EL DÍA EN COMÚN I
·
El domingo y la
comunidad doméstica
·
La oración en común
·
Los salmos y la lectura
bíblica
Una
de las cosas que más daño ha hecho el estilo de vida de la sociedad pos moderna
es haber dejado al hombre sin el domingo, sin el “día del descanso”, sin el “día
de fiesta”, sin el “día del Señor”. El hombre por naturaleza es un ser
“lúdico”, es un ser hecho para la fiesta, para la celebración. El punto es que
el relativismo actual ha desnaturalizado el sentido de la fiesta. Sin una Verdad
como guía, si todo cae a la opinión, se pierde la verdadera libertad, aquella
que no se desliga nunca de la Verdad absoluta, que existe y que se llama Dios y
que se nos ha manifestado en su hijo Jesucristo. Si esta verdad se pierde, la
libertad se vuelve libertinaje que destroza el sentido de la fiesta –que es el
encuentro con Dios- para reemplazarlo por el desenfreno, el alcohol, el sexo,
la droga, en definitiva, en dar rienda suelta a los instintos más profundos del
corazón del hombre de donde sólo pueden salir “intenciones malas”. En esta
breve charla queremos redescubrir el sentido del domingo, el sentido de la
oración cristiana, los salmos, la lectura bíblica, el sentido del trabajo y la
oración de la noche.
Todo
cristiano tiene tres altares: el altar de la celebración eucarística que es el
centro de su vida por excelencia y siempre será su primer altar. El segundo
altar es el de los alimentos: la mesa de la comunidad; y finalmente, el tercer
altar es el lecho del descanso, en el caso de los casados: el tálamo nupcial.
Los tres altares son sagrados. Respecto al primero nadie pondría en duda su
sacralidad, pero sobre este altar trataremos en el último tema de este ciclo de
charlas sobre la vida comunitaria cristiana. Hoy en día es más difícil creer en
la sacralidad de los otros dos altares. La mesa familiar ya casi no existe,
cada quien vive en su mundo, en su vertiginoso ritmo, y ya casi nunca se toma
los alimentos en común, en un ambiente celebrativo como es su característica
fundante. El lecho del descanso es el lugar donde reposa un tercio del día el
templo del Espíritu Santo que es el cuerpo de un cristiano. Conforme se
encuentren la mesa de los alimentos y como se encuentre nuestra cama, nuestra
recámara, así se encuentra nuestra alma. El cuidado de estos altares es
crucial, no se puede confundir la pobreza con la indignidad. El día domingo,
por ejemplo, la mesa de la comunidad doméstica debería estar adornado con un
mantel festivo, distinto al de los días de la semana para resaltar la realeza
del domingo donde un cristiano celebra que, en Cristo, vivo ya como un
resucitado, es decir, que por su bautismo no sólo vive las penurias de un
profeta, los sacrificios de un sacerdote sino que también vive con la dignidad
de un rey.
El
día de la comunidad se inicia con los albores de la luz del sol donde el
cristiano pone su vida de cara a Dios a través de la oración matutina, a través
del rezo de los salmos. “A la mañana temprano cuando sale el sol, resucita
Cristo, mi Salvador, disipada está la noche del pecado; luz, salvación y vida
nos han sido devueltas” canta un himno de Pascua. “Reciten entre ustedes
salmos” (Ef 5, 19); “Instrúyanse y amonéstense con toda sabiduría…con salmos”
(Col 3, 16). Los salmos son el lenguaje con el cual Dios quiere que el hombre se
comunique con él ya que éstos para ello han sido inspirados por él mismo.
Cristo es el sujeto de los salmos y todos los salmos se cumplen en él. A través
de ellos él puede expresar su sentir en cualquier situación de la vida. Por
ello el mismo Cristo recitaba los salmos, los recitó con sus padres, luego con
sus discípulos. La primera comunidad cristiana recibe como herencia esta santa
costumbre de la recitación de los salmos. Hoy la Iglesia reza los salmos a
través de la Liturgia de las Horas, la cual es una acción litúrgica de carácter
público. El cristiano, aunque rece solo la Liturgia de las Horas, reza con toda
la Iglesia universal, reza en la Iglesia, por la Iglesia y con la Iglesia.
En
el salmo aprendemos a orar sobre el fundamento de la oración de Cristo. El
salmo es por excelencia la gran escuela de la oración. Con ellos aprendemos
primero lo que significa orar, es decir, orar sobre la base de la Palabra de
Dios; segundo, aprendemos de la oración qué es lo que debemos orar, y, en
tercer lugar, aprendemos a orar como comunidad. Ora el cuerpo de Cristo, y como
individuo comprendo que mi corazón es tan sólo una fracción íntima de la
oración entera de la comunidad. Es por ello que en el día en común con los
hermanos de la parroquia se alabe a Dios por la mañana con el rezo de los
salmos en la celebración de las Laúdes.
Otro
punto importante, luego de rezar los salmos e intercalar un cántico, será
enseguida la lectura de la Escritura. “Ocúpate en la lectura” (1Tim 4, 13).
También aquí tendremos que vencer muchos prejuicios perniciosos antes de llegar
a la recta lectura de la Escritura en común. La Sagrada Escritura es más que
una consigna, no es un conjunto de sentencias moralistas que nos interpelan
para responder desde nuestras fuerzas a seguirlas, a “conquistarlas”, a
“intentar obedecerlas”. La Palabra de Dios es Cristo mismo que sale a nuestro
encuentro y tiene el poder de transformarnos como lo haría el mismo encuentro
personal con Cristo, y es que en cierta manera lo es. Por ello la pregunta
luego de escucharla es: ¿Qué me dice esta Palabra “a mí”? Un mal endémico en la
comunidad es querer interpretarla en sentido grupal y eso hace que nos
escondamos y nos perdamos en la masa. Lo que hace bien a la comunidad es
compartir qué dice la Palabra a cada uno porque cada uno es distinto, no es qué
nos dice “a nosotros” y menos para responder: “hermanos esta palabra nos dice
que ‘tenemos que’ hacer esto o lo otro”. Esto es una respuesta moralista. La
Palabra, que es Cristo, sale a nuestro encuentro para que nos descubramos
amados –ya sea incluso mediante la amonestación- tal y como somos, es decir,
pecadores. Es a la Palabra a la que le compete cambiarnos, es ella la única que
puede convertirnos. Nuestro solo deseo de bien, de cambiar, como dice San
Agustín, se lo debemos ya a la gracia de Dios que está actuando en nosotros, es
decir, que al final como san Pablo nuestro gozo estará en decir: “todo es
gracia”, o “por la gracia de Dios soy lo que soy”.
Es la cotidianeidad, la pérdida de afecto al grupo familiar "gracias" al individualismo y egoísmo material es lo que nos aleja de nuestra sacralidad como hijos de Dios. Y es que se nos hace tan difícil entender que Dios es nuestro Padre. Lastimosamente lo vemos como un ser inalcanzable, superpoderoso, receptor de ruegos y culpable de desgracias, que lo hacemos tan lejano a nuestras vidas. Hacer de la oración, salvación, es prioritario en la vida del cristiano, tanto como el respeto a nuestros altares, a nuestra comunidad primaria: la familia, nuestros hijos.
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