Con
José, el pueblo de Israel se establece en Egipto; pero, pasadas varias
generaciones, los faraones se olvidaron de José y su familia. Luego, por temor
al numeroso pueblo hebreo, comenzaron a afligirlos con crueles trabajos; y sucedió
así que los egipcios daban órdenes a las parteras hebreas de matar a todo niño
recién nacido. El pueblo de Israel clamó a Dios quien los liberó de la
esclavitud guiados por Moisés, con quien anduvieron cuarenta años en el
desierto antes de ingresar a la tierra prometida.
El
joven Josué, hijo de Nun, fue el sucesor de Moisés (Cf. Jos 1, 1). Él tiene la
gran misión de continuar el encargo que Dios le dio a Moisés de hacer entrar a
su pueblo a la tierra prometida, la tierra de Canaán “que mana leche y miel”.
Josué emprenderá así la gran hazaña de la conquista de esta tierra desalojando
a varios pueblos. Una de estas ciudades era Jericó, amurallada en todo su
perímetro. Y así, Israel venció con un ejército reducido y armados tan sólo de
cuernos (trompetas). La gran confianza de
Josué para con Dios no se consigue de la noche a la mañana sino que parte de la
profunda intimidad que él tenía con el Señor. Cuenta el libro del Éxodo que Josué
acompañaba a Moisés a la ‘Tienda del Encuentro’ –lugar donde aparecía la
‘gloria de Dios’ en forma de nube y donde Moisés hablaba con el Señor cara a
cara, como un hombre con su amigo- y una vez que Moisés salía de allí,
cubriéndose el rostro con un velo para evitar que el resplandor de su rostro
deslumbrara a los que le vean, Josué se quedaba todavía dentro de la Tienda y
permanecía en la presencia de Dios (Cf. Ex 33, 11).
Josué
conquista la tierra prometida venciendo a los pueblos que en ella habitaban y
tomando la ciudad de Jericó cuyas murallas cayeron tan sólo por el grito que
les mandó hacer Dios. Previamente, Dios les mandó durante seis días dar una
vuelta a la ciudad, a través de todo el perímetro de la muralla, tocando los
cuernos, sin decir ni una sola palabra. Al séptimo día, les mandó hacer siete
vueltas tocando las trompetas; y, finalmente, prorrumpir en un gran grito, una
alarido guerrero. Al hacerlo, los muros de la ciudad de Jericó se vinieron
abajo y los israelitas atacaron todos a una, cada uno por el frente de donde se
encontraba. Creo que nadie en su sano juicio, al escuchar esta estrategia
pensaría que esta va a funcionar. Todo este rito simboliza la liturgia
cristiana. El toque de las trompetas y el grito simbolizan los cantos en la
liturgia y la ‘estulticia’ de la predicación. Sin fe, vista desde fuera,
parecerá una tontería, un ritualismo tonto, ineficaz, una pérdida de tiempo.
Pero la liturgia es el ‘santo juego de
Dios’, si se obedece, si se hace como Dios quiere que se haga, tiene la
potencia para destruir los muros de nuestros duros corazones y así Dios puede
entrar en él y morar en él. La ciudad de Jericó simboliza el mundo, lleno de
paganismo, de rebeldía a Dios. De todo esto está lleno nuestro corazón; pero si
obedecemos en entrar en el absurdo para hacer las cosas como Dios nos las
indica en la santa liturgia, seremos capaces de derribar las murallas del odio
que divide a los hombres en el mundo, del que era símbolo la ciudad de Jericó.
Los muros de nuestros "dioses", es lo que debe ser derribado con la perseverancia de nuestros corazones ansiosos de reconciliación con Dios. Decir "sí" a todo momento y hacer de la liturgia ese alimento real que nos permite entregarnos a la escucha para hacerlo palpable en nuestros actos. Un grito, muchas veces desesperado, rompe los muros de nuestras necedades.
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