lunes, 20 de mayo de 2013

Sobre el esfuerzo y la gracia



“SI EL SEÑOR NO CONSTRUYE LA CASA…” (Sal 126,1)
Sobre el sentido del SACRIFICIO en la vida cristiana

Muchas veces escuchamos y usamos la palabra “sacrificio” en nuestra vida pero muy pocas veces tenemos una concepción o visión correcta del sentido cristiano de esta palabra. Vivimos en el mundo de la cultura del “éxito”; es decir, muchos creen que para ser felices hay que “triunfar” en la vida, relacionándose esta palabra generalmente al bienestar económico y social, tener dinero, poder, fama, placer, etc. Para ello hay que “sacrificarse”, “luchar”, “esforzarse”, “estudiar”, “trabajar mucho”, porque todo sufrimiento “merece” su recompensa. Esta visión no pocas veces también se ha metido en la vida cristiana; es decir, muchos creen que para estar bien hay que agradar a Dios, en otras palabras, “portarse bien”, “hacer” bien las cosas porque, si no, Dios nos castiga. Hay que esforzarse por hacer las cosas bien y así Dios nos “premiará”. Quiere decir que cuando nos va mal, significa que hemos hecho algo malo; por eso es que cuando nos va mal sin supuestamente haber hecho nada malo, comienzan los problemas porque no se entiende el porqué. Esto muchas veces es hasta causa del ateísmo actual.
En la vida cristiana se puede correr el riesgo, incluso, de ver el sacrificio como una ley, como un requisito indispensable para ser merecedor de la gracia. Esto no es cierto. Ningún sufrimiento del hombre es requisito meritorio de la gracia; tampoco es un castigo divino, aunque muchos sufrimientos sean inherentes al alejamiento de Dios. Ya en el libro de Job se nos revela otra dimensión del sufrimiento: el del inocente. Dios le dará la razón a Job afirmando que sus sufrimientos no son ningún castigo y retribuirá en virtud de su justicia mucho más de lo que antes tenía. Job es prefigura de Cristo y su sufrimiento era el sufrimiento del inocente,  el cual, sólo es permitido por Dios temporalmente para sacar de él un bien eterno, un bien que no tendrá fin. Esta era la esperanza de Job cuando dice: “Porque yo sé que mi Redentor vive, y al final…yo veré a Dios”[1]

Dios es el Dios de la gratuidad y de la abundancia, respecto a ello nos anuncia Jesucristo: “Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia.”[2] Y también nos dice: “Vengan a mí todos los que estén cansados y sobrecargados que yo les daré consuelo”[3]. ¿Cómo se conjuga esto con lo anterior? ¿En qué momento pone Jesús la premisa del esfuerzo para merecer el consuelo? Al contrario, Jesús se refería justamente a los que estaban cansados por el peso de la Ley y de las observancias farisaicas. Dios da a su pueblo la Ley, no para sobrecargarlo, sino para mostrarle el camino hacia Él, ya que el hombre había perdido la capacidad de discernir lo bueno de lo malo a causa del pecado del Principio. Y la Ley era imposible de cumplirla con las solas fuerzas humanas. Había que pedirle a Dios que sea Él quien conceda la fuerza para vivir en su gracia. Esto no lo hicieron los fariseos sino que simulando cumplir la Ley, encima cargaron al pueblo con cientos de preceptos. Esto era lo que denunciaba Jesús, la hipocresía de fingir cumplir la Ley que era imposible de cumplirla humanamente; denunciaba en el fondo la falta de humildad para reconocer que  esto no se puede realizar, para pedir así, luego, la ayuda de Dios. Nos dice San Agustín al respecto: “Por esto, la Ley ha sido dada para que se implorase la gracia; la gracia ha sido dada para que se observase la ley”.[4] Vemos, pues, que Jesús les hubiese dado esa ayuda al instante, gratuitamente, si la hubiesen pedido, ya que Él vino a dar cumplimiento a lo que decían los profetas. Isaías, por ejemplo  dice: “Da (El Señor) vigor al hombre cansado, acrecienta la energía del débil. Los jóvenes se cansan, se fatigan, los valientes tropiezan y vacilan, pero a los que esperan en el Señor, él les renovará el vigor: subirán como con alas de águila, correrán sin fatigarse y andarán sin cansarse.”[5] También, este profeta ya anunciaba esta gratuidad cuando dice en nombre del Señor: “¡Sedientos todos, id por agua; los que no tenéis dinero, venid, comprad y comed de balde, vino y leche sin pagar!”[6] ¿Dónde queda el esfuerzo y el sacrificio entonces, si Dios invita también a los que no tienen con qué pagar para disfrutar de sus delicias?
Respecto a sentir la ley como un peso nos dice Juan Pablo II: “Quien ‘vive según la carne’, siente la ley de Dios como un peso, más aún, como una negación o, de cualquier modo, como restricción de la propia libertad. En cambio, quien está movido por el amor y ‘vive según el Espíritu’ (Gal 5, 16), y desea servir a los demás, encuentra en la ley de Dios el camino fundamental y necesario para practicar el amor libremente elegido y vivido. Más aún, siente la urgencia interior  –una verdadera y propia ‘necesidad’, y no ya una constricción- de no detenerse ante las exigencias mínimas de la ley, sino de vivirlas en su ‘plenitud’. Es un camino todavía incierto y frágil mientras estemos en la tierra, pero que la gracia hace posible al darnos la plena “libertad de los hijos de Dios” (Rom 8, 21) y, consiguientemente, la capacidad de poder responder en la vida moral a la sublime vocación de ser “hijos en el Hijo[7]
Veamos además que Jesús no suprime la Ley sino que la perfecciona. Creer lo contrario sería caer en el error de Lutero cuando dice que si todo es gracia, qué más da, pequemos y pequemos fuertemente que nuestra confianza en Dios nos salvará.[8] Esto de ninguna manera es verdad. Jesús, cuando denunciaba a los fariseos su hipocresía porque pagaban el diezmo de la menta y el comino pero olvidaban la misericordia, la justicia y la fe, dijo que esto era lo más importante y lo que había que practicar; pero luego añadió: “aunque sin descuidar aquello”[9] Así que la gratuidad no se trata de un permisivismo. Jesús no suprime, por ejemplo, el sacrificio del ayuno – que incluso lo propone junto con la oración como requisito para expulsar ciertos demonios[10]- sino que propone que, cuando se haga aquel, no se ponga cara triste –para llamar la atención de los demás- sino lavada y con la cabeza perfumada[11] (alegre); es decir, propone el sacrificio interior y denuncia la hipocresía e ineficacia del sacrificio exterior.
Respecto a lo anterior, varios siglos antes, ya decía el Rey David en el Salmo “Pues no te complaces en sacrificios, si ofrezco un holocausto, no lo aceptas. Dios quiere el sacrificio de un espíritu contrito, un corazón contrito y humillado, oh Dios, no lo desprecias.”[12] Este es un momento crucial en la historia de la salvación. Ciertamente, cuando Dios le habla a Abrahán para formar un pueblo, comienza una vez formado éste, a educarlo. Se pasa de la religiosidad natural a la Revelación. Este momento es único. Dios saca a Abrahán de la idolatría, del politeísmo y lo educa con amor y paciencia, para así formarse un pueblo. Esta educación incluía los sacrificios al único Dios, que ya existían – por el ser-religioso del hombre- a varios dioses. Pero llega el momento en donde Dios comienza a preparar a su pueblo para  “la plenitud de los tiempos”. Por eso dice también el rey David: “No has querido sacrificio ni oblación, pero me has abierto el oído; no pedías holocaustos ni víctimas, dije entonces: “Aquí he venido”. Está escrito en el rollo del libro que debo hacer tu voluntad.”[13] Este momento es muy importante porque el salmista vislumbra ya el paso de la justificación por el sacrificio a la justificación por la fe que nace de la escucha de la Palabra de Dios. Nótese que David dice “me has abierto el oído” no dice “en cambio yo abrí el oído”;  por tanto, es Dios quien concede el don de la escucha. Ni siquiera eso le compete al hombre. Pero sobre esto volveremos más adelante.
Vemos pues, que ya en los salmos se comienza a avizorar la gratuidad del amor de Dios: “Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles; si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas. Es inútil que madruguéis, que veléis hasta muy tarde, los que coméis el pan de vuestros sudores: ¡Dios lo da a sus amigos mientras duermen!”[14] ¿Dónde está aquí el sacrificio expiatorio o “meritorio” de la gracia?
Ahora tal vez convenga preguntarnos: ¿dónde comienza a infiltrarse este error de adjudicarle mérito de justificación a una actitud ascética en sí misma? ¿Por qué es que está muy difundida en los fieles esta actitud de concebir el sacrificio en un sentido semipelagiano[15]? Tal vez una primera respuesta nos lleve a los tiempos de las conversiones en masas de los bárbaros, tiempos en que entró mucha gente a la Iglesia sin pasar por el proceso del catecumenado, viéndose al pecado desde una concepción legalista pasándose de la “conversión” del catecumenado a la “expiación” del pecado. Pero creo que si profundizamos en estas preguntas nos tendríamos que remontar a los “orígenes” para encontrar la respuesta. El orgullo y el afán del hombre de querer ser como Dios, de no aceptarse dependiente de Él, el no reconocerse falto de salvación son las actitudes de autosuficiencia que están enraizadas en el corazón del hombre como secuela del pecado de los orígenes del cual tienen su misma naturaleza. Pero esta actitud lo único que hace es negar la virtud que tiene en sí la sangre redentora de Cristo. Es por ello que el mismo Cristo nos enseñó a decir: “y no nos dejes caer en ‘la’ tentación”. ¿Por qué dice Jesús “la tentación” y no en “las tentaciones”? Tentaciones habrán siempre, pero La gran tentación del hombre es sólo una y es ésta la que nos acompañará hasta el último instante de nuestra vida. La gran tentación seguirá siendo siempre el afán de la auto-salvación, desconociendo el único poder redentor de la preciosísima sangre de Cristo. Esta será siempre la más sutil y peligrosa de todas las tentaciones.
La diferencia de la doctrina de Pelagio con la del Doctor de la gracia, San Agustín, es abismal. La doctrina de Agustín se inspira en San Pablo y enseña que en el estado de Adán, el hombre es totalmente incapaz de amar. Ha sucumbido a la muerte espiritual, que se manifiesta en la corporal. Carece de libertad para el bien. El hombre, según San Agustín, no puede dar el primer paso en la fe hacia Dios si no lo precede su gracia, necesita ser guiado por la gracia interna que es el Espíritu Santo. Es decir, como dice San Pablo, todo es gracia. Esta es la fe de la Iglesia.
Retomemos ahora lo que nos dice el salmo 39. El autor de la Carta a los Hebreos lo cita cuando habla de la ineficacia de los sacrificios antiguos de Israel. Pero en vez de decir: “me has abierto el oído” dice la traducción griega: “pero me has formado un cuerpo” y añade: “Entonces dije: ¡He aquí que vengo a hacer […] oh Dios, tu voluntad!”[16] Más adelante se comenta esta parte de la Escritura cuando dice: “abroga lo primero para establecer lo segundo. En virtud de esa voluntad quedamos santificados, merced a la “oblación” de una vez para siempre del “cuerpo” de Jesucristo”[17]. Aquí se muestra la clave del mensaje de la gratuidad del cristianismo. El autor de la carta ve claramente que el único y último sacrificio es el de Jesucristo en la cruz. Sólo Cristo obedeció la voluntad del Padre hasta la muerte y gracias a Él nosotros podemos entrar en este misterio de vivir en gracia, haciendo la voluntad de Dios, que en definitiva es el único “sacrificio” – si cabe el término ya que es Dios quien nos ayuda a hacerlo -  que le agrada: que hagamos su voluntad. La Buena Noticia (“Evangelio”) es que es Cristo quien nos da la fuerza para entrar en la voluntad de Dios y no nuestro limitado voluntarismo. Este es el secreto de la felicidad y la entrega total de San Pablo incluso en el sufrimiento de las persecuciones. Su secreto fue ser testigo de la gracia sobreabundante que le dio Aquel que lo amó hasta el extremo a pesar de ser lo que era: un perseguidor de cristianos. Lo que a Saulo le cambió el ser fue el encuentro con el Resucitado, con el Amor en persona, que salió a su encuentro en el camino de Damasco, sin tener en cuenta quién era él ni lo que hacía. Este hecho lo marcó tanto que dirá por ello: “la Caridad no tiene en cuenta el mal”.[18] Para él la Caridad – el Amor- es Cristo mismo.

Juan Pablo II nos comenta: “Verdaderamente el Apóstol (San Pablo) experimentó antes “la fuerza de la resurrección” de Cristo en el camino de Damasco, y sólo después, en esta luz pascual, llegó a la “participación en sus padecimientos”, de la que habla, por ejemplo en la carta a los Gálatas. La vía de Pablo es claramente pascual: la participación en la cruz de Cristo se realiza a través de la experiencia del Resucitado, y por tanto mediante una especial participación en la resurrección.”[19] Es la alegría de ser testigo de la resurrección lo que a Pablo le da la fuerza para entrar en los padecimientos por la evangelización, libre y voluntariamente. No hay ley, porque él es testigo de que sólo Cristo vino a pasarnos de la ley a la gracia. Como dice Santo Tomás: “la Ley Nueva es la gracia del Espíritu Santo dada mediante la fe en Cristo”.[20] Esta es otra dimensión del sentido del sufrimiento y por tanto de nuestros sacrificios, la dimensión del  sufrimiento “redentor”.[21] Es la alegría del encuentro con Cristo la que nos hace entrar libre y voluntariamente a ser partícipe de sus padecimientos, no para justificarnos, porque sólo Cristo es nuestra justicia, sino ofreciéndolos por la salvación del mundo y esto porque ya estamos tan compenetrados con él que ya no somos nosotros los que vivimos sino que es Cristo quien vive en nosotros.[22]  Pablo contempló el centro de nuestra fe: el abajamiento de Dios, que se hizo hombre y que siendo Dios vino a servir, nos lavó los pies[23], se entregó por nosotros hasta la muerte ¡y qué muerte! Y sobretodo que ¡ha resucitado![24] El encuentro con este Dios fue la esencia de su alegría en los padecimientos.

Así, todo lo que hagamos no es ya por nuestro mérito; es más, no hay ningún bien “por mi mérito” sino  del Amor por el cual hemos sido conquistados, por el amor que nos tiene el Resucitado, amor que nos mueve a hacer sus obras, a seguirle. Sin ese amor, sin esa alegría del encuentro con Jesús, que Pablo experimentó, nuestras obras son nada, porque nada podemos hacer[25] sino por la Gracia que es el Espíritu Santo de Aquel  que nos amó y se entregó por nosotros. Así lo mencionaba también la Doctora de la Iglesia, Santa Teresa de Lisieux: “Comprendí que sin el amor todas las obras son nada, incluso las más brillantes.”[26] Sólo así aceptaremos el sacrificio redentor, que nos lleva a ser “co-redentores” con Cristo en la alegría, con la alegría de Pablo que es el gozo[27] de Cristo. El sufrimiento de Cristo anticipa y da significado al sufrimiento del Apóstol. Darse por entero, como Jesús, es para Pablo el gozo más grande, el gozo de la identificación total con Él. Es un sentimiento que se percibe ardiente en sus cartas. Si algunas frases destacan los padecimientos sufridos, no es para darle voz a la lamentación, sino para anunciar una insospechada fuente de gozo.[28] En este sentido, es un honor ser “co-redentores” con Cristo y a ello estamos llamados por nuestro bautismo. Y diremos al final como Pablo: “Estoy crucificado con Cristo y ya no vivo yo, es Cristo quien viven en mí. Y aunque al presente vivo en la carne, vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí.”[29]

A nosotros, por tanto, nos viene la alegría de la fe en Cristo, fe que se suscita por la escucha de la predicación de alguien que lleve a Cristo dentro, de alguien que sea testigo de la gracia de Cristo. Ese acontecimiento es capaz de cambiar la vida de una persona y sacarla de una vida vacía y sin sentido. Ese sólo “acontecimiento” puede a cualquier persona, independientemente de la vida que esté llevando, devolverle la esperanza. Este solo acontecimiento puede pasar a cualquiera a la dimensión del “don”, como nos dice también nuestro Santo Padre Benedicto XVI: “Ciertamente, no “podemos construir” el reino de Dios con nuestras fuerzas, lo que construimos es siempre reino del hombre con todos los límites propios de la naturaleza humana. El reino de Dios es un don, y precisamente por eso es grande y hermoso, y constituye la respuesta a la esperanza. Y no podemos – por usar la terminología clásica- “merecer” el cielo con nuestras obras. Éste es siempre más de lo que merecemos, del mismo modo que ser amados nunca es algo “merecido”, sino siempre un don”.[30]  
¿Qué es pues en definitiva lo que nos queda a nosotros? A nosotros lo único que nos queda es “abrirnos a la gracia” en virtud de lo único que nos pertenece y que es el regalo más grande que Dios nos pudo hacer al crearnos: nuestra libertad, la prueba más concreta de su infinito amor. Respecto a ello también nos comenta el Papa en el mismo lugar: “…nuestro obrar no es indiferente ante Dios […] Podemos abrirnos nosotros mismos y abrir el mundo para que entre Dios: la verdad, el amor y el bien. Es lo que han hecho los santos que, como “colaboradores de Dios”, han contribuido a la salvación del mundo”[31] Es voluntariamente y en uso de nuestra libertad – la verdadera libertad, la que es guiada por la verdad- que pedimos lo que nos conviene: la fe en su Hijo Jesucristo, que es un don de Dios y en definitiva, lo único que nos salva. Por tanto: “La santidad es en primer lugar un don de Dios y sólo después, y como consecuencia, una exigencia. Nosotros somos santos y, por consiguiente, debemos vivir como santos. Nosotros debemos vivir virtuosamente, dice en sustancia san Pablo, no para llegar a ser santos, sino porque somos santos[32]

Que la Virgen María, la llena de gracia y estrella de la esperanza, interceda por nosotros ante su hijo para que Él nos conceda la fuerza que viene de su Espíritu  para entrar en el sacrificio vivido en la dimensión de la gratuidad. Que tengamos el inmenso honor de ser co-redentores con Cristo mirándolo sólo a El y no a nosotros mismos para nuestra salvación y la del mundo gracias a la Nueva Evangelización. Que nos fiemos de Dios y no en nuestras fuerzas para que así Él actúe en nosotros[33] y al final brille su gloria y no la nuestra. Y que al final podamos, junto con el Apóstol San Pablo, decir: “¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo? ¿La aflicción? ¿La angustia? ¿La persecución? ¿El hambre? ¿La desnudez? ¿El peligro? ¿La espada? En todo esto vencemos fácilmente por aquel que nos ha amado. Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro.”[34]



Gustavo Arriola Guzmán
“Generación Juan Pablo II”, Comunidad para la Nueva Evangelización
Movimiento de retiros parroquiales Juan XXIII

Diócesis de Carabayllo



[1] Cf. Jb 19, 25-26
[2] Cf. Jn 10, 10
[3] Cf. Mt 11, 28
[4] SAN AGUSTÍN, “De spiritu et littera”, 19,34.
[5] Cf. Is 40, 29-31
[6] Cf. Is 55, 1
[7] Cf. JUAN PABLO II, Carta enc. “Veritatis Splendor”, n. 17
[8] Cf. Carta de Martín Lutero a Philipp Melanchthon, 1º de Agosto de 1521
[9] Cf. Mt 23, 23
[10] Cf. Mt 17, 21; Mc 9, 29
[11]Cf.  Mt 6, 17
[12] Sal 50, 18-19
[13] Sal 39, 7-8
[14] Sal 126, 1-2
[15] Pelagio entendía la gracia como una capacitación natural de la voluntad para practicar el bien; esto es, como gracia externa. El Cristo de Pelagio es el ejemplo que “debe” imitar el pecador que, inspirándose en él, puede restaurar de nuevo la originaria imagen y semejanza con Dios que había quedado distorsionada. Cristo nos ha mostrado su gracia y nos ha justificado solamente bajo la forma de ejemplo. Nosotros estamos llamados, por nuestra parte, y en virtud de nuestra libertad natural, a aceptar esta oferta. A través de nuestros propios esfuerzos morales, dice Pelagio, podemos conformarnos según la forma de Cristo, que es el auténtico don de la gracia. (Cf. Gerhard Ludwig Müller, “Dogmática, teoría y práctica de la teología”, (Herder), Barcelona, 1998, p. 801s)
[16] Hb 10, 7
[17] Hb 10, 9s
[18] Cf. 1 Co 13, 5
[19] Juan Pablo II, Carta Enc. “SALVIFICI DOLORIS”,  Nº 21
[20] S. TOMÁS DE AQUINO, “Summa Theologiae”, I-II, q. 106, a.1.
[21] Juan Pablo II, op. cit.,  Nº 17
[22] Cf. Gal 2,20
[23] Cf. Jn 13, 5
[24] Cf. Flp 2, 6-11
[25] Cf. Jn 15,5
[26] Cf. Teresa de Lisieux.  “Historia de un alma”, Cap. 8; (1 Co 13, 1-3)
[27] Cf. Jn 15, 11
[28] Eugenio DAL PANE y otros, “Camino a Damasco”, (Editrice Vaticana) 2009; p. 108.
[29] Ga 2, 19-20
[30] Benedicto XVI, Carta Enc. “SPE SALVI, salvados en esperanza”, Nº 35
[31] Ibíd.; 1Co 3,9; 1 Ts 3,2
[32] Cf. Emiliano Jiménez Hernández, “La vida en Cristo”, (DDB), Bilbao 1995, p.158
[33] Cf. Sal 36,5
[34] Rm 8, 35.37-38

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