuando un joven cree en la vida eterna, aunque tenga que morir en una sartén hirviendo, aunque haya venido al mundo sin el amor de sus padres, aunque haya sido producto de una violación, verá siempre el diseño de su historia como un diseño de amor, siempre bien hecho, porque antes que todo esto sucediese Dios ya lo conocía y porque estos acontecimientos dolorosos momentáneamente, le sirvieron para gozar de la dicha de encontrarse con Dios aquí en este mundo, y este encuentro con Dios le sirvió para sanar todas esas heridas y vivir reconciliado con su historia, agradecido y feliz porque ningún sufrimiento se compara con la dicha de conocer a Dios; y después de la muerte, verlo cara a cara y vivir con Él para siempre. Pero la salvación no debe entenderse como un premio a los muchos sufrimientos que uno haya tenido en la tierra. La salvación comienza aquí cuando uno cree en el Dios único, y sólo se puede afirmar esto cuando uno ha pasado por una experiencia fuerte de fe, que implica, generalmente, una experiencia de fracaso total, de esclavitud, de ‘vacío existencial’ en el cual caímos sólo nosotros por nuestro libre albedrío y de donde sólo nos ha sacado Dios.

De esta manera aunque nuestra historia nos parezca adversa, tiene un final donde la victoria es del Señor, porque detrás de los acontecimientos está Dios y Él nos hará justicia. Esto lo explica muy bien Benedicto XVI:

“…el horror no tiene la última palabra: los días serán abreviados y los elegidos salvadosDios deja una medida grande –supergrande según nuestra impresión- de libertad al mal y a los malos; pero, no obstante, la historia no se le va de las manos.”[5]




“Antes que nacieses, te había consagrado yo profeta”

Esta es una de las palabras que en un instante pueden llenar de sentido la vida de cualquier persona. Qué mejor, en el caso de un joven, a temprana edad. Porque conviene saber que venimos a este mundo como parte de un diseño de amor, como se vio en el punto anterior. Venimos ya  “consagrados”, es decir, “separados” para Dios. No decidimos nacer, sino que es Alguien quien decidió darnos la vida. No venimos a este mundo para la individualidad, sino para vivir-para los otros, y sobretodo ‘para’ Dios. Es por eso que mientras todo joven no se encuentre con Dios, con esta Verdad que le manifieste su destino, siempre vivirá insatisfecho, i-realizado, in-saciado, porque buscará la felicidad, o sea a Dios, donde éste no está. Como dice san Agustín: “Nos hiciste Señor para ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que no descanse en ti” (Confesiones, I, 1,1).

Vivir para Dios significa que Él tiene un plan para cada uno y no hay mayor alegría para una persona que descubrir cuál es ese plan de Dios, porque realizar ese plan garantiza la felicidad en este vida y la salvación para una felicidad inimaginable después de la muerte, en la resurrección, en el cielo. Y el cielo puede comenzar aquí en la tierra si cada uno vive libremente dentro de la voluntad de Dios, dentro de este diseño estupendo. Todo esto es posible gracias a Jesucristo –ya que es imposible vivir dentro de la voluntad de Dios sin la gracia de Cristo- por quien ahora pertenecemos a Dios. Ya lo dice san Pablo:
Porque ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya vivamos, ya muramos, del Señor somos. Porque Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos.” (Rm 14, 7). Esto es lo que da el sentido a todo, la muerte y resurrección de Jesucristo.
¿Cuándo podré entrar en el plan de Dios? Cuando, ayudado por la gracia (Espíritu Santo) de Cristo, muera (renuncie) a mis propios planes, fiado en que Dios tiene planes infinitamente mejores para mí que los míos: “porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros proyectos son mis proyectos –oráculo del Señor-. Pues cuanto se elevan los cielos sobre la tierra, del mismo modo se elevan mis proyectos sobre los vuestros y mis pensamientos sobre los vuestros.” (Is 55, 8s).

De aquí que hoy en día sea tan propicio para un joven ponerse de cara a Dios y preguntarle con confianza, como un hijo con su padre -Jeremías es el primero en hablar de Dios como un padre (Cf. Jr 31, 9.19s)-, cuál es ese plan para él ya escrito, en el cual está garantizada su plena dicha, porque Dios quiere con todo su ser decírselo pero no puede hacerlo violentando su libertad. Como dice el santo que ha inspirado mi vocación: “Quien te ha hecho sabe también lo que quiere hacer contigo”.[6]


“Mira que no sé hablar, que soy un muchacho”

Lo primero que surge en nosotros ante la llamada de Dios es el miedo ante tamaña misión. “¿Por qué yo?”,  “Pero si hay otros mejores”, “Yo no puedo, no podré, definitivamente”. Esto es una reacción normal. También es cierta. Somos verdaderamente indignos e incapaces. El ser humano es radicalmente incapaz de ser bueno sin la ayuda de Dios. Ante Dios somos seres totalmente indignos. Y justamente allí radica la gratuidad de la elección. Dios quiere manifestar su gloria precisamente llamando a lo que no sirve para que sirva, como dice san Pablo:

“¡Mirad, hermanos, quiénes habéis sido llamados! No hay muchos sabios según la carne ni muchos poderosos ni muchos de la nobleza. Ha escogido Dios más bien a los locos del mundo para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios a los débiles del mundo, para confundir a los fuertes. Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a la nada lo que es. Para que ningún mortal se gloríe en la presencia de Dios. De él os viene que estéis en Cristo Jesús, al cual hizo Dios para nosotros sabiduría de Dios, justicia, santificación y redención, a fin de que como dice la Escritura: El que se gloría, gloríese en el Señor” (1Co 1, 26-31).

Jeremías tuvo el mismo miedo de Moisés, de quien se dice que era tartamudo, y también pone la misma excusa que él: que no sabía hablar (Cf. Ex 4, 10). Pero la misión del profeta no depende de sus virtudes ni de sus cualidades, tampoco depende de sus defectos. La misión depende exclusivamente de Dios, es obra de Dios.



“No digas que eres un muchacho”

Jeremías pone como pretexto su juventud. Según los exegetas, Jeremías tendría unos catorce años cuando Dios lo llama. Dios ante esta respuesta de Jeremías responde: “¡No digas que eres un muchacho!”. Y luego ‘toca la boca’ de Jeremías. Esta es la “ayuda de Dios”. Este ‘tocar la boca’ es una experiencia muy profunda e íntima. Primero, subraya que lo principal de la figura del profeta es la predicación, la palabra. Él encarnará la palabra de Dios en su pueblo. Por su palabra muchos se salvarán porque la fe viene por la predicación. En segundo lugar –no menos importante-, ‘tocar la boca’ es la experiencia de sentirse profundamente amado por Dios en medio de la propia indignidad. Es sentirnos amados en medio de nuestros pecados, de nuestra debilidad, de nuestra vergonzosa vida íntima. Ahí, y sólo ahí, donde nadie nos conoce, Dios ha llegado. Él ha llegado a lo más profundo de nuestro ser, ha descendido a nuestro ‘infierno’. La eternidad entró en el tiempo. El infinito y lo ínfimo se han encontrado. La totalidad y la nada se han besado. El Amor y el pecado del hombre se han ‘tocado’, y así este último quedó redimido. Todo hombre necesita este continuo encuentro regenerativo con Dios. Nadie que no haya vivido esta experiencia puede decir que verdaderamente se conoce a sí mismo y menos, que conoce a Dios.

Este “tocar” de Dios, por tanto, no es una mera “purificación” externa o ritual como puede malentenderse la experiencia que vivió también Isaías (Cf. Is 6, 6s). Un elegido de Dios no tiene que ser un “impecable” (sin pecado, o que no comete pecados), un puritano. Un elegido de Dios es alguien que le deja hacer la obra a Dios contando con sus propias debilidades, con su propia pobreza, con su propia miseria. Dios no quiere que Jeremías diga que es un muchacho –es decir, alguien incapaz- no porque no lo sea, claro que Jeremías era un muchacho e incapaz, el punto no era ese, el punto es lo que sigue diciendo Dios: “contigo estoy Yo para salvarte”. Dios se compromete personalmente con la misión de Jeremías, con la misión de su muchacho, su elegido. Esa es la garantía por la que no hay que temer: “¡No les tengas miedo!”, aunque humanamente nos espere también el fracaso, porque “si Dios está por nosotros, quién contra nosotros” (Cf. Rm 8, 31)



Desde hoy mismo te doy autoridad sobre las gentes”

Nuestro Dios es el Dios del hoy. Dios no llama hoy a un joven para decirle su misión dentro de algunos años. No, Dios no es así. Ya lo decía san Ambrosio de Milán: “Toda edad es madura para Jesucristo”.[7] Dios le da autoridad a Jeremías “desde hoy mismo”. A diferencia del mundo que promete una felicidad ilusoria, siempre ‘para mañana’, ‘para cuando termine el colegio’, ‘para cuando ingrese a la universidad’, ‘para cuando me gradúe’, ‘para cuando me aumenten el sueldo’, ‘para cuando me jubile’, etc., Dios nos trae la vida hoy mismo.

Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23, 43), le dice Jesús a alguien que toda su vida había delinquido, tan sólo porque vio en él un “corazón contrito y humillado” (Cf. Sal 50, 19). “Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque también éste es hijo de Abraham” (Lc 19, 9), esto lo dice Jesús de Zaqueo, después de oír su decisión de querer enmendar su vida. Zaqueo era un publicano, lo que hoy sería un traidor a la patria, que como todo publicano, gastaba su riqueza ilícita en grandes festines, banquetes, donde acudían toda clase de pecadores. De éste, dice Jesús un gran halago, halago que no se lo dijo a ningún levita, ni fariseo. El mayor orgullo para un hebreo era su linaje, la raza, recordar que era estirpe de Abraham. Ningún estado del hombre, por más despreciable que sea, es incompatible con la salvación. Jesús no da por perdido a nadie “porque el Hijo del hombre ha venido a buscar lo que estaba perdido” (Lc 19, 10).Sí, un joven podrá ser el pecador más empedernido, podrá estar refundido en la droga, el sexo desordenado o el vandalismo, Jesús siempre hablará bien de él. Eso significa ‘bendecir’ (decir bien). Así es querido joven, ¡créetelo! Hoy Jesucristo a su Padre le habla bien de ti. Dios no da a nadie por perdido jamás.

Con esta autoridad que Dios le da “hoy” a Jeremías, éste comienza su ministerio profético, aproximadamente con tan sólo veinte años. A Jeremías le tocó vivir en la época prácticamente más dura de Israel. El pueblo estaba sumido en la idolatría, en el culto falso y externo a Dios (el de los sacrificios en el Templo de Jerusalén). Los mismos reyes de Israel habían llevado al pueblo a la idolatría. Este pueblo es figura de nosotros mismos. Israel, como nosotros, halaga a Dios con la lengua pero su corazón está lejos de Él. (Cf. Is29, 13).Ya decía Jeremías que no hay nada más falso y enfermo que el corazón del hombre (Cf. Jr 17, 9), que este corazón no tiene arreglo, lo único que queda es reemplazarlo por otro. Esta es la buena noticia. Dios puede cambiar el corazón del hombre por uno nuevo, uno que ame a Dios y al prójimo, como ya lo anunciaba otro joven profeta, Ezequiel (Cf. Ez 36, 26). Esta es la gran novedad anunciada también por Jeremías: el hombre tendrá capacidad de amar a Dios (Cf. Jr 31, 22), y si tiene capacidad de amar a Dios, podrá amar al otro, incluso al enemigo.

Volviendo a la historia de Israel en tiempo de Jeremías, Dios corrige a su pueblo permitiendo que éste fuera saqueado por los babilonios. Dios, para ayudar a que su pueblo se convierta y deje de realizar ritos religiosos externos, permite que su Templo fuera destruido. Muchos fueron deportados a Babilonia, exiliados. Jeremías tuvo la dura misión de anunciar todas estas cosas antes que sucediesen y por todo ello tuvo que sufrir persecuciones, maltratos y cárceles. Pero Dios cumplió su palabra, todo lo que anunció Jeremías se cumplió. Pero nunca la palabra de Dios termina con la desgracia. El profeta siempre es un hombre de esperanza porque es la encarnación de Dios en su pueblo. El profeta encarna la misericordia de Dios. Jeremías es el único profeta que habla de una “Nueva Alianza” en la que Dios escribirá su Ley en el interior del hombre, en su corazón. Jeremías anuncia la gratuidad del amor de Dios, la conversión la realizará Dios mismo, y todo hombre, desde el más pequeño al más grande “conocerá a Dios” (Cf. Jr 31, 34).

Este “conocer” a Dios no es un conocimiento “intelectual”, sino es tener “intimidad” con Dios, conocer su esencia; y su esencia es la misericordia. El hombre conocerá íntimamente a Dios y lo hará experimentando su misericordia, su paz, su perdón, su amor. Esta nueva alianza será sellada con la sangre de Jesucristo, el cordero de Dios que quita el pecado del mundo.

Todo el sufrimiento de Jeremías valió la pena porque el profeta encarna el corazón de Dios: Dios es el que sufre por su pueblo. Ninguna religión en el mundo admite que Dios pueda sufrir porque si sufre ya no sería Dios. Por eso que la “pasión de Cristo” es algo escandaloso. Pero el padecimiento de Dios tiene que ver con el amor. El padecimiento del hombre, en cambio, es por el pecado que lo esclaviza. El profeta es la personificación del ‘pathos’ de Dios, de este padecer hasta ver salvado a un hijo suyo. Es Dios el que se compadece (padece con) del hombre, lo ama y se ha dejado hacer la injusticia de la cruz por él, por salvarlo. En Jesús se cumple todo esto. Él ha redimido por amor al hombre dando su propia vida. Por eso es que hay más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de conversión (Cf. Lc 15, 7).

Jeremías “de fracaso en fracaso se mantuvo fiel a su misión de transmitir la palabra de Dios. Hasta el final (Cf. Jr 43, 2) sufrió la experiencia del rechazo de esta palabra por parte de sus oyentes. La fidelidad de Jeremías es la encarnación de la fidelidad de Dios en el mundo. En la persona de Jeremías, Dios se reviste de la ‘forma de hombre’ y anuncia la venida de Otro profeta más grande que todos los demás profetas, el cual mantendrá su fidelidad a la palabra hasta la muerte en la cruz (Cf. Flp 2, 8). Jeremías es figura de Jesucristo, [el Siervo sufriente]. Su persona y su palabra anuncian que la victoria germina de la derrota, que de la muerte nace la vida; a través de los dolores de parto germina la nueva vida; con su muerte el grano de trigo da fruto[8]





III.           Epílogo

Toda la historia que hemos contemplado a la luz de la vocación del profeta Jeremías, Dios la puede hacer con todo joven, con un muchacho que según él –y seguramente con razón- no es capaz de nada. Y Dios lo hará para que brille su gloria y no la nuestra.

Babilonia es figura de este mundo que niega a Dios, que vive de espaldas a Él, que cree en otros dioses como el dinero, el poder, el placer, la fama, etc. Y muchos bautizados se han ido tras estos dioses. No se dan cuenta de que están exiliados en este gélido mundo. No se dan cuenta de que el ‘templo’ de su cuerpo está profanado y destruido con todo lo que mencionamos en la parte introductoria. Por eso, nunca como hoy el hombre necesita nuevos profetas que le anuncien la esperanza de la vuelta de Babilonia a Jerusalén que es figura de la Iglesia, de la vuelta a la comunión con Dios. Esta vuelta es posible para todos sin excepción.

En la Nueva Evangelización, hoy más que nunca, Dios se inclina a la tierra para escuchar el clamor de todo hombre, el clamor de los jóvenes que le gritan pidiendo amor, clamando salvación ante una vida sin sentido. Y entonces habrán nuevos Jeremías que escuchen y respondan a la voz de su llamada, diciendo: “Sí, Señor, sí quiero ser feliz, sí quiero ser santo”. Y Dios comenzará a hacerlo santo, es decir, a hacerlo feliz, “desde hoy mismo”. Todo joven, con Dios de su lado, podrá entonces “destruir y derrocar” el mal en el mundo, que es el odio y el pecado; y “construir y plantar” un mundo nuevo. Con su predicación podrá reconstruir nuevos templos del Espíritu Santo, reconstruir al destruido hombre pos moderno, para hacerlo un hombre nuevo y así edificar, como decía san Agustín, la ciudad de Dios.

Pidamos a nuestra santa Madre, la virgen María, quien también es la “pequeña” María, la humilde provinciana ‘de Nazaret’, de donde no podía salir nada bueno (Cf. Jn 1, 46), que Dios haga con nosotros lo mismo que hizo con ella, que ponga sus ojos en nuestra pequeñez, que vea nuestra humillación, y que así haga proezas con su brazo (Cf. Lc 1, 48s), y cantemos finalmente junto con el salmista: “El Señor ha hecho grandes cosas por nosotros y estamos…alegres” (Sal 125, 3).


Gustavo Arriola Guzmán
Generación Juan Pablo II, comunidad para la Nueva Evangelización
Movimiento de retiros parroquiales Juan XXIII
Diócesis de Carabayllo, 20 de julio de 2012



[1] Ver artículos publicados por: Nelly Luna Amancio, El Comercio, 23/01/11, Lima; “Jóvenes suicidas” de El Universal on Line; México; “Epidemiología del suicidio en la adolescencia y juventud” por la Dra. María Inés Romero, de la Medicina U.C., Chile; “Los suicidios en el país” cifras del Centro de prevención de suicidios del Instituto de Salud Mental Honorio Delgado, publicado en El Comercio, 11/06/12, p. A12, Perú; etc.
[2]Versión de la Biblia de Jerusalén, (DDB), Bilbao, 1998
[3] Cf. Joseph Ratzinger, “’En el principio creó Dios’, consecuencias de la fe en la creación”, (Johannes Verlag), p72
[4]Benedicto XVI, 9 de julio de 2006, citado por Youcat, versión en español, p. 35
[5]Cf. Joseph Ratzinger, BENEDICTO XVI, “Jesús de Nazaret, 2a parte”, (Encuentro), Madrid, 2011, p.45
[6]San Agustín, citado por ‘Youcat’, versión en español, p 40
[7] San Ambrosio, “De Virginitate”, 40.
[8]Emiliano Jiménez H., “Las confesiones de Jeremías”, (Grafite), p. 559

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