miércoles, 10 de julio de 2013

Catequesis para jóvenes: José

1.1  José
La historia de José, el hijo del patriarca Jacob, nos muestra un ejemplo de un joven que, a pesar de las adversidades que sufre cuando apenas es un muchacho de diecisiete años, nunca pierde la fe en Dios transmitida por sus padres, Jacob y Raquel. José es vendido por envidia por sus propios hermanos a unos extranjeros madianitas. Allí es comprado por Putifar, jefe de la guardia del Faraón –rey de Egipto- quien al ver su sabiduría (porque Dios estaba con él) le confió la administración de toda su casa. José es un joven apuesto y de buena presencia (cf. Gn 39,6), por lo que llama la atención de la mujer de Putifar. Esta mujer constantemente lo acosaba para que se acueste con ella; pero, José nunca aceptó tal propuesta, por amor a Dios y a su Ley, y por lealtad a su amo. Ella, despechada, lo acusó de haber querido abusar de ella y José fue a parar en la cárcel. Pero José se ganó el favor del carcelero con su sabiduría y terminó ayudándolo a administrar la cárcel. Este carcelero lo presentó al Faraón para que le interpretase unos sueños que le inquietaban (uno de ellos, el de las siete vacas gordas y las siete vacas flacas)
José se ganó así el favor del faraón quien no sólo lo sacó de la cárcel, sino que por los consejos que le dio José para afrontar los siete años de sequía -que era el significado de las siete vacas flacas-, lo nombró su primer ministro. Comentó el faraón luego de escuchar sus consejos: “¿Acaso podremos encontrar otro como éste  que tenga el espíritu de Dios?”. Nadie, después del faraón, tenía más autoridad que José en todo Egipto.
Cuando vino el tiempo de hambruna en aquella región, sus hermanos enviados por Jacob, su padre, fueron a comprar víveres a Egipto. Allí se reencuentran con su hermano José quien los perdona y hace que su padre, Jacob, quien lo daba por muerto por engaño de sus hermanos, venga a Egipto con toda su familia. Allí se instaló Jacob con toda su familia hasta su muerte, pidiendo antes que sus restos fueran llevados de vuelta a la tierra de Israel.
La historia de José nos enseña que es Dios quien está detrás de los acontecimientos de nuestra historia por más dolorosos que estos sean y que, quizá por ello, muchas veces no se entiendan. Si sus hermanos no lo hubieran vendido, José no habría salvado a todo Israel de perecer de hambre. Además, esta historia nos enseña que Dios es fiel con los suyos, con los jóvenes que son dóciles a su voluntad, a quienes puede darles una sabiduría, un discernimiento que deje enmudecidos a los reyes de las naciones.

José es figura de Jesucristo, vendido en la persona de Judas por todos nosotros. En efecto, hemos vendido a Cristo con nuestros pecados y Él, sin embargo, no nos ha tratado según nuestros delitos, sino que nos ha dado el verdadero alimento que salva y da vida eterna al mundo, su propio cuerpo. Jesucristo eucaristía es el verdadero trigo celeste, custodiado por la Iglesia y dado a través de ella. Así es, la Iglesia es el verdadero oasis en medio del desierto de este mundo hambriento de felicidad, de alegría, de plenitud, de eternidad, de Dios.

Homilía sobre la Asunción de la Virgen

1ª Lectura: Ap 11, 19; 12, 1.3-6.10
Sal 44, 11-12.16
2ª Lectura: 1Co 15, 20-27
Evangelio: Lc 1, 39-56
Homilía

Queridos hermanos:
Estas lecturas que nos regala la Iglesia en esta solemnidad, nos hablan de la grandeza de la vocación a la que estamos llamados todos nosotros: a la santidad. En el evangelio, María ya ha concebido al que es tres veces santo, y su primera reacción es salir inmediatamente al encuentro del otro, sale de sí misma para ponerse a servir. Servir quiere decir reinar. Es por ello que la Mujer que nos presenta el Apocalipsis es una mujer con una ‘corona’, es decir, una reina.
Isabel le dice a su prima María algo muy importante: “¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!” (Lc 1,45). Todo empieza aquí, con el don de la fe. La fe viene por la predicación, por la escucha de la palabra de Dios. Quien luego de escuchar, asiente desde su libertad al plan que Dios tiene para con cada uno, comienza desde ya a ser ‘feliz’, a ser ‘bienaventurado’, a ser ‘santo’. Estas palabras son sinónimas. Cuando esto ocurre, ya el hombre ha pasado de la muerte a la vida (cf. Jn 5, 24), comenzado una vida totalmente nueva (cf. Rm 6, 4), como dice san Pablo en la segunda lectura, ya se ha vencido a la muerte, de tal manera que ya no se vive para sí sino para Cristo (cf. 2Co 5, 15), hecho que se concretiza cuando se vive para los demás.
En la Mujer vestida del Sol, la Iglesia nos invita a contemplar a María como su primera figura. En ella, la madre Dios, se muestra el triunfo de la humanidad, el triunfo de la nueva Eva y el nuevo Adán, Cristo. Curiosamente, como dice Juan Pablo II, es en ‘lo femenino’ donde se asume todo lo humano.[1] En la “Mujer vestida del sol” se refleja la lucha fundamental a favor del hombre: Dios le confía a la mujer de un modo especial al hombre, a todo el hombre, varón y mujer, de todos los lugares, de todos los tiempos.[2] Esta “señal de la mujer” no tiene solamente un significado escatológico y nada más, sino que también tiene un significado pragmático, así pues, la “señal de la mujer” remite a la mujer misma, a todas las mujeres en cuanto tales. La mujer existe entonces como ayuda adecuada para que el amor de Dios se derrame en los corazones (Cf. Rm 5, 5) de todos los hombres. Por tanto, la dignidad de la mujer es medida en razón del amor, de allí la grandeza de su vocación.
Queridos hermanos, en esta solemnidad de la Asunción de la virgen María, pidámosle a ella que nos conceda la gracia de creer en la redención de su Hijo, y así podamos vivir desde ya este triunfo suyo y el de su Hijo Jesucristo, como lo que es, un triunfo nuestro. Y así, entremos en la alegría de descubrirnos reyes, reyes que se consagren, desde la vocación a la que son llamados, al servicio de los demás. Así sea.



[1] Cf. Juan Pablo II, Carta Apostólica “Mulieris Dignitatem” n°4
[2] Op. Cit. N°30

lunes, 1 de julio de 2013

La pecadora perdonada (homilía)

1ª Lectura: 2Sm 12,7-10.13
Sal 31, 1-2.5.7.11
2ª Lectura: Ga 2, 16.19-21
Evangelio: Lc 7, 36-8,3


Queridos hermanos:

Las lecturas de hoy nos hablan de la realidad del pecado en el hombre y de la misericordia de Dios que no nos juzga y no se cansa de perdonar. En la primera lectura, el profeta Natán cumple su función –arriesgando incluso la vida- de decirle la verdad al Rey David, que había cometido un pecado gravísimo. El Rey, por su parte, no se defiende; acepta que ha pecado y lo más importante, que ha pecado “contra Yahvé”, se da cuenta de algo que nos enseñará san Pablo: que el cuerpo es templo del Espíritu Santo (cf. 1Co 6, 12-20). Todo aquel que peca en su cuerpo se destruye a sí mismo y destruye la imagen de Dios en él. Pero, ante el reconocimiento del pecado, aparece la misericordia de Dios. El profeta Natán le dice a David: “¡También Yahvé ha perdonado tu pecado, no morirás!” (2Sm 12, 13). Es importante notar que no es Natán quien perdona, él sólo es el mensajero, sólo Dios tiene poder para perdonar los pecados. El perdón de los pecados es un don divino.
En el caso de la mujer que nos presenta el evangelio, de ella no se dice cuál era exactamente su pecado, pero queda claro que era de la misma naturaleza del de David, un pecado contra el cuerpo. Pero aquí aparece otro personaje, además de esta mujer y Jesús; aparece un fariseo, un hombre que se creía justificado por sus obras externas, apegadas a la letra de la ley mas no al espíritu. Este hombre invita a comer a Jesús sólo para comprobar algo que él ya había juzgado: que Jesús no es ningún profeta. Además de esto, hace otro juicio, la mujer, que irrumpe de pronto y se pone a los pies de Jesús, era una pecadora.
Lo curioso es que este fariseo hizo dos juicios, y estaba ciego para ver lo que él mismo era. Para entenderlo, tal vez convenga adentrarnos un poco en la mentalidad judía. Para cualquier judío es sumamente importante la hospitalidad. Para ellos, una visita en casa puede resultar incluso hasta la de un ángel de Yahvé, por lo que jamás se muestran desatentos con un forastero visitante. Precisamente el libro del Génesis (cf. Gn 18, 3ss; 19, 1ss) nos muestra como Abraham y Lot llegaron a acoger a ángeles enviados de Dios. La acogida consistía desde el saludo: “¡Shalom!” que incluía el beso santo de “la paz”, como también lo recomienda san Pablo (cf. 2Co 13, 12; Rm 16, 16; 1Co 16, 20; 1Ts 5, 26), además de traer agua para el lavado de los pies y los respectivos alimentos para que el forastero recupere las fuerzas y prosiga su camino. Este fariseo, no hizo lo mínimo que cualquier judío sin ser “fariseo” (conocedor experto de la ley y las buenas costumbres) habría hecho con cualquier desconocido; tenía un prejuicio tan marcado que no vio que había recibido no a una persona cualquiera, ni a un ángel, sino al mismo Dios hecho hombre en su propia casa.
Es entonces cuando Jesús –luego de hacerle ver al fariseo su falta de caridad- dice esta frase que a los oídos de los comensales sonó lapidaria: “Por eso te digo que quedan perdonados sus muchos pecados [de la mujer]” (Lc 7, 47). El escándalo de los comensales fue precisamente este: “¿Quién es éste que hasta perdona los pecados?” (Lc 7, 49). Como vimos en la primera lectura, sólo Dios perdona los pecados. Pero esto es precisamente lo que explica la sorprendente libertad de Jesús para decir ello, que Jesús es Dios. Él ve más allá de lo que un hombre cegado por su autosuficiencia puede ver. Y para explicar ello centrémonos en los signos: las lágrimas simbolizan las aguas del bautismo, que implican un arrepentimiento y una renuncia al pecado. Los cabellos son la gloria de la mujer, tal y como nos lo enseña también san Pablo (cf. 1Co 11, 15). Entonces esta mujer está poniendo lo único de lo que puede gloriarse a los pies de Jesús, pone todo su honor –bastante venido a menos- a los pies del Señor. Sólo así puede Dios hacer lo que va a hacer Jesús con esta mujer: una nueva creación. El perfume simboliza la oración. El sacrificio de esta mujer es el de ‘un corazón contrito y humillado’ (cf. Sal 50, 19) que sube hasta Dios como perfume de ‘calmante aroma’ (cf. Gn 8, 21; Ex 29, 18). Sí, solamente rezan los hijos, así que el fariseo –el hombre religioso natural- nunca podrá ver que ella ya no es esclava sino hija (cf. Ga 4, 7), una nueva criatura transformada por la gracia, y que Jesús la presenta al Padre ahora nuevamente virgen, santa e inmaculada (cf. Ef 5, 25ss).

Queridos hermanos, esta mujer es figura de la Iglesia, compuesta por hombres y mujeres pecadores, como ustedes y como yo, pero que si pedimos el don de la humildad, Dios nos concederá no gloriarnos más que en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, y así, sea él quien nos presente al Padre justificados e irreprensibles. Que María, llena de gracia, interceda por nosotros ante su Hijo para que se nos conceda este don tan necesario de la humildad, para reconocer nuestro pecado y ofrecérselo al Señor, como lo único que puede venir de nosotros, para que él a cambio nos otorgue su Espíritu, el único que santifica. Así sea.