“Cuando
empiecen a suceder estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza, porque se
acerca vuestra liberación” (Lc 21, 28)
Sobre la escatología cristiana
I.
Introducción
Cuando
se me pidió una catequesis sobre los novísimos que esté pensada para los
jóvenes de la pastoral del sacramento de Confirmación, lo primero que pensé fue
en una dificultad: que no tenía ni idea de cómo hacerlo. Y todo por una
sencilla cuestión: ¿cómo darse a entender a los jóvenes?, ¿cómo hablar de algo
que para ellos suena a un cuento mitológico más ya superado? Definitivamente
que hablar del juicio final, el fin del mundo, el purgatorio, el cielo y el
infierno no será siempre fácil. En este sentido el primer reto era no cargar la
catequesis con definiciones dogmáticas complicadas o expresiones teológicas
incomprensibles para ellos.
No
obstante lo anterior, al mismo tiempo tampoco se podía caer en una
subestimación de la inteligencia de los jóvenes, en un desprecio de su hambre
por la verdad. En este sentido coincido con Benedicto XVI cuando afirma:
“Algunas personas me dicen que a los jóvenes de hoy no les interesa esto. Yo no
estoy de acuerdo y estoy seguro de tener razón. Los jóvenes de hoy no son tan
superficiales como se dice ellos. Quieren saber qué es lo verdaderamente
importante en la vida.”[1] La
juventud es el tiempo de la búsqueda de las verdades más profundas sobre la
existencia humana, por lo que tampoco se puede infantilizar la catequesis para
los jóvenes. Por tanto, se ha querido sustentar las afirmaciones con notas al
pie de página que sirvan como guía sobre todo para los catequistas que conviene
estén sólidamente formados, en temas tan cruciales como los novísimos[2],
verdades tan decisivas para todo hombre. Espero, en este sentido, que esta pequeña catequesis
no sólo sirva de ayuda a los jóvenes sino también a los adultos que se estén
iniciando en la fe.
II.
Definición
de Escatología
La
palabra escatología, que viene del griego eschatón
(“último”) se refiere al estudio de las últimas cosas, es decir, de las
concernientes al final de la vida del hombre, al final de la historia humana
(parusía) y también a la del “más allá”. De por sí trae una primera dificultad:
que nadie ha estado en el “más allá” y ha vuelto para contárnoslo. Algo que se
da por supuesto para el desarrollo de la escatología es la certeza de la
inmortalidad del alma humana, la cual, no es un mero dogma de fe sino que
también es una verdad filosóficamente demostrable a la sola luz de la razón.
Por lo demás, todo lo que sabemos de lo que acontecería en el más allá lo
sabemos por revelación divina plasmada ya sea en la Escritura o la Tradición y
definida por el Magisterio de la Iglesia.
III.
El
Reino de Dios
Un
tema muy legado a la escatología es el del Reino de Dios. Éste fue el objeto
principal de la predicación de Jesús de Nazaret. De hecho, al comienzo de su
vida pública Jesús afirma: “El tiempo se
ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena
Nueva” (Mc 1, 14s; Mt 4, 12ss)
El
punto sería ahora reflexionar: ¿Qué es el Reino de Dios?, ¿a qué se refería
Jesucristo con este término?, ¿qué novedad nos ha traído Jesucristo?, ¿qué ha
cambiado con su venida a este mundo?, ¿ha cambiado algo?, ¿es que acaso el
mundo no sigue igual o peor de como estaba cuando Él llegó? Conviene saber que
el Reino de Dios, por la fuerza de Dios, quiere ser un “cambio real” en la
humanidad y en la historia humana. El Papa Benedicto XVI nos respondía a estas
cuestiones sencillamente con una frase rotunda: Jesús de Nazaret nos ha traído
a Dios mismo[3].
Él es Dios. Dios ha entrado en el tiempo y en la historia humana cambiándola
para siempre. Nada podrá volver a ser lo mismo de antes. Él es el Reino de
Dios, su persona misma. Es por ello que, como dicen los exegetas, es una
realidad “iam sed nondum” (ya pero
todavía no), es una realidad ya realizada pero aún no consumada.
El
reino de Dios comienza con la venida de Cristo y se visualiza en la Iglesia
(durante la historia humana) y se consumará en el más allá, en la parusía de
Jesucristo, porque la plenitud del Reino de Dios tendrá lugar al final de la
historia.
IV.
Los
Novísimos
Llamamos
novísimos a los últimos acontecimientos, es decir, a las postrimerías (lo que
viene con posterioridad) del hombre. Tradicionalmente los novísimos son cuatro:
muerte, juicio, infierno y gloria. Dentro de la escatología cristiana se tiene
que hablar además del purgatorio.
La muerte
No
todos “aprenden” que se van a morir. Todos lo pueden suponer o incluso saber,
mas no “aprehender” que se van a morir. Hoy más que nunca, la experiencia con el tema de la muerte pasa
por una paradoja: ser lo más trivial y lo más temido a la vez. Para que una
película tenga éxito tiene que haber muchas balas, mucha sangre, muchas
muertes. Casi todos los videojuegos sólo consisten en matar a los que más se pueda:
gana el que más mata. Los ojos se han acostumbrado a ver la muerte de tal
manera que ya nadie se inmuta, incluso no sólo con las películas (ficción),
sino también con las noticias en periódicos o noticieros. Uno puede ver en el
diario que un médico viola, mata a una chica, la descuartiza y la coloca en una
maleta, o que se volcó un bus y murieron 50 pasajeros, y dar la vuelta a la
página para buscar la sección de deportes como si ambas noticias tuvieran la
misma naturaleza.
Desde
otro punto de vista, la muerte es al mismo tiempo lo más temido. Es algo de lo
que nadie quisiera hablar y lo que se tiene que evitar a toda costa. La ‘sociedad
del bienestar’ actual es una muestra
de ello. La proliferación de ‘spas’,
centro de estética, productos de belleza y rejuvenecimiento, etc., no hacen más
que suponer que el hombre está volviendo al sueño del elixir mágico de la
eterna juventud, algo que extirpe a la muerte definitivamente de su existencia.
Sin embargo, la muerte tiene las siguientes características: a) Es universal;
b) Es un hecho decisivo que abarca toda la vida del hombre; y c) Es el culmen
de la vida:
“El
deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre porque el hombre ha sido
creado por Dios y para Dios y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí y sólo
en Dios encuentra el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar” (CEC
27)
El
deseo de Dios del que habla el catecismo se concretiza en el deseo de felicidad
que es, en definitiva, el deseo de inmortalidad. El hombre tiene este deseo
porque tiene un principio inmortal que es el alma que le ha dado Dios. Esto se
da independientemente de que se crea en Dios o no. También el ateo tiene el
deseo de inmortalidad. Lo único que tenemos claro es que por naturaleza nadie
quiere morirse.
Pero,
¿qué es la muerte?, ¿es sólo no tener signos vitales para empezar a
descomponernos? Los evangelios nos hablan de la muerte como una obra de Satán (cf.
Jn 8,44). El Concilio Vaticano II ha expresado la resistencia del hombre ante
la muerte. Las Escrituras afirman que la muerte es consecuencia del pecado (cf.
Sb 1, 13; 2, 23; Rm 5, 12.21; St 1, 15; etc.). La misma afirmación la tenemos
del Magisterio de la Iglesia.[4]
Pero se podría decir que la muerte, en cuanto consecuencia del pecado, debe
entenderse más bien como miedo o angustia ante ella; es decir, que lo malo no
es la muerte en sí, sino que uno no se quiere morir. En general, se tiene el
mismo miedo ante cualquier mal o sufrimiento que pueda sobrevenir.
Lo que más teme el hombre en el fondo es
“desaparecer”, que su existencia vuelva a la nada, ser nada y vacío. Todo esto
nos lleva al meollo del asunto. Dice san Pablo:
“Para mí la vida es Cristo, y el morir, una ganancia.
Pero si el vivir en el cuerpo significa para mí trabajo fecundo no sé qué
escoger […]. Me siento apremiado por ambos extremos. Por un lado, mi deseo es
partir y estar con Cristo, lo cual, ciertamente, es con mucho lo mejor; más por
otro, quedarme en el cuerpo es más necesario para vosotros.”[5]
¿Por
qué san Pablo escapa de lo convencional? Si no querer morirse es consecuencia
del pecado original, san Pablo escapa del miedo a la muerte porque ahora está
viviendo una ‘vida nueva’ gracias al Espíritu de Jesucristo:
“Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en
la muerte, a fin de que, al igual que Cristo resucitó de entre los muertos por
medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva”[6]
Ahora
bien, ¿cómo empieza esta vida nueva de la que habla san Pablo? Esta vida nueva
empieza con el encuentro personal con Jesucristo Resucitado. En este sentido,
el Papa Benedicto XVI afirma en su primera encíclica sobre el amor cristiano
que:
“No se comienza a ser cristiano por una decisión
ética o una gran idea sino por el encuentro con un acontecimiento, con una
Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación
decisiva”[7]
Jesucristo
es esta Persona que muere por todos los hombres (cf. Mt 20,28; Mc 10,45; Lc 22,27);
de tal manera que ha conseguido para el hombre la salvación del pecado y de su
principal consecuencia: la muerte, no sólo física sino la muerte definitiva, la
muerte del ser. La vida nueva en Cristo comienza con la escucha del kerigma
cristiano, donde se nos anuncia un acontecimiento: el misterio pascual (encarnación,
vida, pasión, muerte, resurrección y nueva venida) de Jesucristo. El que cree
en este anuncio se encuentra con Cristo, el que lo acepta en su vida muere y
resucita con él –hecho que se actualiza en cada persona el día de su bautismo-,
quiere estar con él, encuentra sentido a su vida y si su vida tiene sentido,
adquiere sentido su sufrimiento y también su muerte.
En
el estado de santidad se contempla lo que en realidad es la muerte. Se contempla
que la muerte ha sido vencida (cf. 1Co 15, 54ss); en este estado se experimenta
que el único miedo es el de perder a Cristo. Muchos santos nos han dejado por
escrito esta experiencia. Para san Pablo, como vimos líneas arriba la vida es
Cristo y la muerte una ganancia. Santa Teresa de Jesús escribe en sus poesías:
¡Oh muerte
benigna,
socorre mis
penas!
Tus golpes son
dulces,
que el alma
libertan.
¡Qué dicha, oh
mi Amado,
estar junto a
Ti!
Ansiosa de
verte,
deseo morir.[8]
San
Ignacio de Antioquía escribe a los romanos:
“Para mí es mejor morir en Cristo Jesús que reinar
de un extremo a otro de la tierra. Lo busco a Él, que ha muerto por nosotros;
lo quiero a él, que ha resucitado por nosotros. Mi parto se aproxima […] Dejadme
recibir la luz pura; cuando llegue allí, seré un hombre.”[9]
Desde
este punto de vida, se entiende que el hombre es una unidad de alma, cuerpo y
espíritu; y que el espíritu, dado por Dios, vivifica al alma, y el alma anima
el cuerpo. De tal manera que si el alma está muerta por el pecado, ya estamos
muertos aunque vivamos biológicamente.
Ser
santo es experimentar hoy día la resurrección de Cristo. La verdadera muerte es
vivir en el no-amor; vivir en el amor
cristiano es estar ya resucitado. Y el día de la Parusía se cumplirá lo dicho
por el apóstol san Pablo: “El último enemigo
en ser destruido será la Muerte” (1Co 15, 26). Por lo tanto, a la luz de la
fe, esta victoria se puede dar ya ahora en el cristiano, de tal manera que lo
que hoy conocemos como ‘muerte’ no es otra cosa más que el encuentro definitivo
y hasta deseable con Jesucristo; es un simple tránsito hacia la plenitud.
Entonces, si morimos en gracia (sin pecado mortal), la muerte es la puerta tras
la cual está la Vida, tras la cual está Dios esperándonos con los brazos
abiertos.
El Juicio
Un
tema que sigue al de la muerte es el del “Juicio de Dios”. Este tema está
relacionado con el del fin del mundo;
ambos están íntimamente relacionados. El fin del mundo ha sido objeto de
infinidad de elucubraciones literarias, muchas de ellas llevadas incluso al
cine y a otros medios de difusión masiva. El común denominador en todas ellas
es que el fin del mundo se muestra como la destrucción del planeta luego del
cual no existe nada más, es el fin de la existencia y punto. Por ello, se
muestra como algo sumamente temido e indeseable, algo realmente terrorífico.
Las sectas hablan mucho de este tipo de final de la historia y han llevado a
muchas personas al suicidio masivo inventando fechas del fin del mundo. Al
final no pasó nada.
La
visión cristiana del fin del mundo no tiene nada que ver con la que mucha gente
tiene. Dice el Señor Jesús: “Cuando
empiecen a suceder estas cosas[10],
cobrad ánimo y levantad la cabeza, porque se acerca vuestra liberación” (Lc 21,
28). Los cristianos esperamos el fin del mundo porque es el día de la
instauración definitiva del reinado de Dios, el día de la resurrección de los
muertos y el de nuestra verdadera liberación de los lazos de la muerte, el día
del definitivo y pleno comienzo de la vida eterna. Nadie espera a alguien que
ama con miedo.
Y
todo ello empezará con un juicio. Cuando se escucha la palabra juicio se tiende
a asociarla con un tema jurídico, como una especie de mecanismo retributivo a
la manera de una corte humana. El juicio de Dios no es algo meramente
retributivo. En la Escritura la justicia
de Dios hace referencia a la bondad
de Dios. El día del Juicio es el día en que brillará la bondad de Dios. Esta
diferencia entre justicia humana y divina se sintetiza en un versículo del
evangelio: “Vosotros juzgáis según la
carne; yo no juzgo a nadie” (Jn 8, 15). Aquí Jesús está hablando del juicio
retributivo de los hombres. Así no es su juicio. Respecto a este tipo de
juicio, el apóstol san Juan es enfático al afirmar: “Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino
para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no es juzgado, porque ha
creído en el nombre del Hijo unigénito de Dios.” (Jn 3, 17)
Además,
dice el Señor Jesús: “Para un juicio he
venido a este mundo: para que los que no ven, vean; y los que ven, se vuelvan
ciegos” (Jn9, 39). Y antes también afirma: “Porque, como el Padre resucita a los muertos y les da la vida, así también
el Hijo da la vida a los que quiere. […] En verdad, en verdad os digo: el que
escucha mi palabra y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna y no incurre en juicio, sino que ha
pasado de la muerte a la vida” (Jn 5, 21-24). Aquí está la misión de la
Iglesia, en hacer que la palabra de Jesús se siga escuchando, siga llegando a
todos los rincones de la tierra buscando un corazón dispuesto a acogerla. De
tal manera, que en el Día del Juicio no será Dios quien condene, sino que cada
uno decidirá la opción que tomó aquí en este mundo. Al igual que aquí, será el
hombre quien decida estar sin Dios o acogerse a su misericordia. La verdadera
ley es la de la libertad:
“Hablad y obrad tal y
como corresponde a los que han de ser juzgados por la ley de la libertad.
Porque tendrá un juicio sin misericordia el que no tuvo misericordia; la
misericordia se siente superior al juicio.”[11]
Sí, Dios es amor (cf. 1Jn4, 8) y es misericordioso
(cf. Ex 34, 6). Ambos, el amor y la misericordia brillarán en el día del Juicio
para lo que aceptando la verdad, es decir, que son pecadores, se acojan a la
misericordia. De esta manera el que está en Cristo no debe temer aunque su
conciencia le acuse:
“Hijos míos, no amemos
de palabra ni con la boca, sino con obras y según la verdad, y tendremos
nuestra conciencia tranquila ante él, aunque nuestra conciencia nos condene,
pues Dios, que lo sabe todo, está por encima de nuestra conciencia.”
(1Jn3,18ss)
Así
es, al final, la pregunta será: “¿Cuánto has amado?”. Cada uno, tendrá un
juicio sólo en este sentido. Primero, un juicio particular (cf. Mt 16,27; 20,1;
25,14; Lc 12,12; 16,19-31; 23,43) que será inmediatamente luego de su muerte,
verdadero fin del mundo para cada uno; y al final de la historia humana, el
juicio universal (cf. Mt 13,30; 24,31; 25,31; Jn 5,28; 12,47-50), donde se
ratificará lo decidido en el juicio particular –los que no aceptaron su
misericordia aquí, no la aceptarán entonces, y se condenarán- y comenzará, como
se dijo líneas supra, el reinado definitivo de Dios, en donde ya no habrá para
los salvados, ni muerte, ni llanto, ni sufrimiento, sino que los que estén con
él comenzarán a vivir el día feliz que no tiene ocaso; y los que se condenen
comenzarán el suplicio de no ver a Dios ni a nadie, jamás.
El infierno
Al
igual que con el caso del juicio y el del fin del mundo, sobre el infierno
también se ha elucubrado mucho, para finalmente haber sido relegado a un tema
ya superado. El infierno ya sólo es concebido como un tema del medioevo, un
invento de la Iglesia para imprimir temor y conseguir así ciertos beneficios de
los incautos de sus adeptos. Para el mundo contemporáneo el infierno no existe.
El
Papa Pablo VI dijo una vez que el éxito del demonio en el mundo contemporáneo
es haberle hecho creer al hombre que ni él ni el infierno existen. Con esto,
Satanás ha logrado adelantarle un poco el infierno a muchos: familias
destruidas, abortos, asesinatos, crímenes, extorsiones, violaciones, mercado de
prostitución y pornografía, grupos satánicos, chamanes que afirman haber
vendido su alma a Satanás, pedofilia, suicidios, hambre y miseria, envidia,
droga, alcohol, sexo desenfrenado, masturbación, soledad, depresión, eutanasia,
robos, secuestros, mentira, adulterio, consumismo extremo, egoísmo, etc., son
algunas de la muestras del accionar del demonio en este mundo. No creer en el
demonio no libra a nadie de su odio hacia todos y cada uno de los hombres.
El
infierno manifiesta el profundo respeto que Dios tiene por la libertad del
hombre. La decisión de ir al infierno es una decisión personal. Los
auto-condenados al infierno experimentarán, pues, en primer lugar, la soledad
–puesto que no se acepta depender de otro-, el odio hacia Dios, odio hacia los
demás y la desesperación total. En el fondo se deja de ser persona.
La
realidad del infierno se atestigua en la Escritura[12] y
en el Magisterio de la Iglesia[13];
pero, al igual que la fe en Jesucristo comienza a través del encuentro con una
Persona -de tal manera que la vida cristiana se convierte en una experiencia-,
el infierno y sus adelantos también se comienzan a experimentar aquí, tal y
como vimos en el párrafo anterior. ¿Qué es el infierno? El infierno es vivir
para uno mismo. Quien vive en un egoísmo profundo queriendo que todo gire
alrededor suyo, se queda finalmente solo y comienza ya a vivir el infierno.
En
1968, mientras el filósofo ateo Jean Paul Sartre afirmaba en una de sus obras:
“El infierno son los otros”, un joven
teólogo alemán, Joseph Ratzinger, pronunciaba en Munich una conferencia en la
que defendía lo contrario: El infierno es estar solo. Al igual que un niño
perdido durante la noche en medio del bosque, siente un miedo no a algo, sino
un miedo en sí mismo y más radical, un miedo a la soledad –miedo que
desaparecería si apareciese una mano que lo guiase-, si existiese una soledad
tal que ninguna palabra de otro pudiese llegar y tener un efecto transformante,
un lugar donde no pudiera llegar ningún “tú”, entonces tendría lugar esa
verdadera y total soledad que el teólogo llama infierno.
Lo
importante aquí es entender que el infierno es el fracaso más radical que el
hombre pueda tener. Más que un lugar físico de fuego y azufre, es un estado de
fracaso rotundo y definitivo, es no ver a Dios y vivir fuera de su presencia
eternamente. Como dice Juan Pablo II[14],
el infierno es el rechazo definitivo del hombre a Dios; en este sentido, en el
Catecismo se afirma: «Morir en pecado mortal sin estar arrepentidos ni acoger
el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de él para
siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión
definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se
designa con la palabra infierno».[15]
Si Dios es amor, el infierno es vivir en el desamor más absoluto. Todo el
desamor que se vivió en la tierra viviendo en el estado de degeneración que se
mostró líneas arriba no tendrá punto de comparación con lo que será el
infierno, al cual se irá inmediatamente después de la muerte (cf. D531) y en el
que el suplicio será eterno y sin retorno (cf. D511).
El Purgatorio
Sobre
la esperanza en la otra vida hay afirmaciones importantes en el A.T. Es
particularmente importante el pasaje de Judas Macabeo (cf. 2M 12, 38-46) en la
que se muestra su noble iniciativa de hacer un sacrificio por sus compañeros
muertos en batalla, al descubrir que estos habían pecado contra Yahvé; es
decir, lo que aquí se muestra es que se puede interceder por los difuntos
apelando a la misericordia de Dios.
No
es dogma de fe que alguien esté en el infierno. Lo que sí se tiene claro es que
allí está el demonio y los demás ángeles caídos, sus secuaces. Pero de ningún
hombre se puede decir que está en el infierno, ni siquiera de Judas. Esto es
fundamental para resaltar la importancia de la oración por los difuntos, ya que
se puede interceder por ellos, así como también, ellos –los que ya estén con
Dios- pueden interceder por nosotros.
“Para
cuantos se encuentran en la condición de apertura a Dios, pero de un modo
imperfecto, el camino hacia la bienaventuranza plena requiere una purificación,
que la fe de la Iglesia ilustra mediante la doctrina del «purgatorio» (cf. CEC1030-1032).”[16]
En este sentido, el purgatorio es la
purificación de la persona en cuanto a aquellas penas temporales que no habían
quedado purificadas durante la vida –ya sea por las penitencias impuestas por
los confesores, por las obras de caridad, etc.-, las que se purifican después
de la muerte. Que quede claro que no nos referimos al pecado mortal. Si alguien
muere en pecado mortal, es dogma de fe que se condena al infierno.
El
tesoro de la Iglesia es que en ella hay gran cantidad de la gracia de Dios y la
Iglesia se considera administradora de este tesoro de la gracia de Cristo. Es
por ello que la Iglesia puede conceder indulgencias y las concede con más
intensidad cuando se proclama un año santo. Así, “la indulgencia es la remisión
de la pena temporal por los pecados, ya perdonados en cuanto a la culpa –en el
sacramento de la reconciliación-, que un fiel dispuesto y cumpliendo
determinadas condiciones consigue por mediación de la Iglesia, la cual, como
administradora de la redención, distribuye y aplica con autoridad el tesoro de
las satisfacciones de Cristo y de los santos.”[17]
La concesión de las indulgencias está relacionada con el poder de las llaves
(cf. Mt 16, 19) y también con el mandato de Jesús: “A quienes se los retengan
[los pecados] les quedan retenidos” (Jn 20, 23).
“Hay
que eliminar todo vestigio de apego al mal y corregir toda imperfección del
alma. La purificación debe ser completa, y precisamente esto es lo que enseña
la doctrina de la Iglesia sobre el purgatorio. Este término no indica un lugar,
sino una condición de vida. Quienes después de la muerte viven en un estado de
purificación ya están en el amor de Cristo, que los libera de los residuos de
la imperfección”[18]
Debe
entenderse que la permanencia en el purgatorio, por tanto, no es eterna. Quien
está allí, ya está salvado de la pena eterna del infierno. Sólo se trata de una
purificación en el sufrimiento de no ver aún a Dios. La única manera de
purificar un alma es a través del amor. La purificación se da por tanto, del
ansia de querer ver ya mismo el rostro de Dios. El fuego del purgatorio es el
fuego del amor de Dios, es la escuela del amor.
La Gloria
“La voluntad de Dios es que todos se salven”
(1Tm 2, 3s). Todos nosotros hemos sido creados por Dios por amor, en el amor y
para el amor. Hemos sido creados para el cielo. Venimos de Dios y vamos hacia
Dios. Toda el ansia de felicidad que experimentamos desde que nacemos hasta que
morimos no es otra cosa que el deseo de Dios, el deseo de ver su rostro.[19]
Dice san Agustín: “…nos has hecho [Señor] para ti y nuestro corazón está
inquieto mientras no descansa en ti.”[20]
El
cielo es el estado de máxima felicidad del hombre, de máxima plenitud. En
contraposición al fracaso radical del infierno, el cielo es la realización
inconmensurable de la existencia humana. Allí se experimentará lo que se llama
la visión beatífica de Dios.
En
la Escritura no son pocos los pasajes en donde se menciona la gloria del cielo
(cf. Mt 5,12; 6,20; 19,21; 18,8; Lc 6,23; 12,33; 23,43; Ap 19, 1-10). Dice el apóstol san Pablo: “Ahora vemos como en un espejo, en enigma,
entonces veremos cara a cara [a Dios]. Ahora conozco de un modo parcial pero
entonces conoceré como soy conocido [por Dios].[21]
Esta visión beatífica del rostro de Dios
se le concede al alma inmediatamente después de la muerte, incluso antes del
juicio final. Esto es dogma de fe.[22]
El apóstol san Juan afirma en su primera carta: “Queridos ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado todavía
lo que seremos. Sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a él,
porque le veremos tal cual es.” (1Jn 3,2)
Lo
importante, finalmente, es saber que al igual que nuestra experiencia aquí nos
puede servir de garantía de la existencia del infierno, el cielo también puede
tener un comienzo aquí en este mundo. Los cristianos comenzamos a vivir ya la
vida eterna creyendo en Jesucristo. Estar en el cielo es estar dentro de
Jesucristo. El bautismo nos concede ser hijos en el Hijo, coherederos del cielo
y partícipes de su gloria aquí en modo parcial en la Iglesia y de modo
definitivo después de la muerte. Y en la Eucaristía no somos nosotros quienes
asimilamos a Cristo al comer su cuerpo; es él quien nos asume a nosotros. De
tal manera que la Eucaristía es, en este sentido, el preámbulo más cercano al
cielo.
Si
el infierno es vivir para sí mismo, el cielo es vivir para los demás. La única
forma de comenzar a vivir esto es teniendo un nuevo principio de vida, un nuevo
espíritu, el Espíritu de Dios habitando en nosotros. De allí la grandeza de la
misión de la Iglesia, único lugar donde podemos ya comenzar a experimentar la
vida beatífica, no exenta de luchas y sufrimientos; pero, a pesar de todo,
feliz.
Vivir
para los demás es la característica de la nueva vida en Cristo Jesús, tal y
como afirma san Pablo: “Y [Cristo] murió
por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que
murió y resucitó por ellos.” (2Co 5, 15). Hay un lugar aquí donde esto
comienza a darse, un lugar que puede convertirse en la escuela del amor, la
escuela de vivir para los demás, la escuela de la comunión, el cielo en la
tierra. Y ese lugar es la familia. De allí se entiende el gran interés de
Satanás en destruir la familia. Juan Pablo II dijo una vez en una homilía que
la familia cristiana es el icono de la Santísima Trinidad en la tierra.[23]
¿Qué
es el cielo?, el cielo es donde está Dios. Si en casa, con los míos, habita
Dios, mi casa es el cielo. Por eso el Papa Benedicto XVI ante una pregunta que
le hizo una niña sobre su familia[24]
dijo una de las cosas más bellas que se haya escuchado –recuérdese que excepto
su hermano, ya toda su familia ha fallecido-: “Y, a decir verdad, cuando trato
de imaginar un poco cómo será en el Paraíso, se me aparece siempre el tiempo de
mi juventud, de mi infancia. Así, en este contexto de confianza, de alegría y
de amor, éramos felices, y pienso que en el Paraíso debería ser similar a como
era en mi juventud. En este sentido, espero ir “a casa”, yendo hacia la “otra
parte del mundo”.
María,
Reina del Cielo, ruega por nosotros.
Gustavo Arriola Guzmán
“Generación Juan Pablo II”, comunidad para la Nueva Evangelización
Movimiento de retiros
parroquiales Juan XXIII
[1] Benedicto XVI, Prólogo del YOUCAT, Catecismo joven de la Iglesia
Católica, (Encuentro), Madrid, 2011
[2] Cf. Congregación para el Clero; “Directorio General para la Catequesis”;
(CEP), p.34
[3] Joseph Ratzinger (Benedicto XVI);
“Jesús de Nazaret”, tomo I, (planeta), 2007, p.69
[4] Cf. GS 18; Concilio de Trento (DH1511.1521); Concilio de Cartago
(DH222); Sínodo de Orange (DH 372)
[5] Flp 1, 21-24
[6] Rm 6, 4
[7] Cf. Benedicto XVI, Carta Enc. “Deus Caritas Est”, n.1
[8] Santa Teresa de Jesús, poesía “Ayes del destierro”
[9] San Ignacio de Antioquía, “Epístula ad Romanos”, 6, 1-2. Citado por
CEC 1010
[10] Aquí se refiere el texto a las catástrofes con las que son descritas
el fin del mundo en el discurso escatológico de Jesús (cf. Mc13, Mt 24, Lc 21),
en el que los evangelistas usan un estilo literario llamado “apocalíptico”, el
cual es sólo eso, un estilo literario. Pero no necesariamente las cosas tienen
que suceder al pie de la letra. Por ejemplo, san Pedro ve cumplida la
predicción del profeta Joel (cf. Jl 3, 1-5) sobre el día de Yahvé en
Pentecostés (cf. Hch 2, 16-21), donde se habla del sol cambiando en tinieblas y
la luna en sangre aunque nada de eso se advirtió aquel día.
[11] St 2, 12s
[12] Cf. Mt 8, 12; 22, 13; 18, 8; 25, 30.41; 13,
42.50; Mc 5,22; 8,12; 13,42; 10,28;
18,9; 23,15; Mc 9,43; Lc 3,17; 8, 31; 12,5; 16,19.28; Ap 9, 11; 20, 1ss.
[13] Cf. DH 4656s; D16.40.429.464.714.511
[14] Cf. Catequesis del Papa Juan Pablo II sobre el Infierno, miércoles
28 de julio de 1999
[15] CEC 1033
[16] Catequesis de Juan Pablo II: “El purgatorio: purificación
necesaria para el encuentro con Dios”, miércoles 4 de agosto de 1999.
[17] Pablo VI, Const. Ap. “Indulgentiarum Doctrinae”
[18] Cf. concilio ecuménico de Florencia, Decretum pro Graecis: DH 1304; concilio ecuménico de Trento, Decretum de justificatione y Decretum de purgatorio: ib., 1580 y 1820;
citado por Juan Pablo II, Ibid.
[19] Cf. CEC 27
[20] San Agustín, Confesiones,
I,1,1 (PL 32, 659-661)
[21] 1 Co 13, 12
[22] Cf. D475. 530. 693. 696
[23] Juan Pablo II, Homilía en la misa con las familias del Camino
Neocatecumenal que partían a la misión; Porto san Giorgio, 30/12/1988
[24] Encuentro mundial con las familias, 2 de Junio de 2012. Cf. L’osservatore Romano, 2012,
N°24, p.8
Gracias! Personas como yo necesitamos más que conceptos.
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