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Dietrich Bonhoeffer,
profeta del Concilio Vaticano II
·
Comunidad ideal versus
comunidad cristiana
·
Jesucristo es el hombre
para los demás
·
Lo que no es el
cristianismo
En
el tema anterior conocimos la experiencia del psiquiatra Viktor E. Frankl quien
sobrevivió a la experiencia de un campo de concentración. Hoy conoceremos la
experiencia de Dietrich Bonhoeffer quien, a diferencia del Dr. Frankl, sí fue
asesinado en la horca por los nazis en el campo de concentración de
Sachsenhausen (Alemania) en 1945. Bonhoeffer fue un teólogo luterano de gran
aporte al ecumenismo y reconocido por muchos teólogos católicos, incluso por el
Papa Pablo VI, quien se refería a Bonhoeffer como una personalidad hondamente
cristiana y cuya definición «Jesús, hombre para los demás» es válida para
nuestro tiempo. En estas pocas líneas conoceremos a grandes rasgos su
experiencia de vida cristiana en comunidad.
D.
Bonhoeffer lo profetizó antes del Concilio Vaticano II, y afirmó rotundamente
que Jesucristo es el “hombre para los demás”. Por tanto, el cristianismo no es
una religión de evasión, ni una gnosis para los candidatos al cielo, ni tampoco
Dios es un tapagujeros explicativo de la ignorancia de los hombres, ni un
envidioso de sus proyectos, sino una revelación: don gratuito de Dios encarnado
en Jesucristo. De ahí que evangelizar es humanizar al hombre, recuperar la
imagen de Dios que él perdió por su
propio pecado, el pecado de los orígenes.
Comunión
cristiana significa comunión a través de Jesucristo y en Jesucristo. Desde el
encuentro breve, único, hasta la larga convivencia de muchos años, la comunión
cristiana es sólo esto: nos pertenecemos unos a otros únicamente por medio de
Jesucristo y en Él. Esto significa en primer lugar que un cristiano necesita
del otro porque en el otro encuentra a Cristo. Cristiano es el hombre que ya no
busca su felicidad, su salvación, su justicia en sí mismo, sino únicamente en
Jesucristo. Significa en segundo lugar, que un cristiano sólo puede trascender
al otro por medio de Jesucristo. Sólo mediante Jesucristo es posible que uno
sea hermano del otro. “Hermanos en el Señor” llama Pablo a la comunidad (Cf.
Flp 1, 14). En tercer lugar, significa que desde la eternidad somos elegidos en
Jesucristo, acogidos en el tiempo y unidos para la eternidad. El hermano con el
cual me enfrento en la comunidad no es simplemente una persona piadosa, que
busca fraternidad; sino es aquél otro, que ha sido salvado por Cristo, absuelto
de sus pecados y llamado, al igual que yo, a la fe y a la vida eterna.
La
comunidad cristiana se ve amenazada –casi siempre y ya desde sus inicios
mismos- por el más grave peligro: confundir la comunidad con algún ideal de
comunión piadosa y/o acomodar juntos la religiosidad natural con la realidad
espiritual de la fe. Primero, la comunidad no es un ideal humano sino una
realidad dada por Dios. Segundo, la comunidad es una realidad espiritual y no
una realidad psíquica, del hombre viejo.
Dios
por pura gracia, no nos deja vivir ni siquiera unas pocas semanas en el sueño
de la comunidad ideal, entregados a esas experiencias embriagadoras y a esa
euforia pietista que nos llena de gozo y éxtasis. Porque Dios no es un dios de
emociones sentimentales sino el Dios de la realidad, el Dios que lleva y se
encarna en la historia. Sólo aquella comunidad que atraviesa la gran desilusión,
con todo el escándalo de sus aspectos desagradables y malos, comienza a ser lo
que debe ser ante Dios, comienza a alcanzar la promesa en la fe que se le
anunció. Cuanto antes llegue esta hora de desilusión para uno y para la
comunidad, tanto mejor para ambos.
Todo
ideal humano de comunidad no es más que un impedimento que tendrá que ser
destruido para que se dé la autenticidad de la vida cristiana. Si alguno
pudiese amar por sí mismo, entonces, ¿para qué necesitaría a Jesucristo?
El
que se construye la quimera de una comunidad ideal exige a Dios, al prójimo y a
sí mismo su realización. Entra en la comunidad con pretensiones de exigir,
establece su propia ley y juzga por ella a los hermanos y a Dios mismo. Todo
cuanto ocurra contrario a su voluntad, lo llama fracaso, allí donde su imagen
queda destruida ve sucumbir la comunidad.
Pero
en vista de que Dios ya ha colocado el fundamento único de nuestra comunidad;
en vista de que Dios mucho antes de que entráramos en la vida en común con
otros cristianos, nos ha fusionado en un solo cuerpo en Jesucristo, no entramos
en la comunidad con derecho a exigir, sino como los que dan gracias. No nos
quejamos por lo que Dios no nos da sino que damos gracias a Dios por lo que nos
da a diario.
Y
¿acaso no nos basta con lo que nos ha dado: hermanos llenos de pecado y miseria
como nosotros, con quienes caminamos juntos hacia la muerte del hombre viejo –y
también hacia la muerte biológica, encuentro definitivo con Jesucristo- bajo la
gracia, misericordia y bendición de Dios? ¿Acaso el don de Dios que se nos
brinda cada día, aun en los días más difíciles y desgraciados, no es una gracia
inmensamente grande?
¿Acaso no sigue siendo hermano mío aquél que
ha pecado hasta tal punto de poner en grave peligro a la comunidad y junto a
quien estoy colocado bajo la palabra de Cristo? ¿Esto acaso no me enseña que
ambos nunca podremos vivir de nuestras propias palabras y nuestros hechos sino
tan sólo de la única palabra y el único hecho que nos une en realidad, a saber,
del perdón de los pecados en Jesucristo? Allí donde se evaporan las neblinas
matinales de las quimeras, nace el radiante día de la comunidad cristiana. El
camino cristiano nos lleva a amar a nuestros enemigos y sobrellevar los pecados
de los hermanos.
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