lunes, 13 de mayo de 2013

La experiencia de la vida comunitaria


·         Dietrich Bonhoeffer, profeta del Concilio Vaticano II
·         Comunidad ideal versus comunidad cristiana
·         Jesucristo es el hombre para los demás
·         Lo que no es el cristianismo
En el tema anterior conocimos la experiencia del psiquiatra Viktor E. Frankl quien sobrevivió a la experiencia de un campo de concentración. Hoy conoceremos la experiencia de Dietrich Bonhoeffer quien, a diferencia del Dr. Frankl, sí fue asesinado en la horca por los nazis en el campo de concentración de Sachsenhausen (Alemania) en 1945. Bonhoeffer fue un teólogo luterano de gran aporte al ecumenismo y reconocido por muchos teólogos católicos, incluso por el Papa Pablo VI, quien se refería a Bonhoeffer como una personalidad hondamente cristiana y cuya definición «Jesús, hombre para los demás» es válida para nuestro tiempo. En estas pocas líneas conoceremos a grandes rasgos su experiencia de vida cristiana en comunidad.
D. Bonhoeffer lo profetizó antes del Concilio Vaticano II, y afirmó rotundamente que Jesucristo es el “hombre para los demás”. Por tanto, el cristianismo no es una religión de evasión, ni una gnosis para los candidatos al cielo, ni tampoco Dios es un tapagujeros explicativo de la ignorancia de los hombres, ni un envidioso de sus proyectos, sino una revelación: don gratuito de Dios encarnado en Jesucristo. De ahí que evangelizar es humanizar al hombre, recuperar la imagen de Dios que  él perdió por su propio pecado, el pecado de los orígenes.
Comunión cristiana significa comunión a través de Jesucristo y en Jesucristo. Desde el encuentro breve, único, hasta la larga convivencia de muchos años, la comunión cristiana es sólo esto: nos pertenecemos unos a otros únicamente por medio de Jesucristo y en Él. Esto significa en primer lugar que un cristiano necesita del otro porque en el otro encuentra a Cristo. Cristiano es el hombre que ya no busca su felicidad, su salvación, su justicia en sí mismo, sino únicamente en Jesucristo. Significa en segundo lugar, que un cristiano sólo puede trascender al otro por medio de Jesucristo. Sólo mediante Jesucristo es posible que uno sea hermano del otro. “Hermanos en el Señor” llama Pablo a la comunidad (Cf. Flp 1, 14). En tercer lugar, significa que desde la eternidad somos elegidos en Jesucristo, acogidos en el tiempo y unidos para la eternidad. El hermano con el cual me enfrento en la comunidad no es simplemente una persona piadosa, que busca fraternidad; sino es aquél otro, que ha sido salvado por Cristo, absuelto de sus pecados y llamado, al igual que yo, a la fe y a la vida eterna.
La comunidad cristiana se ve amenazada –casi siempre y ya desde sus inicios mismos- por el más grave peligro: confundir la comunidad con algún ideal de comunión piadosa y/o acomodar juntos la religiosidad natural con la realidad espiritual de la fe. Primero, la comunidad no es un ideal humano sino una realidad dada por Dios. Segundo, la comunidad es una realidad espiritual y no una realidad psíquica, del hombre viejo.
Dios por pura gracia, no nos deja vivir ni siquiera unas pocas semanas en el sueño de la comunidad ideal, entregados a esas experiencias embriagadoras y a esa euforia pietista que nos llena de gozo y éxtasis. Porque Dios no es un dios de emociones sentimentales sino el Dios de la realidad, el Dios que lleva y se encarna en la historia. Sólo aquella comunidad que atraviesa la gran desilusión, con todo el escándalo de sus aspectos desagradables y malos, comienza a ser lo que debe ser ante Dios, comienza a alcanzar la promesa en la fe que se le anunció. Cuanto antes llegue esta hora de desilusión para uno y para la comunidad, tanto mejor para ambos.
Todo ideal humano de comunidad no es más que un impedimento que tendrá que ser destruido para que se dé la autenticidad de la vida cristiana. Si alguno pudiese amar por sí mismo, entonces, ¿para qué necesitaría a Jesucristo?
El que se construye la quimera de una comunidad ideal exige a Dios, al prójimo y a sí mismo su realización. Entra en la comunidad con pretensiones de exigir, establece su propia ley y juzga por ella a los hermanos y a Dios mismo. Todo cuanto ocurra contrario a su voluntad, lo llama fracaso, allí donde su imagen queda destruida ve sucumbir la comunidad.
Pero en vista de que Dios ya ha colocado el fundamento único de nuestra comunidad; en vista de que Dios mucho antes de que entráramos en la vida en común con otros cristianos, nos ha fusionado en un solo cuerpo en Jesucristo, no entramos en la comunidad con derecho a exigir, sino como los que dan gracias. No nos quejamos por lo que Dios no nos da sino que damos gracias a Dios por lo que nos da a diario.
Y ¿acaso no nos basta con lo que nos ha dado: hermanos llenos de pecado y miseria como nosotros, con quienes caminamos juntos hacia la muerte del hombre viejo –y también hacia la muerte biológica, encuentro definitivo con Jesucristo- bajo la gracia, misericordia y bendición de Dios? ¿Acaso el don de Dios que se nos brinda cada día, aun en los días más difíciles y desgraciados, no es una gracia inmensamente grande?
 ¿Acaso no sigue siendo hermano mío aquél que ha pecado hasta tal punto de poner en grave peligro a la comunidad y junto a quien estoy colocado bajo la palabra de Cristo? ¿Esto acaso no me enseña que ambos nunca podremos vivir de nuestras propias palabras y nuestros hechos sino tan sólo de la única palabra y el único hecho que nos une en realidad, a saber, del perdón de los pecados en Jesucristo? Allí donde se evaporan las neblinas matinales de las quimeras, nace el radiante día de la comunidad cristiana. El camino cristiano nos lleva a amar a nuestros enemigos y sobrellevar los pecados de los hermanos.

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