1ª Lectura: 2Sm 12,7-10.13
Sal 31, 1-2.5.7.11
2ª Lectura: Ga 2, 16.19-21
Evangelio: Lc 7, 36-8,3
Queridos
hermanos:
Las
lecturas de hoy nos hablan de la realidad del pecado en el hombre y de la
misericordia de Dios que no nos juzga y no se cansa de perdonar. En la primera lectura,
el profeta Natán cumple su función –arriesgando incluso la vida- de decirle la
verdad al Rey David, que había cometido un pecado gravísimo. El Rey, por su
parte, no se defiende; acepta que ha pecado y lo más importante, que ha pecado
“contra Yahvé”, se da cuenta de algo que nos enseñará san Pablo: que el cuerpo
es templo del Espíritu Santo (cf. 1Co 6, 12-20). Todo aquel que peca en su
cuerpo se destruye a sí mismo y destruye la imagen de Dios en él. Pero, ante el
reconocimiento del pecado, aparece la misericordia de Dios. El profeta Natán le
dice a David: “¡También Yahvé ha perdonado tu pecado, no morirás!” (2Sm 12,
13). Es importante notar que no es Natán quien perdona, él sólo es el
mensajero, sólo Dios tiene poder para perdonar los pecados. El perdón de los
pecados es un don divino.
En
el caso de la mujer que nos presenta el evangelio, de ella no se dice cuál era
exactamente su pecado, pero queda claro que era de la misma naturaleza del de
David, un pecado contra el cuerpo. Pero aquí aparece otro personaje, además de
esta mujer y Jesús; aparece un fariseo, un hombre que se creía justificado por
sus obras externas, apegadas a la letra de la ley mas no al espíritu. Este
hombre invita a comer a Jesús sólo para comprobar algo que él ya había juzgado:
que Jesús no es ningún profeta. Además de esto, hace otro juicio, la mujer, que
irrumpe de pronto y se pone a los pies de Jesús, era una pecadora.
Lo
curioso es que este fariseo hizo dos juicios, y estaba ciego para ver lo que él
mismo era. Para entenderlo, tal vez convenga adentrarnos un poco en la
mentalidad judía. Para cualquier judío es sumamente importante la hospitalidad.
Para ellos, una visita en casa puede resultar incluso hasta la de un ángel de Yahvé, por lo que jamás se
muestran desatentos con un forastero visitante. Precisamente el libro del
Génesis (cf. Gn 18, 3ss; 19, 1ss) nos muestra como Abraham y Lot llegaron a
acoger a ángeles enviados de Dios. La acogida consistía desde el saludo:
“¡Shalom!” que incluía el beso santo de “la paz”, como también lo recomienda
san Pablo (cf. 2Co 13, 12; Rm 16, 16; 1Co 16, 20; 1Ts 5, 26), además de traer
agua para el lavado de los pies y los respectivos alimentos para que el
forastero recupere las fuerzas y prosiga su camino. Este fariseo, no hizo lo
mínimo que cualquier judío sin ser “fariseo” (conocedor experto de la ley y las
buenas costumbres) habría hecho con cualquier desconocido; tenía un prejuicio
tan marcado que no vio que había recibido no a una persona cualquiera, ni a un
ángel, sino al mismo Dios hecho hombre en su propia casa.
Es
entonces cuando Jesús –luego de hacerle ver al fariseo su falta de caridad-
dice esta frase que a los oídos de los comensales sonó lapidaria: “Por eso te digo que quedan perdonados sus
muchos pecados [de la mujer]” (Lc 7, 47). El escándalo de los comensales
fue precisamente este: “¿Quién es éste
que hasta perdona los pecados?” (Lc 7, 49). Como vimos en la primera
lectura, sólo Dios perdona los pecados. Pero esto es precisamente lo que
explica la sorprendente libertad de Jesús para decir ello, que Jesús es Dios.
Él ve más allá de lo que un hombre cegado por su autosuficiencia puede ver. Y
para explicar ello centrémonos en los signos: las lágrimas simbolizan las aguas
del bautismo, que implican un arrepentimiento y una renuncia al pecado. Los
cabellos son la gloria de la mujer, tal y como nos lo enseña también san Pablo
(cf. 1Co 11, 15). Entonces esta mujer está poniendo lo único de lo que puede
gloriarse a los pies de Jesús, pone todo su honor –bastante venido a menos- a
los pies del Señor. Sólo así puede Dios hacer lo que va a hacer Jesús con esta
mujer: una nueva creación. El perfume simboliza la oración. El sacrificio de
esta mujer es el de ‘un corazón contrito y humillado’ (cf. Sal 50, 19) que sube
hasta Dios como perfume de ‘calmante aroma’ (cf. Gn 8, 21; Ex 29, 18). Sí,
solamente rezan los hijos, así que el fariseo –el hombre religioso natural-
nunca podrá ver que ella ya no es esclava sino hija (cf. Ga 4, 7), una nueva
criatura transformada por la gracia, y que Jesús la presenta al Padre ahora
nuevamente virgen, santa e inmaculada (cf. Ef 5, 25ss).
Queridos
hermanos, esta mujer es figura de la Iglesia, compuesta por hombres y mujeres
pecadores, como ustedes y como yo, pero que si pedimos el don de la humildad,
Dios nos concederá no gloriarnos más que en la cruz de nuestro Señor
Jesucristo, y así, sea él quien nos presente al Padre justificados e
irreprensibles. Que María, llena de gracia, interceda por nosotros ante su Hijo
para que se nos conceda este don tan necesario de la humildad, para reconocer
nuestro pecado y ofrecérselo al Señor, como lo único que puede venir de
nosotros, para que él a cambio nos otorgue su Espíritu, el único que santifica.
Así sea.
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