lunes, 1 de julio de 2013

La pecadora perdonada (homilía)

1ª Lectura: 2Sm 12,7-10.13
Sal 31, 1-2.5.7.11
2ª Lectura: Ga 2, 16.19-21
Evangelio: Lc 7, 36-8,3


Queridos hermanos:

Las lecturas de hoy nos hablan de la realidad del pecado en el hombre y de la misericordia de Dios que no nos juzga y no se cansa de perdonar. En la primera lectura, el profeta Natán cumple su función –arriesgando incluso la vida- de decirle la verdad al Rey David, que había cometido un pecado gravísimo. El Rey, por su parte, no se defiende; acepta que ha pecado y lo más importante, que ha pecado “contra Yahvé”, se da cuenta de algo que nos enseñará san Pablo: que el cuerpo es templo del Espíritu Santo (cf. 1Co 6, 12-20). Todo aquel que peca en su cuerpo se destruye a sí mismo y destruye la imagen de Dios en él. Pero, ante el reconocimiento del pecado, aparece la misericordia de Dios. El profeta Natán le dice a David: “¡También Yahvé ha perdonado tu pecado, no morirás!” (2Sm 12, 13). Es importante notar que no es Natán quien perdona, él sólo es el mensajero, sólo Dios tiene poder para perdonar los pecados. El perdón de los pecados es un don divino.
En el caso de la mujer que nos presenta el evangelio, de ella no se dice cuál era exactamente su pecado, pero queda claro que era de la misma naturaleza del de David, un pecado contra el cuerpo. Pero aquí aparece otro personaje, además de esta mujer y Jesús; aparece un fariseo, un hombre que se creía justificado por sus obras externas, apegadas a la letra de la ley mas no al espíritu. Este hombre invita a comer a Jesús sólo para comprobar algo que él ya había juzgado: que Jesús no es ningún profeta. Además de esto, hace otro juicio, la mujer, que irrumpe de pronto y se pone a los pies de Jesús, era una pecadora.
Lo curioso es que este fariseo hizo dos juicios, y estaba ciego para ver lo que él mismo era. Para entenderlo, tal vez convenga adentrarnos un poco en la mentalidad judía. Para cualquier judío es sumamente importante la hospitalidad. Para ellos, una visita en casa puede resultar incluso hasta la de un ángel de Yahvé, por lo que jamás se muestran desatentos con un forastero visitante. Precisamente el libro del Génesis (cf. Gn 18, 3ss; 19, 1ss) nos muestra como Abraham y Lot llegaron a acoger a ángeles enviados de Dios. La acogida consistía desde el saludo: “¡Shalom!” que incluía el beso santo de “la paz”, como también lo recomienda san Pablo (cf. 2Co 13, 12; Rm 16, 16; 1Co 16, 20; 1Ts 5, 26), además de traer agua para el lavado de los pies y los respectivos alimentos para que el forastero recupere las fuerzas y prosiga su camino. Este fariseo, no hizo lo mínimo que cualquier judío sin ser “fariseo” (conocedor experto de la ley y las buenas costumbres) habría hecho con cualquier desconocido; tenía un prejuicio tan marcado que no vio que había recibido no a una persona cualquiera, ni a un ángel, sino al mismo Dios hecho hombre en su propia casa.
Es entonces cuando Jesús –luego de hacerle ver al fariseo su falta de caridad- dice esta frase que a los oídos de los comensales sonó lapidaria: “Por eso te digo que quedan perdonados sus muchos pecados [de la mujer]” (Lc 7, 47). El escándalo de los comensales fue precisamente este: “¿Quién es éste que hasta perdona los pecados?” (Lc 7, 49). Como vimos en la primera lectura, sólo Dios perdona los pecados. Pero esto es precisamente lo que explica la sorprendente libertad de Jesús para decir ello, que Jesús es Dios. Él ve más allá de lo que un hombre cegado por su autosuficiencia puede ver. Y para explicar ello centrémonos en los signos: las lágrimas simbolizan las aguas del bautismo, que implican un arrepentimiento y una renuncia al pecado. Los cabellos son la gloria de la mujer, tal y como nos lo enseña también san Pablo (cf. 1Co 11, 15). Entonces esta mujer está poniendo lo único de lo que puede gloriarse a los pies de Jesús, pone todo su honor –bastante venido a menos- a los pies del Señor. Sólo así puede Dios hacer lo que va a hacer Jesús con esta mujer: una nueva creación. El perfume simboliza la oración. El sacrificio de esta mujer es el de ‘un corazón contrito y humillado’ (cf. Sal 50, 19) que sube hasta Dios como perfume de ‘calmante aroma’ (cf. Gn 8, 21; Ex 29, 18). Sí, solamente rezan los hijos, así que el fariseo –el hombre religioso natural- nunca podrá ver que ella ya no es esclava sino hija (cf. Ga 4, 7), una nueva criatura transformada por la gracia, y que Jesús la presenta al Padre ahora nuevamente virgen, santa e inmaculada (cf. Ef 5, 25ss).

Queridos hermanos, esta mujer es figura de la Iglesia, compuesta por hombres y mujeres pecadores, como ustedes y como yo, pero que si pedimos el don de la humildad, Dios nos concederá no gloriarnos más que en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, y así, sea él quien nos presente al Padre justificados e irreprensibles. Que María, llena de gracia, interceda por nosotros ante su Hijo para que se nos conceda este don tan necesario de la humildad, para reconocer nuestro pecado y ofrecérselo al Señor, como lo único que puede venir de nosotros, para que él a cambio nos otorgue su Espíritu, el único que santifica. Así sea.

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